lunes, 17 de diciembre de 2018

El filo de la navaja

Lo primero que me llamó la atención es el rodeo que hace para llegar al personaje central –o al que yo consideraba que sería el personaje central del libro a partir de la idea que de él me había dejado la película, que, por cierto, hace tiempo que no he visto y que no recuerdo más que vagamente–. Maughan, que es un escritor, conoce a Elliot, un snob americano en París que tiene buenos contactos con la gente elegante. Elliot le cobra cierto afecto a Maughan y sus encuentros menudean. Así Maughan acaba conociendo, en uno de sus viajes a Estados Unidos, a la hermana de Elliot, Mildred y a su hija, Isabel, la cual está en relaciones, por el momento informales, pero muy estrechas, con un tal Larry.
¿Es Larry el personaje central del libro? No estoy muy seguro, pero sí es el que lo coordina todo. Hay, a mi juicio, una contrastación entre Larry y Elliot en la que sin menospreciar a este último sale ganando, moralmente, el primero. Estoy a mitad del libro, así que las cosas pueden torcerse.
Repugna un poco el ambiente social profundamente, o altísimamente, elitista en el que viven todos ellos. Elliot con plena conciencia, su buen trabajo le cuesta. Isabel y Mildred, y Grey, el marido de esta, de una manera «más natural», y lo entrecomillo porque desde mi punto de vista esa forma de vivir en el mundo es lo menos natural que pueda despacharse. Es como vivir en las nubes y quejarse ante el roce de una brizna de algodón.
Ahora Grey e Isabel están completamente arruinados, a causa de la crisis del 29, y viven en París, acogidos por Elliot. Grey sufre unos espantosos dolores de cabeza y solo se distrae jugando cada día al golf. Isabel se atarea cuidando a las niñas ...(en las varias escenas en que aparecen, entran de la mano de una nurse, saludan a mamá y al invitado y luego se retiran discretamente. Son deliciosas)
Han transcurrido más de diez años desde la última vez que vimos a Larry. Ahora aparece con serenidad, un autocontrol, un distanciamiento. Semejante al que ya tenía desde antes, pero más elaborado. Ya no muestra aquella inquietud, aquella insatisfacción por conocer. Aún me falta ese, estoy seguro, encuentro con Maugham que nos aclarará todas las vicisitudes por las que necesariamente ha tenido que pasar durante tantos años, tantos viajes. La última vez que supimos de él andaba vagabundeando por Alemania.
Seguiremos informando.  

viernes, 7 de diciembre de 2018

La muerte de (el libro de) Knausgard


Pues me acabé el libro de Karl Ove.  Y sigo sin comprender las razones por las que lo escribió. No fueron, ciertamente, las de tratar de comprender al padre, explicarnos por qué un hombre normal, un padre de familia, profesor de instituto, acaba muriendo como muere ese hombre. La única conclusión apenas perceptible del libro es la comprensión del propio Karl Ove acerca de que tenía a su padre muy metido dentro; a pesar del rechazo que experimentaba por él, muchas de las cosas que hacía lo tenían como referencia. Las inexplicables lágrimas vertidas, a mi juicio, solo pueden provenir de la necesidad de un padre, que ahora ya, definitivamente, estará insatisfecha.
Ese  párrafo final acerca de lo que es la muerte, me parece a mí que es, también importante, pero más racional, más para, eso, dar una razón a la escritura de este libro.
Así que cierro el libro, me lo meto en el bolsillo, llamo a Poncho y emprendemos el regreso. Se oyen los gritos de los entrenamientos en el Pepe Gonçalvez. Nosotros subimos hacia la Avenida Escaleritas por el parquecillo que hay enfrente.
Un anciano empieza a bajar las escaleras, a un lado el bastón, al otro la barandilla. Cada paso es dado con una lentitud minuciosa. Me ofrezco, mira tú qué jechura, a ayudarlo. El anciano me mira, luego mira hacia adelante, hacia abajo y continúa su proceloso descenso.
– No, gracias, muchacho, no hace falta. No tengo prisa por llegar a ninguna parte. Nadie me empuja. Esa, solo espera –dice señalando con un gesto de la cara hacia atrás. Miro hacia atrás, pero no hay nadie.
» Todo lo más –continúa– hace tintinear las llaves. No sé para qué lleva unas llaves. Pero las hace tintinear. Y pese a mi sordera las oigo perfectamente. Y oigo perfectamente cada grano que cae. Y sigue cayendo, y no se acaban nunca. Que si no fuera por esta artrosis y el dolor de cadera le aflojaba un bastonazo a esa puñetera clepsidra que ibas a ver tú si se acababa o no se acababa todo de una vez...
Así siguió bajando y hablando y bajando. Poncho y yo lo miramos un buen rato. Dejamos de entender lo que decía. Me aseguré que llegaba sano y salvo al siguiente descansillo y luego continuamos escaleras arriba. Vamos Poncho. A ver si miramos qué vamos a leer ahora.

Postdata: Voces de Chernobyl, de Svetlana Aleksiévich

martes, 4 de diciembre de 2018

Singularidades ausentes, ¡ay!

Sinceramente, cuando leo los titulares de la mayoría de las entrevistas de algunas revistas de orientación literaria, me digo: no sé por qué quiero ser confundido con toda esa panda de gilipoyas (así, con y griega, porque me parece más natural). Lo digo porque a veces siento pena de mí, de no disfrutar de esa atención por parte de los otros, esa pequeña relevancia que parece que nos ayuda a creer más en nosotros mismos, a tener más confianza en el lugar que ocupamos, en el resultado de lo que hacemos; aunque no hagamos nada, que muchas veces somos como el personaje del chiste que le pedía a Dios que le concediera un premio de lotería  pero no se le ocurría que primero tenía que comprar el número.
Pero después me pienso, o me oigo, o me leo con percepción de otro, que me pasa mucho esto de percibirme desde fuera como si yo fuera otro de mí, y, por ciero, casi nunca el resultado es satisfactorio, salvo en algún que otro texto, entre los que no voy a incluir, por cierto, este, por no entrar en una dinámica excesivamente autoreferencial, y me doy cuenta con horror de que yo también soy uno de esos gilipoyas que digo, y que probablemente pienso las mismas o parecidas gilipolladas (esta, en cambio, me gusta con elle, no sé, caprichos de gusto), y que también las digo con orgullo, como ellos, como si estuviera sentando cátedra o arengando a los discípulos, o como si gritara en el desierto mis razones ciertas que la plebe embrutecida es incapaz de comprender, y que si a mí, como a ellos, no me parecen estupideces, generalmente estereotipadas, que se repiten incansablemente, que repetimos incansablemente todos los que en algún momento creemos tener razones para odiar el mundo porque el mundo no nos valora como nosotros nos merecemos, es solo porque las digo yo, y porque me las creo de verdad si es que de verdad las digo creyéndolas y pesan en mi ser, por decirlo poéticamente, refiriéndome a que las creo fundamentos de mi pensamiento y de mi comportamiento vital y cotidiano, o no me las creo pero las digo irresponsablemente porque suenan bien y eso es lo que en el momento de decirlas me parece más importante.
Y, en resumen, que pienso que diga lo que diga, digan lo que digan, nada se salva de esta dialéctica cerrada, circular, o esférica, donde solo lo que yo digo tiene la validez de que lo he dicho yo y sé las razones por las cuales lo he dicho, y en cambio lo mismo expresado por otros suena irremediablemente falso, flagrante mentira o inconsciente falsedad de un gilipoyas que es incapaz de mirar con un poco de lucidez el mundo que le rodea.
En cualquier caso, hay tanta carencia de singularidad.

jueves, 29 de noviembre de 2018

Pero tú ya lo sabes


Los recuerdos no cansan.
Cansa recordar.
Un cansancio de dioses, como dicen que dice Kafka, que hasta las heridas cierra de cansancio.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

Yo tenía que haber sido Bernardo Soares

Yo podía haber sido Bernardo Soares. Tengo todos los papeles para haber sido Bernardo Soares, pero salí mal. Salí yo. Incomprensible. Un fallo en la  maquinaria de la naturaleza. Una mutación de algún gen, una mala lectura del ARN. O simplemente que seguí el camino equivocado; que no puse la voluntad suficiente; que fui débil. No puedo culpar a los otros de no haber sido Bernardo Soares. Solo a mí.
Ya de pequeño le tenía afición a la melancolía; lloraba por cualquier cosa. Por un amanecer con gallos. Por el olor de la lluvia en la calle. Porque mi madre no me dejaba el pijama debajo de la ropa de ir al colegio. Por cualquier cosa. Pero no un llanto perretoso de niño con caprichos sin satisfacer, no, sino un llanto de estar encogido en las esquinas, arrugado sobre mí para que no me vieran, para que  no me oyeran, para que no supieran que existía.
Después, de adolescente, también cumplí como debía. Huía de la gente. Andaba como sonámbulo, medio sonriéndole al aire. Me abrazaba a los árboles. Escuchaba las farolas. Y lloraba en silencio dejando que las lágrimas corrieran por mi cara como caballos, como viento.
Y me hice aún más grande, como tenía que ser. Y me dí a la bebida. Me di mucha bebida. Y babeaba mucho y les recitaba, ebrio, poemas a las chicas, ebrias, que aún no había huido. Me aprendí muchos poemas con esa intención. Pero los olvidé todos porque la bebida es muy mala, sobre todo en la resaca.
Todo iba bien, estaba a punto de eclosionar Bernardo Soares. Pero me agosté.
Conocí a esta mujer, que de buena, de inocente, le torció el brazo al destino sin saberlo. Y el destino salió gañendo como perro maltratado. Y me dejó sin destino. Con el hueco limpio y reluciente para uno nuevo. Y ella lo rellenó con algodoncitos, y encajes.
Yo peleé. No crean que no peleé al principio. Que no lloré por mi destino huido, el muy cobarde. Que no quise seguirlo. Pero, ¿adónde?, me decía ella muy razonable. Y yo lo comprendía bien, ¿adónde?
Terminé los estudios mientras me lo pensaba. Y luego me hice funcionario. Ya ven. ¿Qué perro había que me quería decir algo? Más tarde tuvimos un hijo y luego dos. Y entonces vino un perro. Y lo sacaba a pasear. Y así todo. Ya saben.
Y un día encontré ese libro.  Y no podía creerlo. Yo era ese Bernardo Soares. Quiero decir. Yo tenía que haber sido ese Bernardo Soares. ¿Quién es ese Fernando que me lo ha robado? ¿Cómo se me adelantó tanto tiempo? Una luz se me encendió allá adentro. Una luz muy tenue. Y lo comprendí todo. Una comprensión efímera, si me entienden lo que digo, que se te va entre los dedos antes de que empieces a sentirla. Lo supe.
Supe quién debí haber sido y quien era. Supe que también estaba bien, que tampoco estaba mal. Que no era ni mejor ni peor. Que habrían días buenos y días malos. Que el destino se había cumplido porque había habido un Bernardo Soares. Aunque no hubiera sido yo.
Tal vez haya un pobre que haya descubierto, por ahi tirado en alguna cuneta, manchado de vómito, costras en los pantalones y en el pelo, entre neblinas pegamentosas de pensamiento, que haya descubierto, digo, al verme pasar del brazo de mi señora, de la mano de mis hijos juguetones, con mi perro, que él tenía que haber sido yo, y que falló algo; tal vez él, como fallé yo, en lo mío.

martes, 20 de noviembre de 2018

Lo que va de la indiferencia a la soberbia

Lo que va de la indiferencia al desatino, usándolo también como sustantivo, esa es la medida del ser al que ninguno estamos ajenos, salvo los que nunca han sido, que no tienen acceso, y los que no serán, que serán expulsados. Midámonos como nos midamos, con hombres o con mujeres, seamos cosas o razones, nunca damos la altura, por eso acudimos a los grados, y nos degradamos unos a otros, unos ante otros, yo ante ti, que no lo merezco, ni tú lo merecías, que te debía entero o ninguno, y tú, sola tu, y no toda, que te crecía como inmensa nube a la que se entra y nunca se está –y hace frío y tiemblas por su presencia pero nunca la ves–; y tú saludando hola con la manita y la carita sonriente soy una persona qué vas a ser tú menos que TODO sin alternativa; y me quedé sin nada, sin ti. Me lo merecía. Y sé que es pura soberbia.

viernes, 16 de noviembre de 2018

Su lucha

Dice, o vengo a entenderlo yo, Karl Ove, que el propósito de su escritura es recrear el allí, así lo dice él, el allí. Yo interpreto: el momento y el lugar de un pasado en sus detalles, que no tienen por qué ser los más relevantes o los más llenos de sentido para lo que venga después, sino simplemente los que uno recuerda, que muchas veces nunca sabe uno por qué recuerda unos detalles y otros no. También cuenta que un amigo le recrimina que en sus textos no hay una historia. En efecto no percibo un motivo o  más bien una dirección hacia la que apunte lo que va contando. No hay una conclusión de la historia y suculun suculorun, no hay una moraleja, una anécdota que recrear, hay solo un fluir del texto y de la vida que el texto intenta reflejar. Y digo del texto porque está escrito, pero la palabra tampoco tiene relevancia, quiero decir, es solo un medio y no parece estar presente en la mente del autor ninguna intención de juguetear con sonidos, sentidos reflejos, metáforas, etc. salvo las estrictamente necesarias para reflejar lo que quiere contar. En lo del flujo debo tener razón porque ya va por seis libracos y si la referencia a En busca del tiempo perdido del primer capítulo tiene algún sentido, lo mismo le falta un séptimo. Esta sería la única relación porque me parece que el propósito de la obra de Proust era otro, mucho más relacionado con la melancolía de unos tiempos ya perdidos, con unas atmósferas, con una emociones, retorcidísimas, por cierto, y contadas al milímetro en los últimos libros. En fin, no los creo comparables salvo numéricamente, si es que este hombre, que todavía es un chiquillo, como quien dice, se para en el séptimo.

martes, 13 de noviembre de 2018

domingo, 28 de octubre de 2018

Un hombre de acción

Estaba leyendo el libro El sutil arte de que (casi todo) te importe una mierda. Allí se habla de un japonés, Noara Suzuki que después de la universidad decidió echarse al camino y recorrer el mundo. Así estuvo durante cuatro años, a la pata de la llana, durmiendo donde caía la noche, donando sangre para obtener algún ingreso y así. Cuando regresó a su casa no se amañó a la forma de vida de la civilización y volvió a echarse a la calle. Esta segunda salida tenía tres objetivos: encontrar al último soldado japonés en Filipinas, encontrar a un oso panda en su hábitat y hallar al Yeti o Abominable Hombre de las Nieves. Consiguió los dos primeros objetivos (el último soldado japonés en filipinas se llamaba Hiro Onoda, y dejó la lucha en 1975, después de que Suzuki lo convenciera, no sin antes haberle traído desde japón a un señor que trabajaba en una floristería y que había sido durante la guerra comandante de Onoda, fue él el que ordenó al viejo soldado que depusiera las armas) y sucumbió ante el último, una avalancha lo sepultó.
Esta historia de Suzuki me recordó a la de Chriss MacCandless, aquel chico que contaba Krakauer en Hacia Rutas Salvajes, que después de la universidad se echó al camino después de regalar todos sus ahorros -los ahorros que sus padres habían guardado para él- a una institución benéfica. Quería entrenarse para vivir en Alaska y se recorrió Norteamérica viviendo como vagabundo donde le pillaba el día y la hora, trabajando por comida o por cama. Hasta se lanzó a unos rápidos de un río para probar si era capaz de hacerlo. Luego, en efecto, subió a Alaska, pertrechado como un trampero, pero sin la experiencia de un trampero, y murió de hambre. (tengo una emocionante entrada sobre esto)
Ahora estaba leyendo las sucintas biografías de estos tíos que estoy oyendo, Light in Babylon (al principio creí que era el título de la canción, y que el grupo se llamaba Kipur). La cantante es hija de judíos iraníes que huyeron de Irán a causa de la revolución. Después, ella, de mayor, se marchó de Israel a recorrer el mundo cantando por las calles para obtener ingresos. Lo mismo hizo un Ingeniero francés que dejó su trabajo y se fue a caminar hacia la India, pero conoció por el camino, en Bulgaria, a uno que tocaba por las calles y se juntaron luego con la chica en Turquía. Y ahí siguen su vida vagabunda aunque ahora con cierto prestigio internacional que probablemente les permita vivir con cierta soltura pero, dicen ellos, todavía con la completa libertad que habían elegido.
Desde muy pequeñito en  que, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, respondía que vagabundo, siempre he sentido mucha admiración por esa gente que lo es de verdad. Que se echa al mundo no por obligación o empujado por la mala suerte o las peores circunstancias, sino porque sí. Admiro y leo con entrega los relatos de los exploradores de los polos, los viajeros en el África inexplorada, los propios conquistadores españoles en América. Durante muchos años mi libro preferido fue En el camino, de Jack Kerouac...
 Y aquí me tienen, sentado en mi casita, con mi familia, mi sueldo fijo y mi perrito que me despierta cada mañana para que lo saque de paseo sin falta. Soy todo lo contrario a eso que digo admirar. (Supongo que, la propia palabra lo dice, mirar, solo puede mirarse lo de afuera, lo que uno no es, -el ojo no se ve-) Soy un sedentario bastante convencido. El mejor lugar del mundo es mi casa, y ni un segundo que pase en ella es tiempo perdido. La calle me aburre, la gente me repele. Aquí dentro está el universo entero, como dentro de aquel Aleph de Borges y apenas necesito mucho más. Mentira, claro; tengo que salir todos los días a trabajar y ganarme el sustento que me permite mantener esta construcción ideal, pero en cuanto cumplo con el paripé salgo pitando de nuevo a la cuevita sin ningún interés por lo que dejo detrás o alrededor mientras regreso.
Es tal mi sedentarismo que cuando voy de viaje imagino esos lugares por los que paso como lugares en los que asentarme. Me inquietan los lugares de paso que no llego a conocer y por eso me parecen amenazadores. Prefiero establecerme al menos por un par de días en cada estación hasta llegar a percibir algo de su ritmo cotidiano, solo así empiezo a sentirme a gusto en un lugar. Y sí, sueño con establecer mi hogar en todos los lugares del mundo al menos por un ratito. Me gustan los lugares no por el placer que sienta observando sus monumentos o sus paisajes sino por el deseo que sienta por establecerme allí. Y en realidad siento deseo de establecerme en cualquier lugar donde aún no lo haya hecho. Mis proyectos de viajes no son recorrer los caminos sino establecerme por un tiempo en cada hito, una especie de sedentarismo nómada. Sería un viajero lento y acomodaticio, no uno de esos exploradores de las fronteras y los lugares inaccesibles. El que se aparta del camino para dejar pasar a los que corren y mientras se posa el polvo que han levantado, se echa una siestecita, se hace un café, lee un libro y como ya es demasiado tarde para continuar, pues montamos aquí el campamento y ya veremos si continuamos mañana.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Dárshan



Muchas veces -tan pocas veces- nos sucede que no sabemos reaccionar ante la belleza (define belleza diría Cat, un personaje de la película de Wim Wenders El final de la violencia), cualquier forma de belleza, que es cuando el disfrute de la percepción de un fenómeno externo nos desborda hasta el punto de padecer por no poder acaparar más de ese goce y por la certeza de que se extinguirá de un momento a otro.
Entonces tenemos que hacer algo: gritar, masturbarnos, llorar, o todo a la vez (qué visión más patética) y sentirnos profundamente insatisfechos. Y es cuando nos damos cuenta de lo desoladoramente limitados que somos o estamos (más bien los segundo que lo primero, pues comprender esa belleza no hace sentirnos limitados en nuestro cuerpo)

Entre los hindúes hay una actividad que practican los discípulos con sus maestros. Es la, llamémosla, contemplación (Dárshan), que consiste en que el maestro está ahí y los discípulos lo miran. Lo miran arrobados, extasiados, en silencio, y el maestro les mira, les sonríe, a veces les dirige la palabra, o les toca, si es que se pasea entre ellos o hace un gesto para que algún afortunado se acerque.

Y ya está. No se trata de que les exponga unas enseñanzas o de que realice unas ceremonias, eso queda para otros momentos que también los hay. Ahora, durante el Dárshan, él está ahí, se pasea o no entre ellos, les habla o no, y ellos le miran como enamorados -otra de las formas de la belleza.

Ellos creen que esta simple contemplación les transmite energía; les carga de esa energía que les empuja a persistir en el camino hacia la trascendencia, la purificación, la refinación del alma hasta conseguir atravesar esa apariencia que es la realidad e ingresar en la auténtica realidad que subyace detrás. O algo así.

Será verdad o no. Nosotros, aquí en Occidente, transcurrido un instante de éxtasis e impotencia, nos secamos las lágrimas, no lavamos las manos, pedimos disculpas por el leve descontrol al que nos hemos dejado arrastrar, y a otra cosa, mariposa.

sábado, 15 de septiembre de 2018

No sé; una cosa sobre palabras y semáforos y la civilización occidental.

 Estaba poniéndome un comentario a mí mismo a cuenta de haber utilizado "purpo" en lugar del "pulpo" y me salió tan largo, como comentario, que me digo, dígome, ¿por qué no aprovechamos para incluirlo en otra de mis heteróclitas entradas?; y, dicho y hecho, voy y aquí estoy:


Yo sé que "purpo" está mal escrito. Y ese es su encanto. Y espero, por todas las fuerzas de la naturaleza desatadas, que nunca sea incluida en el diccionario de la RAE (...puse:como lo fue "cocreta", palabra que antes de su reconocimiento me gustaba tanto por lo que tenía de popular y que ahora me parece zafia y ordinaria), pero se me ocurrió comprobarlo y, en efecto, NO ESTÁ, nunca ha sido incluida; tal vez haya sido alguna vez propuesta y los que informaron de ello la dieran ya por definitivamente aceptada; tal vez no les preocupara todo lo demás sino el simple hecho de poder informar que "cocreta" estaba propuesta para ser aceptada como palabra, si no correcta, al menos admitida en el recinto sagrado de las palabras. 
En cambio sí define:  [como "posverdad" la "distorsión deliberada de una realidad que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales"--palabras del director de la RAE en una conferencia, según cita el Diario.es], de lo que, al parecer, no nos salvamos ninguno...bueno, ninguno de los que somos tan perezoso que preferimos creernos lo que nos dicen a tomarnos la molestia de comprobarlo. Generalmente porque es algo tan irrelevante que ni nos merece la pena estar haciendo esos esfuerzos. 

Pero irrelevancia a irrelevancia es como se va construyendo el sistema de creencias en el cual estamos sumergidos y es sobre lo que se sostienen las verdades más determinantes de nuestra existencia cotidiana.

Tal vez me aparte del tema pero me acuerdo de un suceso del que fuimos espectadores el otro día, y fue que justo íbamos a cruzar un semáforo en rojo por el que no estaban pasando coches ni se preveía que fueran a pasar en el tiempo que nos tomaría cruzar la calle, cuando observamos que en el otro lado habían unos guardias que esperaban pacientemente a que el semáforo se pusiera en verde. Más por el temor a la autoridad que por seguir su ejemplo nos paramos nosotros también a esperar el verde, pero no hicieron lo mismo unas chiquillas que, prescindiendo de autoridad y ejemplo, saltaron a la calzada y comenzaron a cruzar. Uno de los guardias las llamó y las obligó a regresar a la acera hasta que el semáforo nos diera paso, y las chicas, entre protestas, obedecieron.
No nos gustaron las formas de emplear la autoridad de los guardias, pero tampoco nos gustaron las formas anárquicas e irrespetuosas de las jovencitas, y sin embargo tendíamos a darles la razón a ellas, debido a que, en efecto, esperar a que un semáforo en rojo se ponga en verde para cruzar por una calle por la que no pasan coches es un acto que se antoja un poco absurdo, inútil; y que ser espectador del ejercicio de la autoridad usado de manera poco elegante no es un espectáculo que mueva a simpatía.

Pues bien, enlazando con esas irrelevancias que decía arriba, la civilización occidental, con sus cosas buenas y sus cosas malas, pero que la mayoría de nosotros preferimos a otras, se construye en base a estas pequeñas irrelevancias. A mí me sigue pareciendo maravilloso que en nuestras calles, los coches tengan la tendencia, en su mayoría, a pararse delante de un paso de peatones previendo que hay una o más personas con intenciones de cruzar. Me parecen fascinantes los semáforos y su orden de pasar y no pasar hayan o no coches de por medio. Si todos tuviéramos verdaderamente interiorizadas todas esas normas de comportamiento, nuestras sociedades serían esos auténticos lugares seguros en los que todos hemos querido vivir durante generaciones y generaciones y que, por alguna razón, somos incapaces de construir, o de permanecer en ellos una vez que tenemos todos los elementos para lograrlos.

Los guardias, probablemente, no eran conscientes de que estaban defendiendo a la civilización occidental cuando llamaron la atención, tan irrespetuosamente, a aquellas irrespetuosas muchachas; estaban más pendientes, probablemente, del desacato a la autoridad que la desinhibición juvenil les infería, pero de alguna manera contribuyó a que este sistema no se desmorone, como sí lo estaban haciendo las jóvenes con su aparentemente banal comportamiento.


miércoles, 12 de septiembre de 2018

Materializaciones

“Los diferentes estímulos sensoriales a que el hombre reacciona –táctil, visual, gustativo, auditivo y olfativo– son producidos por las vibraciones variadas de electrones y protones. Las vibraciones, a su vez, son reguladas por los «vitatrones», fuerzas sutiles de vida más finas que la energía atómica, inteligentemente cargadas con las cinco distintivas ideas-substancias de tipo sensorio. Gandra Baba, poniéndose a tono con las fuerzas cósmicas mediante ciertas prácticas yoguis, era capaz de guiar los vitatrones de manera que coordinasen su estructura vibratoria y objetivaran el resultado que deseaba. Sus perfumes, frutas y otros milagros eran vibraciones actualizadas en términos de percepción mundana y no una sensación interna hipnóticamente producida”.

Esta es la razón que da Paramahansa Yogananda para explicar las materializaciones; en este caso, perfumes, aromas que Gandra Baba era capaz de generar de la nada y colocar donde le diera en gana, la palma del autor, por ejemplo. También he visto en youtube que Sai Baba tenía esa capacidad, esta vez con cosas que extraía de la tierra después de haber juntado un montoncito y rebuscar dentro de él.

Lo que me llama la atención de la explicación no es esa vaga alusión a protones y electrones cuyas vibraciones, según esto, acaban estimulando nuestros sentidos y suministrándonos las percepciones, sino ese misterioso «vitatrón» que recuerda mucho al Polvo de las novelas de Pullman, La materia oscura, que en esa novela cumplía ese papel de despertar a lo que era materia simplemente inerte. Allí la materia oscura era una especie de entidad que dotaba de inteligencia a aquello sobre lo que se posaba, dicho así muy a la ligera. Lo que se sugería es que la aparición de aquel Polvo coincidía con el paso del ser humano desde su estado puramente animal hacia su despertar a la autoconciencia.  Luego se enredaba todo mucho con una gran batalla de entidades superiores entre las que, por cierto, Dios era un viejecito venerable y temeroso que había dejado en manos de su segundo el control de la situación, el cual pretendía acabar de una vez con todo, o algo por el estilo. Al final ganan los buenos. Creo.

lunes, 3 de septiembre de 2018

El confort y la culpa

Estoy muy preocupado porque mi sentimiento de culpa se está volviendo hipersensible. Antes no lo notaba hasta que me sorprendía en falta flagrante, lo que ocurre tan esporádicamente que soy incapaz de exponer un ejemplo, o cuando en la carretera me hería el resplandor verde de un vehículo de la guardia civil. (En tres encuentros con guardias civiles que he tenido los tres han acabado en multa, siempre una multa inocente, ridícula, nada de ir a doscientos por la autopista en sentido contrario o triplicar la medida de alcohol en sangre; el dichoso itv que se me pasa,o ir a la pavorosa velocidad de 80 kilómetros por hora por un carril de aceleración que ya marca 60 han sido mis faltas).
Pero de un tiempo a esta parte no hay actividad en la que no me sienta culplable. Desde en el trabajo donde, dada mi absoluta falta de pasión por lo que hago, siempre pienso que estoy obstaculizando el prometedor futuro de un joven y ambicioso doctorando, hasta cada vez que miro a una mujer que me parece hermosa, porque siento sobre mí las iras de todas las feministas y el resentimiento de todas las otras mujeres que no me parecen hermosas, más el desdén de todos los homosexuales por no prestarles la misma atención. Pero el problema se extiende, como digo, a toda actividad. Llegar a mi casa y alegrarme de tener un hogar en el que refugiarme de las hostilidades del mundo es acordarme de los millones de inmigrantes que intentan alcanzar nuestras fronteras europeas y nosotros, mis impuestos, mis representantes, se lo impedimos con saña al mismo tiempo que clamamos al cielo porque este país y toda Europa está envejeciendo a velocidad de tobogán porque los jóvenes ya no quieren tener hijos, y entonces me siento culpable por haber tenido solo una hija disponiendo como dispongo de una situación económica que me hubiera permitido al menos otro hijo, fuera del género que fuere. Y esto me lleva, claro, a sentirme culpable de tener una situación económica desahogada dadas las estadísticas que aseguran que por lo menos un treinta por ciento de este país anda rozando los límites de la pobreza o está declaradamente hundido en ella.
Y si miro la televisión me siento culpable por lo estúpido que me siento  mirando la televisión, lo poco que nos deja ver entre tanda y tanda de anuncios, pudiendo apagarla y ponerme a leer la multitud de libros pendientes de leer que tengo, y entonces me entra culpabilidad por tener todos esos libros pendientes de leer y que nunca se terminan porque apenas empiezo a ver huecos en esa estántería se me afloja el sentido de culpa por acumular tantos libros en casa y compro alguno nuevo que me hace sentir culpable por tener tantos libros llenándose de polvo en las estanterías, muchos de los cuales no he vuelto a releer y de entre ellos un buen montón de los que ni recuerdo de qué trataban, y que miro con culpa, y mientras pasan los anuncios me levanto y hojeo y casi les prometo que un día... un día...
Y cuando voy al mercado me siento culpable también por poder disponer tan cómodamente de frutas y verduras y carnes y pescados frescos cuando muchos de mis conciudadanos no pueden permitírselo,no solo porque no tienen un mercado en las inmediaciones al que acudir cómodamente,  solo grandes supermercados que nunca se puede saber de dónde demonios traen los productos que venden y a qué condiciones han adquirido esos productos a los productores, que a consecuencia de los bajos precios a los que se los pagan deben mejorar las producciones haciendo uso de cuanta química se haya inventado para ello a pesar de cómo dejan la tierra y cómo nos dejan a nosotros que ya no sabemos ni qué nos estámos llevando a la boca, sino porque los precios para según qué economías tampoco son los más asequibles, por qué lo vamos a negar (hay quien sobrevive exclusivamente a fuerza de comida congelada). Y cuando compro en el mercado me siento culpable de rechazar las bolsas que me ofrecen para envolver cualquier producto que adquiera como si hubiera una especie de terror a que los alimentos se pongan en contacto unos con otros, ni que tuvieran miedo, como en aquella novela de Flann O'Brien el policía temía convertirse en bicicleta a fuerza de contacto de su trasero con el sillín, de que unos alimentos acaben fundiéndose con otros. Por sentimiento de culpa guardo las bolsas en las que la panadera me deja el pan cada día y las utilizo para evitar que los dependientes me endilguen las suyas. Y sí, me siento culpable de no indicarle a la panadera que me deje el pan en una bolsa de tela, ya lo intenté una vez pero la mujer ponía tales inconvenientes que lo dejé estar.
Y entre culpa y culpa se desarrolla mi vida. Es ridículo pensar que toda esa culpa es, tal vez, por exceso de confort y eso me hace sentir culpable por lo ridículo que es y porque, demonios, no sé si me merezco esta vida tan favorecida que me ha tocado en suerte.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Flechazo.... errado

Fue en el supermercado. Nos quedamos mirando uno a la otra y la otra al primero. No quedó más remedio que sonreírnos y saludarnos.
-Hola -dijo ella.
-Hola -dije yo.
-¿Nos conocemos? -continuó ella. Lo que rompe el encanto porque lo que uno creía que era una especie de flechazo espontáneo se puede convertir en una simple confusión de alguien que no tiene mucha pericia en reconocer una cara.
-No, qué va -respondí yo-, mi vida no es tan interesante.
Y entonces ella me miró así como diciendo, y este de qué va, y continuó su camino como si no hubiera pasado nada.
Yo también, pero reconozco que el hecho de estar en el pasillo de las cervezas me sirvió de estímulo para no mostrar mi completo desacuerdo con el paso del tiempo y el poco beneficio que me ha tocado en el reparto de atractivos.

jueves, 23 de agosto de 2018

Nueva tanda de películas disponibles en youtube




Los conquistadores de Atlantis (Kevin Connor, 1978, Reino Unido)

Una expedición marina en medio del océano. Con un pequeño batiscafo buscan evidencias arqueológicas en el fondo y las encuentran, una enorme estatua de oro. Cuando la suben al barco los marineros inician un motín para quedarse con la estatua, pero un enorme pulpo los ataca. El pulpo se lleva a la mayoría de marineros y además a los dos que iban en el batiscafo, los introduce en su cueva y de pronto aparecen en la superficie. Pero no es exactamente la superficie sino una burbuja en el fondo del mar. Un señor vestido muy raro les dice que están en lo que queda de Atlantis. Allí al profesor se lo llevan a conocer la jerarquía mientras que la metralla está destinada a mano de obra y soldados. Pero ellos se escapan durante el ataque de unos grandes monstruos marinos. Mientras, los jerarcas explican al profesor que proceden de Marte y que tienen el propósito de dominar la Tierra por medio de su mente hasta conseguir que los seres humanos alcancen una tecnología que les permita marcharse de este planeta. Para ello necesitan por lo visto la mente del profesor, pues ellos tienen técnicas de control de la mente que les permite utilizarla para algo más que fantasías y matemáticas. Los amigos del profesor no quieren marcharse sin él, así que lo van a buscar. Y luego tras muchos avatares y algún que otro muerto, consiguen llegar al barco. Pero el haber atravesado juntos esas aventuras no parece haberlos unido más, cuando llegan arriba, a la vista de la estatua de oro, se reanuda el motín solo que ahora con la aquiescencia del capitan. Encierran al profesor y a su amigo -el padre del profesor se había quedado en el barco junto con un grumete- y entonces vuelve el purpo que se come a los malos y se lleva la estatua.

Anon (Andrew Nicoll, Alemania 2018)

Todo el mundo tiene implantado un chip que los mantiene plenamente identificados. Los policías pueden acceder a los registros de ese chip para saber exactamente qué es lo que ve cada fulano. Los crímenes se resuelven así, accediendo a esa información. Pero hay una serie de crímenes que  son raros porque lo que parece ver la victima es a sí misma desde el punto de vista del asesino. En realidad lo que la victima ve realmente es probbalemente oscuridad. Todo eso se debe a que el asesino es un hacker estupendo que manipula toda esa información incluso en tiempo real. De modo que usted no ve realmente lo que sus ojos están mirando sino lo que el chip le dice que sus ojos están mirando.
A los tipos que han conseguido desasirse del sistema se les llama anónimos y para el sistema son un peligro. Estos anónimos venden sus servicios profesionales ilegales para hacer desaparecer información de los registros, técnicamente para cambiar el pasado de las personas. Este asesino debe ser uno de esos hackers.

Lapso de tiempo (Bradley King, 2014, EEUU)

Tres chicos descubren que el vecino de enfrente es un científico que ha inventado una máquina que hace fotografías del futuro, con un día de antelación. Todos los días a las ocho de la noche toma una fotografía que se corresponderá con el día siguiente a esa hora. La cámara, un enorme trasto inmovible, apunta hacia el ventanal del salón de la casa donde viven los muchachos. El científico está muerto. Murió en su trastero del sótano causa de un accidente. Debió quedar encerrado. Los muchachos deciden no revelar este descubrimiento a la policía, sino aprovecharse de la máquina para hacer dinero con apuestas. La cosa va bien hasta que el corredor de apuestas se interesa por conocer de dónde viene tanta suerte. Después se complica cada vez más, con muchos muertos por medio.
¿Cómo lo hacen? Pues ellos pueden ponerse mensajes que saben que ellos mismos verán el día anterior. Por ejemplo miran quién fue el ganador de cualquier apuesta hoy y se lo comunican a sí mismos ayer, que comprará el número o hará la apuesta y ganará seguro.
Interesante, si yo pudiera decirme algo a mí mismo de ayer qué me diría.


Göl Zamani (afer Özgül Turquía 2014)
Está en turco sin subtítulos.

Dos chicos están paseando por el campo. Un hacendado los invita a su casa. Pasan la noche allí. Uno de ellos descubre de noche al hacendado fumando -¿hachis?- y escuchando música vestido de militar. Este lo invita a tomar una copa. Luego, paseando por el bosque a la luz de la luna, se encuentra con una silenciosa chica. Al día siguiente despierta solo en la cama pero nos insinúan que ha habido rollo. Cuando sale de la habitación hay una chica preciosa esperándole, debe tratarse de la misteriosa desconocida de la noche, con un gesto le retiene para que mantenga en secreto el encuentro.
Espera junto al carro para marcharse, cuando su amigo sale. Creo que le dice que no se va con él, que por lo visto ha tenido rollo con la hija del hacendado y se queda. Se le ve al tipo algo molesto por dejar a su amigo allí.
En la estación está la chica misteriosa. Algo se dicen.Él se va en el tren y ella se queda poniendo una cara algo preocupada o disgustada.
Pasa el tiempo. El está en su trabajo y ella entre por ahí. Se pasean, hablan. Hay algo de discusión.
El amigo se casa con la hija del hacendado. La mujer está un poco inquieta y la chica misteriosa la consuela. El tipo viene a la boda. Habla, como a escondidas, en el bosque, con la chica misteriosa. Parece que no terminan de arreglarse.
Una de mis hipótesis es que la chica misteriosa era la mujer del hacendado, pero me da que no porque él entra en su habitación y la besa en la frente y ella apoya su cabeza en su hombro.
Pasa el tiempo y el tipo va a visitar al amigo que ya tiene bigote, una consulta médica y dos hijos, uno de ellos de unos diez doce años. No viven en la casa del campo, pero van a visitarla. El criado del hacendado está, esta vez, muy solícito, cuando en otras ocadiones actúa bruscamente. El muchacho, por alguna razón no quiere estar sentado allí y se va. El criado del hacendado había ido a buscar un par de vasos de leche y se queda con ellos en las manos. En el camino de vuelta, él tipo en el carro, se la ve a ella paseando con un niño de unos diez doce años. El duda en si ir a saludarla, pero al final decide que no. Cuando él ya se está alejando ella de pronto mira y sabe que él va en el carro. Mira como melancolía. Se diría que casi reprime el impulso de llamarle.
El va a putas de vez en cuando. Lo tratan muy bien en el bourdel A renglón seguido lo vemos con una chica mirando un piso. Ella está muy contenta.
Están comiendo en el restaurante. Hablan. De pronto empezamo a ver a otra mujer. Es ella misma y ahora en la mesa hay dos niños. Ha pasado el tiempo, ya son un matrimonio veterano. Además él tiene bigote.
Tienen problemas conyugales. Ella no está satisfechas con algo.
El intenta escribir, pero no parece que le de resultados. Bebe una cosa blancuzca.
Después, en un banco en la orilla, ya de una botella en plan borracho.
Un muchacho, de unos veinte años, está esperándole a la puerta de su casa. Debe ser el hijo de su amigo, porque luego nos encontramos en una habitación con su amigo en la cama.
Lo va a visitar al hospital y también deja que el muchacho vaya a su casa y se duche y eso. Luego, los dos lo acompañan en tren a su casa.
Ahí está la mujer y la hija. El trato que le da la mujer a este amigo es siempre de disgusto, como si no le agradara que él anduviera por ahí.
¿Estará ahora por fin echándole la bronca a este amigo por haber sido tan ... con su hermana?
Ahora, después de haber hablado con su amigo él va a visitarla.
No ha habido una conversación amable entre ellos. Por lo menos él no ha salido nada contento. ¿Será ese el hijo de él y de ahítodo el drama? Le cierran la puerta y le apagan las luces. Él se queda a oscuras delante de la casa.
Cuando él paseaba por esos bosques, la segunda vez. Encontró a la gitana que tenía echado en el regazo a un hombre que parecía un moribundo. Ella le ofreció una manzana y él la rechazó. Luego él le ofreció dinero, pero ella se mantuvo indiferente. Ahora la gitana lo ha guiado con un farol hasta su casa, una chabola hecha con trapos y maderas. Le ha invitado a entrar y le ha hecho un gesto para que se echara en su regazo. Él lo ha hecho.

El silencio (Sokout) (Mohsen Makhmalbaf, 1998, Irán)
Subtitulada en inglés.

Un niño ciego trabaja para un fabricante de instrumentos como afinador. Su mandre y él están a punto de ser echados de su casa por el propietario, porque llevan un tiempo sin pagar. La madre insiste al niño que pida un adelanto a su jefe, pero este, en realidad, le quiere echar porque los clientes se quejan de que los instrumentos están mal afinados y además el niño siempre llega tarde al trabajo. En efecto, llega tarde porque, aunque trata de evitarlo taponándose los oídos, no puede evitar seguir una música agracdable cuando la escucha por el camino. Cuando su jefe lo despide, busca agrupogrupol músico que le distrajo para que vaya a hablar con su jefe y le explique que él fue la causa de que el niño llegara tarde. Pero egrupol ya el jefe no está. El músico se ofrece a ayudarle en lo que pueda, pero lo único que puede es interpretar música para ablandar el corgrupoazón del propietario, lo que es inútil porque al propietario no le gusta la música, solo el dinero. Al final los echan.
No he hablado de la niña, aunque acompaña siempre al niño, es una protegida del jefe. Todo esto no importa porque lo que importa es no sé, la imagen de la película, un tomo como de años setenta u ochenta, un poco desvaído. El lugar debe ser alguna ciudad del norte de irán, colindando ya con azerbayan o Turkmenistán, sospecho yo. Algunas imágenes, más que escenas, me parecen bellísimas.


The past (Asghar Frahadi, Iranian-French-Italian)
La mentira es lo que duele, no sus consecuencias.
Culpables, culpas y no hechos.
La película es una investigación de por qué se suicidó (intentó suicidar, porque está en coma) la mujer de Samir.
Ahmad, regresa porque Marie le ha llamado para que hable con su hija Lucie (no estoy seguro de que sea hija de Ahmad) que tiene un comportamiento extraño desde que ella está con Samir, además de para que firme los papeles del divorcio.
Cuando Ahmad habla con Lucie, esta se entera de que Marie va a tener un hijo con Samir. Entonces revela a Ahmad que Samir aún está casado y que su mujer está en coma porque se bebió una botella de detergente delante de su hijo. Aquí empieza la investigación.
Aparentemente la mujer de Samir tenía una depresión y en una pelea que tuvo con la dependienta de la lavandería propiedad de su marido Samir, se cogió un arrebato y se intentó suicidar. Pero lo que ocurrió es que por lo visto había recibido los emails que se enviaban Marie y Samir porque Lucie se los había facilitado y a causa de eso se suicidó. Lucíe creía haberse entrevistado con la mujer de Samir y por eso tenía su dirección de email, pero en realidad se había entrevistado con la empleada de Samir, que fue quien se lo facilitó. Esta obró por venganza y por hacer saber a la mujer de Samir que ella no tenía un lío con su marido, sino que este lo tenía con otra mujer con otra mujer.
Yo creo que de lo que trata la película es de la mentira, y de que no importan, anímicamente, las consecuencias de una mentira, que se pueden superar, sino el hecho de que alguien en quien teníamo confianza nos ha mentido. Así pasa entre la hija de Marie, Lucie, y ella, o entre Samir y Marie. Samir y Marie desconfían uno del otro porque no están seguros de que cada uno no esté utilizando al otro para rellenar un hueco emocional.
También trata de la culpa. De sentirse culpables. Lucie en realidad quiere huir porque no quiere enfrentar las consecuencias de sus actos, que supuestamente han provocado el intento de suicidio de la mujer de Samir. Samir se siente culpable por querer a otra mujer, Marie se siente culpable porque cree que a causa de su relación con Samir, su mujer se ha intentado suicidad.
Ahmed también es culpable, e intenta explicar a Marie el por qué él las abandonó cuando lo hizo, pero Marie no quiere escuchar esas excusas, que no importan porque la vida ha continuado y ya no importan.

martes, 21 de agosto de 2018

Sentirse como un tonto

En el momento en que esa voz anónima del teléfono que cree estar hablando con Celâl le dice a Gallip que sabe que él, Celâl y su medio hermana, Rüya, han estado jugando con  él, Gallip, noticia a lo que éste no parece haber reaccionado, se me vino una frase a la cabeza: Sentirse como un tonto.
No sé si han tenido alguna vez esa sensación, cuando te das cuenta de que has sido objeto de una burla ya consumada, no sé, cuando te dan una hora errónea y tú obras en consecuencia para luego descubrir el error, o cuando te señalan un camino equivocado y te das cuenta después de haber avanzado un largo trecho alejándote de tu objetivo que te mintieron. O cuando eres víctima de un timo del tipo de esos en que te devuelven cambio por un cantidad menor a la que tú has entregado y tú estás completamente seguro de la cantidad que entregaste y el otro se niega categóricamente a reconocer su error y además tiene cara de saber que ha sido un error o al menos eso te parece a ti con toda evidencia. O cuando, y nos acercamos al caso de Gallip, te das cuenta de que dos personas de tu mayor confianza han obrado a tus espaldas cuando creías que todo lo que pasaba entre ustedes era común a los tres fuera lo que fuese.
A lo largo de los capítulos en los que busca a Rüya como un sonámbulo y esa búsqueda se ha convertido en la búsqueda de Celâl, Gallip ha ido conociendo mejor a su primo, tanto a través de lo que ha escrito como a través de lo que le han contado otros, sobretodo envidiosos compañeros del periódico, de él, y ha descubierto un Celâl que se va distanciando cada vez más del pariente y amigo y consejero y hasta maestro que ha conocido hasta ahora. También nosotros hemos ido sospechando que la intimidad con Rüya tiene sombras o más bien insatisfacciones por parte de ella que al parecer Gallip no había advertido. (Toda la escena con Belkis, a quien aquella pareja que saludó en una cafetería, en los que reconoció a un compañero de clase en la escuela infantil en él y, casualmente, a una compañera de instituto en ella, negaron rotundamente que hubiera estado en el mismo colegio, de lo que estaban seguros porque ellos, muchas noches, se entretenían en mirar las páginas de los anuarios y recordarse historias de aquellos lejanos y tiernos tiempos, nos lo sugiere), pues, a pesar de ello creo que para Gallip tiene que haber sido una sorpresa enterarse por esa voz ajena que hay una quiebra en esa intimidad que él creía inquebrantable entre él, Rüya y Celâl, y se habrá sentido como un tonto.
¡Qué terrible sentise como un tonto! De pronto se abre un abismo entre lo que te resultaba cotidiano, corriente, normal, seguro y la realidad. Desconfías de todo, te sientes abiertamente desprotegido, toda mirada te intimida o te avergüenza, te parece amenazadora, o peor, temerosa, pero no temerosa por ser tú un peligro sino por ser tú un apestado, sientes que se apartan de ti como si de pronto se te estuviera cayendo la piel a trozos y te sangraran lo ojos, y de todas maneras los rechazarías si intentaran ofrecerte consuelo porque temes que sea otro ataque. Así se debe sentir Gallip o, probablemente, así me sentiría yo si me sobreviniera una revelación de ese tipo. Así me sentí una vez que sufrí un robo en el metro de Madrid a la vuelta de un viaje. Me metí en el vagón hacia el aeropuerto agarrando la bolsa en la que llevaba la ropa y los libros protegiéndola de todos contra la pared en el vagón atestado porque era hora punta y sintiendo manos que me hurgaban los bolsillos y voces amenazadoras porque hablaban en extranjero que planeaban ataques en cuanto surgiera la oportunidad. Miraba a aquellas gentes que habían sido testigos de la rápida maniobra que habían perpetrado los tres ladronzuelos –en el último instante le arrebaté la cartera de la mano a uno de ellos, estoy convencido de que «me la devolvió» porque estaba vacía hasta de tarjetas de crédito que había tenido la precaución de metérmelas en un bolsillo de la camisa– que me miraban no sé si con pena o con miedo, como decía antes, al apestado, pero que no hacían nada, que no decían nada y, no sé por qué, me acordé de los trenes de judíos hacia Auswicht de las películas sobre el genocidio.  Luego pensé que había sido una suerte para mi dignidad que no se dirigieran a mí porque, a igual que los niños cuando se caen sin testigos, que no lloran sino que se levantan y buscan a alguien al que contarle y romper a llorar, probablemente me hubiera echado a llorar ante cualquier gesto de consuelo. No sé qué hará Gallip en la soledad del cuarto de Celâl, probablemente escribirá otro artículo que firmará con su nombre para entregarlo en el periódico y que no despidan a su primo al que ya se le han agotado los artículos de reserva de la carpeta.

domingo, 5 de agosto de 2018

Un destino y medio

En la película El bibliotecario 3 la chica le dice al muchacho (siempre llamábamos así al personaje central de la película, que, por supuesto, siempre era un hombre, no había que cuestionarlo, aparte que, «la muchacha»  no tenía ese matiz de héroe, sino un tono más cotidiano, y si a eso le añadimos que los amigos con los que íbamos al cine -con los que a veces nos colábamos en el cine aprovechando una distracción del portero que recogía las entradas por otra puerta- le llamaban «el fulano», pues menos posibilidades tenía una mujer de ser la heroína de una película) que no puede escapar de su destino. Más genéricamente, que nadie puede escapar de su destino. Porque si se desvía de él será un pobre desgraciado.
Uno piensa en su vida y a veces le resulta difícil distinguir si es que esto que llama su vida es su destino o es el resultado de haber eludido su destino. No es que me considere un pobre diablo, no (no siempre), y más si me comparo con la gran mayoría de la humanidad, con respecto a la cual tengo una situación verdaderamente privilegiada,  pero tampoco es que crea que llevo una vida con un significado muy preciso, que es, supongo, el sentido que le damos a la palabra destino o a lo de tener un destino, es decir un objetivo. Volviendo a los dos libros con los que me ando últimamente, El libro negro de Orhan Pamuk y La materia oscura de Phillip Pullman(ya he llegado a El catalejo lacado, el último de la trilogía) si tengo que situarme dentro del aura de alguno de los personaje, estoy más cerca de el perdido Gallip, que no sabe muy bien por qué se ha marchado Rüya, aunque su búsqueda de identidad cada vez se lo deja más claro, que de Will (lo hemos conocido en el segundo libro, La daga) o Lyra, que prácticamente desde el nacimiento están marcados y empujados, de mala manera, diría yo, por él. Ellos, aparententemente, se han tomado el asunto muy en serio y, pese a todo el miedo que pasan, que el autor no deja de reseñar, toman siempre las decisiones adecuadas aun estando en contra de sus propios intereses.
 Si eso que se muestra en los libros es tener un destino, es perfectamente comprensible que la mayoría de los que estamos aquí debajo, en el mundo real, hayamos eludido el nuestro. Un destino tiene que ser muy insistente para que uno se de cuenta, después de haber huido un par o cien de veces presa del pánico, de que por fin ha llegado el momento de atravesar la cascada del miedo y descubrir de una vez si al otro lado hay una gruta o te vas a estampar contra la implacable piedra.
No, la vida no es así. Al menos a la que yo me he asomado. No hay destino, ni objetivo, ni nada de nada. Siempre podría ser que esté hablando mi miedo y mi instinto de protección y de autocomplacencia, pero yo aún no he encontrado ninguna fisura que me diga con claridad que esto podría haber sido otra cosa y que solo me ha faltado un gesto de valor para pasar al otro lado. Todo lo más, sí, podría haber cambiado de vida un par de veces, tomando las decisiones erróneas en algunos momentos, y estoy seguro de que ahora estaría también aquí -tal vez en algún otro aquí, pero con muy pocas diferencias de este aquí - lamentándome o celebrando -que nunca se sabe muy bién a qué lado me inclino en estos textos, aunque si analizamos el impulso que me lleva a escribirlos creo que resulta claro - esta vida miserable y cochina tantas veces (parafraseando a J.A.Goytisolo), aunque otras no tanto, no tanto, y menos en vacaciones.
Pero ¿qué es el destino?, continúo preguntándome. Yo tengo particular admiración por la gente segura de sí misma, por la gente que sabe lo que quiere y actúa para conseguirlo, por la gente que expresa su opinión con contundencia, y cuando se equivocan no se arredran ni un punto, hasta por la misma gente que llama gilipollas a los demás por la calle tengo una cierta admiración, aunque sean unos completos gilipollas. Me asombra, porque yo soy incapaz de hacerlo con esa seguridad, la gente que se atribuye calificativos como: soy ingeniero, soy escritor, soy un hombre, soy un padre de familia estupendo. Yo, que podría decir de mí todas esas cosas, solo me atrevo a murmurarlas y hasta con dudas razonables acerca de su verdad completa. Pues bien, yo creo que el destino es esa seguridad que la gente muestra en las cosas de la vida, lo que las lleva a lograr sus metas o fracasar estrepitosamente, pero que hace que sus vidas parezcan en movimiento, aunque no fracasen con la alegría de Zorba el Griego, en la novela de Kazantzákis. El destino es la seguridad que pone uno en vivir y en hacer cosas sin plantearse perpetuamente si está bien o si está mal, si es bueno o es mejor. Simplemente el hacer confiando en lo que uno hace solo porque uno lo hace y le gusta hacerlo, eso es el destino y el mejor camino que uno puede llevar. Metas, logros, solo son medios para que el camino nunca se acabe, nunca se acabe la ilusión de vivir, por creer siempre que ahí más allá, al otro lado, está lo mejor.

(¡eh!, esta es la entrada 1111 de este blog)

martes, 31 de julio de 2018

Las extrañas elucubraciones que despierta en uno un bocadillo de pollo empanado con queso

(o Concomitancias entre Luces del Norte de Phillip Pullman y El libro negro de Orhan Pamuk)


Mientras me comía una pulga de pollo empanado con queso pensando en 2º nivel, porque en primero estaba leyendo y pensando en lo que cuento abajo, que esa opción en lugar de la del bocadillo de aguacate y huevo de los días anteriores me arrimaba más al precipicio que mi alta tensión ha abierto en la, a juzgar por la longevidad de mis abuelos, prometedoramente larga vida que me esperaba, descubrí un punto de unión, un enlace, entre las novelas de Pamuk y la de Pullman que estoy leyendo simultáneamente. (No está mal para ser la primera frase. Tres como esta y relleno un folio. Procuremos refrenarnos que me parece que ya se nos parodia por esto)
En la de Pullman, el centro mágico de la novela es El Norte. Allí tienen lugar los sucesos hacia los que apuntan todas las acciones de los personajes. Hechos maravillosos relacionados con la Aurora Boreal y con cierto Polvo cuya combinación deja entrever mundos paralelos. Por otro lado se menciona a un explorador llamado Grumman. Se le supone muerto porque se ha mostrado su cabeza dentro de una caja. Sin embargo hay testigos que aseguran que vive oculto tras otra identidad donde nadie se le ocurriría ir a buscarlo.
En la novela de Pamuk Gallip cuenta una historia a Belkis, con quien, en su búsqueda de Rüya, se ha tropezado y que le ha confesado su fascinación por él. Ella no le presta mucha atención porque es una respuesta que no guarda coherencia con la pregunta que le acaba de hacer ni con la conversación que están teniendo en general. Es una extraña historia acerca de un explorador polar que había desaparecido. Otro ocupó su lugar y también desapareció, lo que acentuó el misterio de la desaparición del primero. Pero este primer explorador vivía en una ciudad remota bajo otro nombre. Un día lo asesinaron.
La historia me resulta rara porque no le encuentro moraleja ni un lugar en todo esto que le pasa a Gallip. Aunque no es la primera vez que cuenta cosas que no vienen al caso, o simplemente miente para no hablar de la desaparición de Rüya, que de alguna manera, pienso yo, le avergüenza. Tal vez la historia hace referencia al destino del personaje que desde su desaparición estaba condenado. El autor resalta el hecho del misterio que rodeaba a su desaparición, que aumentaba con la desaparición del segundo hombre, y que luego el hombre era asesinado anónimamente tal vez para que el misterio nunca fuera desvelado. El caso es que yo apellidé inmediatamente a ese hombre Grumman, porque me recordaba al personaje de Pullman.
Me gusta encontrar este tipo de enlaces en los distintos ámbitos en los que me muevo. Experimento la reconfortante sensación del que anda extraviado por un bosque y encuentra una de esas señales que indican que está en la senda adecuada. Precisamente en la novela de Pamuk, Gallip está empeñado en descubrir este tipo de señales, de indicaciones, de significados detrás de las cosas más cotidianas. Ha entrado en una especie de obsesión en creer que todos los secretos están expuestos pero que él no sabe interpretar los códigos que tiene delante de los ojos, que se mueven alrededor suyo y hasta que se ríen de él y su torpeza para descifrar algo tan evidente. Claro está, esto le trastorna porque lo que cree que dice ese mensaje es el lugar donde se esconden Rüya y Celâl. (En este capítulo es la primera vez que percibo que Gallip piense que ambos podrían estar juntos).
Fuera de eso, forzando la imaginación, uno puede encontrar otros elementos de unión entre ambas novelas, lo que significará que probablemente uno puede encontrar lazos de unión entre dos cualesquiera novelas del mundo. En la de Pullman, Lyra ha atravesado el mundo, e ingresado en otro, buscando a su padre, Lord Asriel, un tipo siniestro que tiene por objeto, se sospecha, ni más ni menos que cargarse a Dios (allí se llama con otro nombre). Junto a ella está Will, que también está buscando a su padre, un explorador en torno al cual solo hay misterio (¿Grumman?). Estos se emparejan con Gallip en su búsqueda de Celâl y de Rüya.  En esa búsqueda, sobre todo por el lado de la novela de Pamuk, pero también por el de la de Pullman, los buscadores, principalmente, lo que van encontrando por el camino es a sí mismos. Lyra ha pasado por una serie de avatares que la han hecho comprender que tiene un papel importante en los terribles sucesos que están ocurriendo. Ha tenido que aprender que a veces su intervención causa un bien, la salvación de los niños de Bolvangard, y otras veces su intervención causa desgracias, la muerte de Roger, su gran amigo. Por lo que respecta a Gallip, toda la novela de Pamuk, me temo, si es que tiene algún tema ese es el de la identidad. Tanto la identidad de uno como individuo, como la identidad de un pueblo, de un grupo social, en este caso el pueblo turco.

jueves, 26 de julio de 2018

El ser que soy

16 Debo ser yo mismo (*)

En el artículo de Celâl de hoy se habla del dudoso hecho de ser uno mismo. Todo viene traído por la visita de un barbero, lector de su columna, que le hace dos preguntas trascendentales: ¿Le cuesta trabajo ser usted mismo?, y ¿Existe algún medio para solamente ser uno mismo?
Celâl, que está muy ocupado porque tiene que entregar en un momento un nuevo artículo para su columna, se sacude al barbero con un par de chistes que además incrementan su fama de columnista sarcástico entre sus compañeros, reunidos alrededor, habituados y, al mismo tiempo, instigadores de la vena humorística que el famoso columnista suele exhibir ante los lectores que se atreven a importunarlo en su despacho con sus pequeñas alabanzas. Pero cuando llega a casa, sentado en su sillón a solas, con las piernas estiradas y en el silencio –el que sea posible en una casa de vecinos en un barrio populoso de una enorme ciudad–, reflexiona sobre el asunto y, a mi juicio, llega a las dos siguientes respuestas: Sí y No.
Claro que cuesta trabajo ser uno mismo. Celâl parece pensar que él mismo es ese que está en silencio, en su casa, sentado sin hacer nada y sin tener que demostrar nada ante nadie, sin tener que fingir, sin tener que expresar con seguridad ideas de las que no está muy seguro, sin tener que sonreír por amabilidad, sin tener que compartir a desgana la compañía de otros que le aburren solo porque hoy se siente solo, en fin, sin tener que actuar –una actuación distinta para cada uno– ante unos y otros como habitualmente viene haciéndolo desde que le conocen.
Yo por mi parte sostengo que no tenemos ninguna razón para creer que ese que somos en la soledad de un cuarto seamos más nosotros que cualquiera de los otros que somos ante los demás. Porque somos muchos, tantos, casi, como personas que conocemos. Porque ante cada cual nos comportamos de una manera diferente. Tal vez en un principio aún no hayamos adoptado esa manera, tal vez, solo al principio, quien nos conoce por primera vez, conozca a alguien que luego se perderá, alguien que usaba unos gestos, una sonrisa, unas expresiones, un sarcasmo que ya no usa con nosotros. Todo eso se perderá en su contacto con nosotros y nosotros lo olvidaremos y adoptaremos de plena fe al que actuamos ser cuando estamos con ellos.
No estamos actuando en el sentido de un actor de películas de cine o de teatro que sabe que él no es el personaje que está fingiendo ser, no. Pero actuamos, porque no somos el mismo que somos según con quien estemos. Y hasta, me atrevo a decir, pensamos de manera distinta o, como mínimo, nos atrevemos a expresarnos de manera distinta, o no con la misma intensidad con que lo hacemos ante un auditorio diferente –lo que desde fuera puede llevar a la sospecha de que pensamos diferente, es decir, mentimos–. Es una actuación en la que creemos porque no sabemos que actuamos. Es por eso que experimentamos una cierta inquietud cuando se nos mezclan amigos de diferentes grupos, porque surge un conflicto y nos vemos pillados entre ambos, ¿cuál es la pose que debemos actuar, la de estos o la de esos otros?, y tendremos que quedarnos en un ambiguo término medio que extraña a los dos y nos incomoda a nosotros que de pronto nos damos cuenta de que no sabemos exactamente cómo somos.
¿Es posible llegar a ser uno mismo? Supongo que sí, pero yo no sé cómo. Tal vez hay caracteres tan asutosuficientes, tan seguros de sí, que no necesitan de esa actuación, que se imponen a sí mismos en toda circunstancia y ante todo auditorio. Tal vez hay caracteres tan apacibles, tan sin conflictos que no temen nada del otro, me refiero a que no temen ser sí mismos en toda circunstancia porque no ocultan nada por temor a ofender o irritar al otro, porque no temen no estar a la altura de nadie, porque se conforman con como son y no aspiran a ser otra cosa, no sé, tal vez hay gente así. Yo no lo soy. Y como no quiero sentirme raro, finjo que soy tan normal como el otro. Y como me gusta que me admiren, finjo incluso ser mejor de lo que habitualmente creo ser y hablo de lo que hago con naturalidad como si hubiera realizado gestas heroicas –¡y entonces planté aquel árbol y lo regué durante semanas hasta que se hizo grande, y después tuve un hijo …!– y como me gusta la compañía de vez en cuando, finjo que me interesa lo que los otros tienen que contarme, y finjo que quiero contarles a mi vez cosas interesantes.
Tal vez por eso escribo. ¿Qué mayor fingimiento que este en el que finjo ser otro que finge ser el tipo admirable que a mí me gustaría ser?

(*) Continúo con la lectura de El libro Negro, de Orhan Pamuk, y continúo aprovechándome de él para piratearle temas sobre los que escribir, no por otra razón sino porque en alguna medida coinciden con mis temas de reflexión, presentes o futuros.
Celâl, les recuerdo, es un columnista del Milliyet, primo de Galip y medio hermano de Rüya. La novela alterna capítulos en los que Galip anda por la ciudad, Estambul, buscando a Rüya, que se ha ido de casa sin una razón ni siquiera sospechada, y también a Celâl que simplemente ha desaparecido, con los artículos de Celâl que me fascinan tanto; casi menos por sus temas, que los considero familiares, como por cómo se desarrolla el artículo, que parece ir fluyendo, brotando con naturalidad, llenándose de matices y comentarios que parece que lo van a alejar del tema pero siempre te dejan con una idea precisa de lo que ha tratado.

martes, 24 de julio de 2018

El Deccal

14 El Deccal otro resumen, a mi manera, de un artículo de Celâl(*)

En el capítulo de hoy de Celâl habla de la curiosa simbiosis que existe entre el Salvador y el Anticristo (el Deccal en el mundo musulmán).
 Viene a decir que esperamos un Salvador que nos libere de nuestras miserias. Juego con la doble intención de «nuestras», porque nos afectan y en gran parte nos las hemos procurado nosotros con nuestro desequilibrado comportamiento; porque esta es la clave, es el desequilibrio con respecto al entorno el que nos sume, a la larga, en las miserias, aunque a la corta parezca, y así sea, que obtenemos una ganancia: actuamos sobre la naturaleza sin prever las consecuencias, creamos o destruimos sistemas financieros o sistemas políticos solo porque a un grupo de nosotros nos conviene para nuestras inversiones, dejamos de pagar a nuestros empleados este mes porque la nueva adquisición en Miami nos ha dejado sin cash, tiramos las colillas al campo porque son chiquititas, etc.
«Nuestras miserias» hacen referencia a todo lo que nos ha traído a esta vida miserable que llevamos, que siempre es por culpa de otros, o de fuera, porque nosotros por nuestro popio pie nunca hubiéramos venido, o al menos eso queremos creer. Y nunca comprendemos que algo falla cuando esperamos un Salvador que redima a los buenos (nosotros) y castigue a los malos (ellos). Y cuando llega uno que dice serlo, solo depende del poder que tengan los que se consideran los buenos, aquellos que reciben el beneficio de las acciones del Salvador, frente a aquellos que reciben el castigo, para decidir si ese Salvador no será más bien el Anticristo o el Deccal; y ni siquiera es un juego de poderes estático, pues dada la liviandad del ser humano, lo que ocurre es que cuando el grueso de los aliviados por el Salvador van dejando de necesitarle, entonces empieza a fastidarles porque el Salvador exige un precio a su salvación, un precio que es fácil de pagar cuando eres de los sufrientes, pero que se vuelve un fastidio cuando formas parte de los aliviados, y empiezas a pensar que es poco lo que has obtenido frente a lo que obtuvo otro, y que seguir pagando es un abuso, y te olvidas de cuando estabas al otro lado donde aún quedan muchos; pero ahora, desde aquí empezamos a comprende que este Salvador no nos salva tanto, que más bien nos desgracia, y así se convierte, siendo el mismo y haciendo lo mismo, en su contrario, que ha venido con el propósito, no de salvar a los buenos (nosotros) sino a desgraciarnos, a situarnos a la infame altura de esos que por sus pecados han sido castigados.

(*)En el Libro Negro de Orhan Pamuk.

jueves, 19 de julio de 2018

El libro negro

Sobre el capítulo 10, El ojo

Después que leí el capítulo completo del artículo(*)de Celâl vengo a comprender que nos explica un encuentro consigo mismo. Hablando en genérico – él lo cuenta en primera persona – durante nuestra vida nos hacemos el propósito de llegar a ser como determinada imagen – compuesta de miles de retazos que adaptamos a nuestra figura – de nosotros mismos. Osea, un otro yo que no deja de ser nosotros, un yo idealizado que nos vigila constantemente corrigiéndonos la postura, dictándonos las pautas de nuestro hablar, aconsejándonos en las decisiones que tomamos, hasta escogiendo nuestra manera de vestir, haciéndonos a su imagen. Solo cuando nos despistamos, nos sentimos cansado o enfermos, notamos esa distancia que nos separa de él, cuán distinto somos del que actuamos ser, del que querríamos ser; incluso del que la mayor parte del tiempo creemos que somos. Ese es el ojo que vigila a Celâl.
Es una constatación sin conflicto, sin trauma,  trata él de explicarnos, simplemente a veces te das cuenta de que hay un tú auténtico o más auténtico, sin tantas capas – pilladas de aquí – esta película, aquel libro – y allí – tus padres, los amigos, los anhelos de ser reconocido por los demás – por ahí dentro, y lo observas con ternura deseando que te cuente algo que suene verdaderamente auténtico, que te revele algo de lo que tú eres en realidad.
Pero es una sensación muy sutil, que tan pronto tomas conciencia de ella se extingue, como los sueños,  sabes que hay un cuerpo ahí, tratas de abrazarlo y solamente es un velo en el aire que también desaparece, despiertas y solo recuerdas sensaciones, presencias. En cuanto intentas interrogarle ya eres otra vez tú, el de los muchos disfraces o simplemente los muchos vestidos,  el que quiere ser como los demás distinguiéndose, el que ansía ser considerado, el que solo quiere ser él pero con todos...el tú de siempre. Que duda de la existencia real de ese sueño, de las sensaciones, que ya se han, casi, evaporado, que te dejó.

Libros y autores citados por Celâl

El libro de Dde Korkut: la epopeya más famosa de los Turcos Oguz
Muhammad Ibn Ismail Al-Bujari: erudito islámico de ascendencia persa (810-870)
Yalal ad-Din Muhammad Rumi o Mevlânâ Celâleddîn-i Balkhi: poeta místico persa y erudito (1207-1273) fundador de los Derviches Giróvagos.
Vathek: una novela gótica escrita por William Bekford en 1782 de temática arabesca, llena de magia, demonios, visitas a los infiernos etc.

(*)El libro negro de Orhan Pamuk. Alterna la historia que nos cuenta -la desaparición de Ruya y la búsqueda de Galip, con los artículos de Celâl, un periodista, medio hermano de Ruya y primo de Galip. Me impresionan los artículos de Celâl, cómo fluyen, cómo van derivando sin abandonar el cauce del tema pese a los meandros por los que se aleja para volver de nuevo y salirse por el otro lado, pero al final van a dar al mar sin perder el hilo inicial.

lunes, 16 de julio de 2018

Lapso de tiempo

En la película Lapso de tiempo (Bradley King, 2014) unos chicos se encontraban una máquina de hacer fotos que tenía la peculiaridad de que tomaba instantáneas del futuro. Cada día a las ocho expulsaba una foto que estaba 24 horas adelantada en el tiempo. Cuando los chicos lo descubrían, la utilizaban para pasarse mensajes al pasado y sacar algún provecho. Uno de ellos era jugador y se enviaba información sobre los ganadores de modo que su yo del día anterior apostaría a ganador seguro.
Hay un punto en el que se presenta una discontinuidad en esto de los viajes en el tiempo. Cuando el tío encuentra la máquina y mira la foto del día siguiente, en ese momento comprende el asunto, y a partir de entonces ya sabe que puede enviarse mensajes desde el futuro. Por lo tanto al día siguiente justo a las ocho va y pone un cartelito en la ventana «¡eh, apuesta veinte al rocinante, que va a ganar» y ese mensaje debería ser el que él estuvo mirando en la foto ayer. Pero él no recuerda que fuera eso lo que vio en la foto, cuando aún desconocía su significado, y por lo tanto se rompe la continuidad.  A partir del hallazgo él ya sabe cual es el funcionamiento de la máquina y por lo tanto al día siguiente piensa poner otro mensaje, así que en la foto de esta noche aparecerá ese mensaje que él va a colgar mañana en la ventana. ¿Y si no lo cuelga, y si cambia de idea y pone otro? ¿Cuál de los dos mensajes recibirá?
Ellos lo hacían al revés. Miraban la foto y se decían, mañana tengo que hacer exactamente esto, con lo cual la foto les estaba dictando cómo se iban a comportar el día siguiente. Tenían una especie de superstición, a raíz de haber encontrado al científico, muerto de una extraña manera, acerca de que si no reproducían exactamente lo que la fotografía mostraba ellos acabarían como él, y se exigían mantener la continuidad lógica que mostraba la ilógica fotografía.
¿Pero qué pasaría si no lo hicieran? Que tendrían una fotografía que mostraba un futuro en donde esa información es válida, pero no tienen ninguna manera de asegurar que el futuro al que ellos accederán sea ese, exactamente como en el futuro normal, porque existirían tantos futuros alternativos como posibilidades. Ellos estarían recibiendo información de uno de los posibles futuros alternativos que no sería, o lo sería con una probabilidad cualquiera, el futuro al que ellos accederían al día siguiente, y por lo tanto esa información les serviría o no, tanto como una información aleatoria. Y cuando digo «al que ellos accederían» en realidad pienso en la película, que solo puede mostrarnos un futuro, pero ellos accederían a todos los futuros, para unos ellos esa información recibida del futuro sería válida y para otros no, porque tendría que haber coincidencia entre el futuro al que acceden y el futuro del que proviene la información.

Estas películas de viajes en el tiempo te acaban haciendo concebir que somos una sucesión de instantes apenas enlazados por nuestra memoria. Y que ese segmento se acaba en el instante presente, a partir del cual se despliega una pradera infinta sin un camino claro que tomar; aunque, bueno, tal vez no tan imprevisible. Nuestro pasado condiciona, y mucho, hacia dónde nos proyectamos en el futuro. Quiero decir que toda esa infinitud potencial que se despliega ante nosotros en realidad podemos catalogarla usando probabilidades y al final encontraríamos que apenas habrán una o dos opciones con probabilidades realmente relevantes de ser escogidas. Por ejemplo que me vaya a levantar y saltar por la ventana tiene una probabilidad bajísima –aunque ahora que la menciono y la he vuelto consciente posibilidad real, acaba de subir de categoría frente a antes que ni se me había pasado por la imaginación tal tontería–.  Pero en realidad muy bien podría suceder que toda la infinidad de posibilidades de decisión que yo haya podido tomar hasta que he llegado aquí, las haya tomado en realidad y existan infinidad de realidades en donde todos mis posibles yoes se están desarrollando al mismo tiempo. Hay por ahí un yo que es el yo más perfecto que yo pueda concebir acerca de mí mismo, porque ha seguido el camino de las decisiones más acertadas en cada momento. Y también hay por ahí un yo tan absolutamente deplorable que su posibilidad ha sido relegada a las fronteras más oscuras de mi conciencia de ser, pero aún dentro de lo concebible. Todos estamos en marcha simultáneamente, y yo solo soy consciente de este que soy en este instante y del cual mañana habrá una infinidad, o algo menos, que comparten mi mismo pasado, pero que cada uno de ellos habrá dado en algún momento u otro un paso alternativo al que otro dio. Y todo eso partiría del instante mismo en que fui concebido. ¡Plop!

No es que deplore esta vida circunstancial de la que me ha tocado ser consciente, pero sería ...¿sería?... maravilloso –en el sentido de extraordinariamente interesante y satisfactorio, porque maravilloso en el sentido de fantasioso, sí que lo es– poder trasladarte a otras vidas, a este preciso instante presente de algunas de mis otras vidas alternativas a ver qué tal me ha ido. Dicen, los que lo dicen, que todo ser humano tiene varias vidas en el sentido de que a lo largo de su existencia hay una serie de puntos de inflexión en donde su trayectoria vital cambia de rumbo con suficiente brusquedad como para llamarla nueva, –nueva etapa, nuevo periodo, nueva fase–. Yo siempre he tenido la impresión de haber vivido una sola vida, que los cambios o puntos de inflexión aludidos que se puedan haber producido en la mía son de una curvatura tan leve que no me han parecido realmente un cambio de dirección. Si uno mira desde arriba, por supuesto que percibe que algunas curvas han habido: una infancia bastante despreocupada, algo fantasiosa, que echo mucho de menos –sobre todo en lo que respecta al ámbito de las sensaciones y emociones, más que al de las actividades físicas concretas– una juventud bastante más alocada que esta serena adultez que ahora acometo, etc., pero me atosiga la insatisfactoria impresión de que todo lo que me ha ocurrido ha tenido una continuidad muy poco dramática, al estilo de «Cruz no consiente que se mate ansí a un valiente» que contemplo como referente de punto de inflexión por excelencia.
Más que una máquina del tiempo lo que sería interesante es esa máquina que me permitiera fluir por los diferentes yoes circunstanciales que somos mi vida. Toda una infinidad de posibilidades, tal vez muy parecidas unas a otras –¡qué horror solo concebirlo!, ¿y si descubriera que todas mis posibles vidas alternativas se parecen salvo en los minúsculos detalles sobre con qué pluma decidí escribir un texto concreto o si me puse hoy los pantalones blancos o los azules?–, tal vez algunas terriblemente diferentes de lo que soy ahora, en un sentido –yo muriendo ahogado en mi propio vómito de borracho en una esquina oliendo a meado y rodeado de ratas en un oscuro puerto del Bósforo– o en otro –yo como uno de los novelistas más prominentes del país, promesa segura del próximo Premio Nobel de literatura–.
Trasladar tu conciencia de una a otra de esas vidas, lo que significaría ser consciente de todas las demás, al menos de aquellas por las que ya has pasado, es decir, elevarte a un nivel de conciencia por encima de ellas en el cual dispones que una conciencia que es consciente de esas otras consciencias circunstanciales. Pero ya sería otra especie de viaje en el tiempo que invade otros ámbitos para-científicos, aunque con lo de las nueve o diez dimensiones esas que dicen que tienen que existir para que las fórmulas de la teoría de cuerdas sean válidas se nos han puesto los ojitos como chirivitas de alegría a los que cojeamos con cierta deriva esotérica.
En fin, la película acaba como todas las americanadas, con muertos por todas partes, resultado de la mezquindad y estrechez de miras (dinero y sexo casi siempre) con que los guionistas conciben al género humano, probablemente a su imagen y semejanza.

jueves, 5 de julio de 2018

Chinches

Cuando venía en el coche esta mañana, mientras conducía y escuchaba a los Beatles, de los cuales he encontrado por casa un CD con un montón de discos que abarcan desde 1965 hasta los setenta, – ahora, mirándolo en la wikipedia (por cierto, ¿en qué habrá quedado la votación en el parlamento europeo, que se realizaba precisamente hoy, acerca de las nuevas resticciones que pretendían imponerle a internet en aras de salvaguardar el sacrosanto derecho a la propiedad de todos los ciudadanos?) me doy cuenta de que no están ordenados, ya he escuchado Abbey Road, que es del 69, seguido de Let it be, del 70, para luego saltar a Revolver, del 66 y ya veremos cómo sigue, que aunque no es la primera vez que lo escucho de cabo a rabo, no me aprendo el contenido ni a tiros – noté un cosquilleo en el dorso del antebrazo. El causante era un bichito minúsculo que avanzaba aprovechando la escasez de bello de esa zona, tal vez buscando acomodo en algún pliegue más arriba. Recordé que ayer, de vuelta a casa en el coche después de un par de horitas echadas en el campo, recogiendo hierba y acumulándola en montones con la intención de que se pudra  y vuelva de nuevo a la tierra en forma más o menos acompostada, advertí que en el parabrisas había otro bichito que intenté espantar con el dedo, lo que me fue imposible porque el bichito estaba por la parte de afuera. Me sorprendió que aguantara allí pese al empuje del viento que se forma a la, por otra parte, moderadísima velocidad a la que suelo circular. Como estaba conduciendo, ya digo, y requería la atención para esos menesteres, terminé por olvidar aquel bichito que me volvió a la memoria mientras observaba a este otro que continuaba su avance brazo arriba y ya iba llegando hasta el hueco del codo – sangradura dicen que se llama, probablemente un neologismo debido a que es la zona más cómoda para la extracción de sangre debido tal vez al menor grosor del tejido, lo que me lleva a recordar que estos bichos, que ya pronto identificaré, son hematófagos –  y pensé y deseché casi al instante la idea de que fueran el mismo. Con la otra mano, maniobra imprudente, he de reconocer, pues debo soltar el volante, y desviar la mirada de la carretera,  pillé al invasor, al que ya había reconocido como una chinche, que me trajo a la memoria que en un descanso del trabajo me había tumbado en el suelo, sobre la tierra, a reposar, y probablemente fuese en ese instante el que aprovechó este y tal vez alguno más para saltarme encima, aunque en cuanto llegué a casa me duché y me cambié de ropa, con lo cual no podía ser mi cuerpo ni mi ropa actual el lugar en el que había estado agazapado todo el tiempo antes de aparecer en el brazo; bajé el cristal de la ventana, agradeciendo inconscientemente la existencia de los elevalunas eléctricos, y lo lancé fuera, contraviniendo claramente una normativa de tráfico que impide arrojar objetos desde los vehículos.
El resto del camino me vine rascando porque imaginaba la existencia de toda una plaga, tal vez asaltando la fortaleza de mi cuerpo, que en ese instante no podía defenderse con la celeridad que tal ataque requería, y hasta llegué a proponerme, colmo del ataque de histeria, que un día de estos tendría que volver a limpiar el interior del coche.
En cuanto alcancé mi destino, me metí en el baño y me quité la ropa completamente, revisándola costura a costura en busca del enemigo sin encontrar ningún otro ejemplar. Es ahora, que vuelvo otra vez a mencionarlos y es sentir cosquilleos por todas partes que  me impulsan a levantarme y volver a quitarme los pantalones para verificar si eso que me pica por detrás de la rodilla -corva o hueco poplíteo- es o no es un ser vivo incordiando, pero esto, teniendo en cuenta que mi trabajo, en parte, es cara al público, merecería otra nueva historia si alguien llegara a entrar en ese preciso momento por la puerta y me encontrara con los pantalones bajados explorándome minuciosamente de cintura para abajo.

jueves, 28 de junio de 2018

La peste de las manadas

Una vez, esos pensamientos míos signo de que por ahí dentro algo terrible bulle, escribí: a falta de virtudes me enorgullezco de mis defectos (no me refería a mí, claro, aunque también).

Lo cierto es que no entiendo qué mérito se atribuyen unos tipos que se enorgullecen de formar parte de una manada. Entiendo que uno se sienta arropado, protegido, por la manada, pero eso es un signo de debilidad individual. No es para estar orgulloso. Supongo que soy de la generación del Lobo Estepario de Hermann Hesse y que los de mi generación nos enorgullecíamos exactamente de lo contrario, de nuestro alejamiento de las manadas, de los rebaños; de nuestro andar solitario dependiendo solo de nosotros mismos. Los tiempos habrán cambiado.

Hay más cosas que no entiendo. En mis tiempos, los héroes, para nosotros, los machos,eran los donjuanes. Aquellos que tenían la rara habilidad de encantar a las mujeres, seducirlas y como consecuencia de todo esto disfrutar del sexo con ellas donde ambos gozaban, teóricamente. Es verdad, ellos se anotaban el mérito como una cuña en su arma y ellas quedaban muchas veces como un trapo, por haber sido utilizadas; pero había un trabajo de seducción, de conquista, un logro individual del que, con sus matices, estar orgullosos.

Pero ahora resulta que estas manadas tienen a orgullo follarse todos en grupo a una mujer semidrogada, si no drogada del todo. Donde el único trabajo de conquista consiste en pillarla despistada para meterle alguna sustancia en el vaso de donde beben. ¿Qué hay en todo eso de qué enorgullecerse? ¿Donde está el mérito en cualquiera de esas fases del proceso? ¿Cuál es el logro? Ni siquiera el sexual: se follan a un cuerpo inerme cuya respuesta es la misma que la de un saco de papas. ¿En qué consiste el goce?. Tratan a un ser humano de condiciones físicas notablemente inferiores a las de cualquiera del grupo ofensor como un objeto, ni siquiera hay posibilidad de resistencia. Insisto,  ¿de qué se envanecen?

Y por último la exhibición. Todo esto parece tener un único objetivo. Filmarlo con la cámara del móvil y mostrarlo. Presuntamente orgulloso: “mira lo que he hecho, ¿eh?, ¿qué te parece?” Y lo que ha hecho es algo que no requiere ninguna habilidad, que denigra a un ser humano, que no requiere ningún tipo de valor, de virtud, de actitud positiva...

Siempre que pasan cosas como esta me acuerdo del comienzo de La Peste, de A. Camus. Precisamente esa novela comienza contando –o así lo recuerdo yo– cómo las ratas empiezan a salir de las alcantarillas y mostrarse, sin pudor, sin vergüenza, a la luz del día por las calles.

Ellas lo hacen para morir, espero que esta peste también tenga el mismo significado, la muerte de estas ratas de alcantarilla y el principio de la peste que asolará  esos antiguos modos de comportamiento del ser humano, este pensamiento anticuado en lo que  a relación entre géneros, y sobre todo a comportamiento sexual – tan primitivo –, se refiere. 

miércoles, 20 de junio de 2018

Artículo reseñístico rechazado en las más prestigiosas publicaciones del ramo.



Inmejorable reseña del libro Inventos y Mixtificciones de Riforfo Rex (por su propio autor)


Hace ya algún tiempo, en diciembre de 2016 hirió la luz sus figurativos ojos, que se publicó este libro del que hoy nos ocupamos, tal vez una ocurrencia humorística de la Editorial Mercurio o el exceso de ociosidad de su editor don Jorge Liria. Pasó en su momento desapercibido y no creemos que su destino sea otro después de esta breve reseña que le dedicamos, quién sabe por qué: por lo extravagante, tal vez, de su propuesta, por lo infame de su estilo, por lo irrelevante de su contenido. Ojalá nos equivoquemos porque significa que aún hay sorpresas que nos aguardan en la vida pese a las frustrantes perspectivas.
Su título ya es un fraude, Inventos y Mixtificciones, y el supuesto patronímico de su autor una regañisa, Riforfo Rex. Todo viene, supuestamente, a cuenta de cierto personaje barojiano del cual luego no se aprecia rastro alguno en la obra en curso, resultando una referencia ciega y gratuita.
Se compone de una serie dispareja, tanto en dimensiones como en calidad, los hay malos y los hay peores, de relatos absolutamente heterogéneos, resultando una miscelánea sin ningún nexo de unión salvo una extravagancia pronunciada que los contamina a todos y que debe ser, sin duda, la firma del autor. Sin llegar a ninguna conclusión acerca de por qué han sido agrupados de esta manera, el índice nos indica que se han clasificado en 9 epígrafes: Espejismos, Inventos, Noticias, Re-visiones, Desclasificados, Cuatro Elementos, Smoking Room, Las Esmeraldas Salvajes y El Capitán Nombrete y su Grumete Cacaculo.
Espejismos encierra, aunque no lo suficiente como para protegernos de su lectura, unos doce relatos. En ellos podemos encontrar tanto estupideces acerca de los espejos sin ningún fundamento científico (¿un espejo que refleja si no hay luz?) como extravagancias erotizoides con frutas y hortalizas. Solo puedo decir de ellos que el espejismo a que alude es el que sufrió el autor cuando se atrevió a pensar que algo de lo que aquí se contiene podría interesar a algún hipotético lector.
Inventos tiene, me aventuro a sugerir, el propósito de indicar que los relatos enmarcados tratan de abordar de algún modo contenidos científicos, les ilustro: desde unos jóvenes que consiguen colorear las secreciones gaseosas gástricas (vulgo bufos) hasta una máquina fotográfica que hace desaparecer el paisaje. No sigo, porque todo resulta tan absurdo que cualquier ánimo mínimamente racionalista es incapaz de soportar tanta insensatez.
Pasamos a Noticias, donde este siniestro personaje que se hace pasar por autor ocultando su verdadero nombre, queremos suponer que de la vergüenza que esta publicación le hace pasar, ha tenido el atrevimiento de creer que imita, de alguna manera, el estilo periodístico, citando, incluso, para, de manera completamente naif, hacernos caer en el engaño, algún titular de actualidad, en su momento. No lo consigue, por supuesto, obteniendo a cambio solo disgusto y desprecio. Destacar como particularmente desafortunada la insersión en este apartado de un primer relato en el que simula un estilo literario epistolar pero redactado por un supuesto personaje del siglo dieciséis narrando una grotesca aventura que sugiere un cruce temporal. «Particularmente desafortunada la insersión», aunque absolutamente irrelevante, porque, si ello enmendara el libro en algun grado, hubiera encajado mejor en la sección Inventos.
Y llegamos a las sección Re-visiones. Re-pelentes relatos revisando, si eso es lo que quiere referenciar el epígrafe, a grandes autores consagrados, que, si esto fuera de verdad una religión como dios manda, merecerían someter al autor a un Juicio de Dios. El consabido dinosaurio de Monterroso, el castigado Bernardo Soares, el malparado Henry David Thoreau, o el desvirtuado Lewis Carrol son aludidos sin absolutamente ninguna gracia en estos textos sin gracia. Se atreve, incluso, a creer que le enmienda la plana al mismo Homero, y a sugerir una variante absolutamente herética de ciertas prácticas cristianas.
En Desclasificados debería haber insertado todo el conjunto por ahorrarnos trabajo, pues hasta ahora nada de lo que hemos mencionado merece ninguna clasificación. Pero hemos de señalar un único diamante en este barro, cierto Negro Asunto que no del todo mal consigue emular el ya, por otra parte, tan gastado género negro. El relato Loro Perro Gato y Yo, desde el título desazona, y su lectura, necesariamente perjudica al buen gusto y, seguro, estomaga.
Salto por encima de Cuatro Elementos, que no merece el sufrimiento de los lectores. Y aterrizo, tal vez con peor fortuna, en Smoking Room. Pretende simular un relato centrado en el hábito de fumar donde se narran circunstancias de una serie de personas que acuden a una terapia de deshabituación. Los relatos están desacordados, no se percibe un nexo de unión temático entre ellos, rozan el sentimentalismo y carecen absolutamente de profundidad psicológica. (¡qué podíamos esperar, por otra parte!, pero el rigor reseñista me obliga a mencionarlo).
Los dos últimos relatos, de mayores dimensiones que todos los anteriores, pero sin llegar a creer que el autor haya tenido que trabajar para completarlos, tal vez tengan alguna gracia, pero es muy probable que las levísimas simpatías con que los hemos leído solo se deban al hábito de hozar entre tanta miseria intelectual.
Las Esmeraldas Salvajes es un insostenible relato que si fuésemos tan osados como el autor podríamos enmarcar dentro de la ciencia ficción si no fuera porque no hay ciencia por ninguna parte , sobrando la desvergüenza por todas ellas; a destacar la del personaje, ya creado en otro relato de tan infausta memoria como este, del detective Ric Cardo, penoso y patético.
En cuanto al Capitán Nombre y su Grumete Cacaculo, si dijéramos que sus nombres guardan al menos cierta coherencia con el pésimo gusto que tiene el autor para elegir seudónimos ya estaríamos echando sobradas flores sobre esta narración que practica sin éxito una especie de recreación melíflua del mito del Judío Errante.
Y varias horas y muchas arcadas después puede usted decir, lector, que ha superado el ocho mil de la desfachatez de las letras canarias. Invaluable mérito que yo voy a ser el primero en despreciarle, que mejores actividades existen para malgastar el tiempo. Y si al menos pudiéramos hablar de estilo, de fluidez del lenguaje, de musicalidad, de cierta erudición, de alguna gracia; y si al menos el autor fuera guapo.