sábado, 8 de agosto de 2015

El equipaje del Bolonia
siete días a la semana
se pasaba poco, se regateaba mucho
un Dios malvado y aburrido
empeñado en seguir la doctrina
como un árbitro pitando
todo porque
decir, hacer, besar
ojo, esta es la pelota
que nos puede salvar

Intentabamos salvarnos a pesar
de algunas canciones
que oíamos en la radio de Silvia
sentada buscando estaciones
qué ridículo estaba Luca
intentando cogerle la mano
no recuerdo si lo consiguió
pero comprendí que allí pasaba algo extraño

...qué raro encontrarte,
Silvia, escucha,
escucha, debo hablarte

Silvia lo sabe
sabe que Luca se pincha ahora
Silvia tal vez
sea en Luca en quien piensa ahora
Silvia lo sabe
sabe que luca está enfermo en casa

Los profesores nunca preguntaban
si éramos felices
Silvia reía y bromeaba
Luca, en cambio, no hablaba nunca
Que perfume tiene Bolonia
las tardes de mayo
Luca se peleaba con los mayores
para demostrar que tenía coraje

decir, hacer, besar
es cierto, pero nada detiene el tiempo

La otra tarde he encontrado una excusa
para poderle hablar
"Eh, Luca, cuánto tiempo ha pasado"
"Sí, está todo bien, pero ahora déjame en paz"
No creo haber sido violento
pero ha comenzado a temblar
me ha mirado con los puños cerrados
y no siguió hablando

y ahora qué hacemos
no deberíamos alejarnos tanto



Una vez, paseando al perro seguramente, se me plantó un tipo delante, un desconocido bastante desastrado, la cara cubierta de pelo, desdentado, con aspecto de estar bastante quemado por la droga y con poco aspecto de haber salido todavía. Me saludó por mi nombre, el nombre que yo decía cuando pequeñito, que era como me llamaban en casa, Richard. Y me dijo que era Sergio. ¿Sergio, qué Sergio? Sergio, aquel tipo de quinto de egb, con el Patineta, que todavía daba palmetadas, aunque pocas, y que cuando te preguntaba murmuraba la respuesta, que tenía una pata de palo y caminaba arrastrándola sin doblar la rodilla, ese Patineta. ¡Ah, ese Sergio! Yo lo miraba y remiraba y trataba de hacer matching con la imagen que tenía en mi cabeza. Un chico alto, guapo, dicharachero, gamberrillo, líder de la clase, inteligente, pero desde luego no estudioso. A él y a Óscar son a los únicos que recuerdo, porque vivían en el mismo barrio, en las Chumberas y yo alguna vez fui a casa de Oscar a estudiar.
Esta canción habla de eso. De los amigos que se perdieron. Yo nunca fui de pandilla. Mi relación con los compañeros de clase se limitaba a las horas de clase. Tenía algunos amigos de calle, que perdí cuando empecé a ir al instituto y ellos no. Así que a pocos amigos he perdido en los terribles ochenta del auge de la droga. A mí me gustó la canción en aquel momento que la oí -a finales de los ochenta- y se me quedó grabada. La recuerdo cada cierto tiempo, pero nunca la había comprendido bien, aunque más o menos pillaba el tema por el estribillo de la versión en español.

Lo mejor de esta canción, me parece, es esa frase que dice: los profesores nunca nos preguntaban si éramos felices. ¿Y qué hubieran podido hacer si de verdad les hubiéramos contestado?

Clichés

«Tener criterio» es considerado un signo de distinción intelectual. «Tener criterio» significa ser capaz de detectar que una obra de arte tiene «calidad» de tal, lo que quiera que eso signifique. Como nadie sabe muy bien lo que significa, todos, la mayoría, hacemos lo mismo que me decían a mí en el cuartel cuando teníamos que redactar un nuevo tipo de documentos y yo desconocía el formato que debía adoptar: “busca en los archivos, creo que tal año hubo que redactar uno”. Y, en efecto, allí estaba, y yo me limitaba a copiar el formato, sin tener muy claro si aquel formato era el correcto o no. Es decir, copiaba un «cliché», que probablemente fue copiado por su autor de otro cliché y así desde quién sabe cuando. Por más que busqué no encontré algún documento original que indicara como debía redactarse cada parte según qué objeto. Al final, la «calidad» de una obra de arte, para la mayoría de nosotros, está en cuánto se parece a otra obra de arte, ya considerada así sin discusión. Todos tenemos una serie de clichés que utilizamos para clasificar nuestras percepciones. Sea una obra de arte, sea un bistec, sea un libro, sea una persona. Nos burlamos de lo que es burlable, respetamos lo que es respetable, admiramos lo que es admirable, despreciamos lo que es despreciable según nos lo dicten los clichés que hemos adoptado. Cierto que, al menos, nos hemos tomado el trabajo de elegirlos, pero, una vez que los hemos escogido, nos tomamos muy poco trabajo creativo más. Porque trabajo creativo es recibir y analizar cada cosa con una cierta inocencia y tratar de captar los elementos de validez que contengan, tanto como despreciar lo que contenga de manido, repetido, estúpido. Pero a menudo nuestra pereza puede más, y catalogamos y nos burlamos, o admiramos a bloque completo. A menudo solo somos capaces de apreciar algo si otros lo han apreciado ya, si no, preferimos extrañarnos o burlarnos, según el cliché que le asignemos. La burla es una gran herramienta, porque todo el que se burla tiene una sensación de estar por encima de aquello burlado. Todo burlado tiene conciencia de inferioridad, a no ser que tenga un carácter de absoluta seguridad en sí mismo o sea un completo imbécil. Lo nuevo o lo raro requiere un esfuerzo que la mayoría de nosotros no está dispuesto a hacer. Pero lo nuevo, lo raro, lo extravagante, siempre nos parece burla, y, huyendo de esa sensación de inseguridad, de menosprecio, corremos aterrados hacia el lado contrario, el rechazo o la burla nosotros mismos de aquello que nos amenaza.
 Yo no tengo criterio... o me gustaría no tener criterio. Aprecio lo raro, lo feo, lo diferente, lo extravagante. Me parece que en todo lo que se sale de los clichés hay como una puerta que me está indicando que este estrecho mundo es mucho más amplio que estas cuatro paredes en las que nos hemos confinado. Quiero ver en cada extravagancia una capacidad que yo no tengo de prescindir de la lógica, del sentido común, de las formas preestablecidas, de mi propia supuesta identidad. Quiero ver en cada intento de obra de arte, alguien, que como yo, anda buscando. Hacia adentro o hacia afuera. Toda búsqueda es rebelión, movimiento. Tener criterio es apenas trabajo de clasificación a partir de plantillas: se parece a A, a; se parece a B, b....

Noticias del día

Portada. Gran foto de una porción de mar con puntitos negros. Son cabezas de personas que han naufragado y esperan que alguien las recoja. (En la foto no se ve a nadie recogiéndolas, y el fotógrafo  queda oculto detrás de la cámara, como si no estuviera. La impresión que recibimos es la de un montón de náufragos abandonados a su suerte en medio del mar). Han naufragado porque intentaban pasar ilegal y desordenadamente a Europa. El periódico nos informa de que actualmente el 38% provienen de Siria, huyendo de la evangelización ecuménica de los Yijadistas; ISIS son sus siglas en inglés, diosa madre y fecundadora: Mal elegido. Otros huyen del África negra, de lugares donde hay conflictos como Eritrea, Nigeria o Somalia (Eritrea y Somalia  están así así, pero Nigeria no está mal, salvo por el asunto de, otra vez, los Yijadistas al norte, el resto, es simplemente un país africano adaptándose a las costumbres occidentales, es decir, hacer dinero y enriquecerse a costa de lo que y quien sea, vamos lo normal en el capitalismo liberal este de nuestros pecados).
Bueno, pues debajo  de esta marina tenemos a los rusos tirando fruta y verdura por los suelos. 320 toneladas de frutas y verduras, la cantidad de potages, ensaladas y macedonias que debe dar eso. Incluso flotando en el mar alguna de esas cabeza agradecería un tomatito mientras espera a que lo rescaten. Con esa cantidad de frutas y verduras lo mismo no se hubieran venido de África hasta por lo menos el año que viene. No sé, es otra vez una simplificación, pero resulta contradictorio, a vista de extraterrestre, y al mismo tiempo resulta perfectamente lógico a ras de tierra: ¿quién no va a querer venir a un lugar donde se tiran trescientos veinte mil kilos de frutas y verduras por un quítame allá esas pajas políticas? Esto es jauja, amigo, vénganse para Europa que aquí sobra de todo.
Los Sirios no solo huyen del hambre, por allí debajo, bajo el epígrafe de ADEMÁS tenemos que los  Sírios han secuestrado a unos pobrecitos cristianos. ¡Ah, no!, eso es lo llamativo, luego comprobamos que han secuestrado a 230 personas (civiles, es decir, no militares, no guerreros, gente a la que solo debería preocuparle ir al mercado, arreglarse la zapatilla, hacer las camas, guisar aquellas frutas y verduras que mencionábamos antes) de los cuales 60 son cristianos, que son los únicos que nos interesa resaltar. ¿Porque son de los nuestros?

Lo demás, lo demás es que Rajoy abre no sé qué, que el PSOE se alarma, que Facebook está siendo atacado y ¡son los gobiernos!, asegura su jefe de seguridad. Y hay una niña que con diez años va a ir a los mundiales de natación. ¡Ah!, y vamos al «Hospital del Ébola» un año después a ver cómo están las cosas. Cuando llegamos no estás en África, sino en Madrid.


miércoles, 5 de agosto de 2015

La vuelta a la isla en un día

Sin apuesta ni nada, he decidido seguir los pasos de Phileas Foog y demostrar que se puede dar la vuelta a la isla (Gran Canaria) en un solo día en guagua –este artículo debería patrocinármelo la Compañía de Transportes de Gran Canaria, antes llamada Global y aún antes disgregada en dos ramas, una que dominaba la zona que llamamos sur, Salcai, y otra cuyo ámbito era el norte, Utinsa. Ocurrió que la del sur se comió a la del norte, simplemente por volumen de viajeros–.
Decidí seguir el sentido de las agujas del reloj mirando desde arriba, a ojo de Dios o de astronauta de la Estación Espacial, así que me hice un planning a partir de los horarios de guaguas.
Desde San Telmo parte una que me lleva directamente hasta el Puerto de Mogán. Salen con bastante frecuencia; a intervalos de quince o veinte minutos, no mucho más. En realidad hay dos, la 1 y la 91. Esta segunda hace el trayecto «directo», lo que quiere decir que, una vez que sale de Las Palmas, para en el Aeropuerto, y luego da un largo salto de casi treinta minutos, hasta Arguineguín. A partir de ahí, ya no es tan directo, porque para en Patalavaca, Puerto Rico, Tauro, Playa del Cura, Taurito, etc. En total se tomará unos veinte minutos entre Arguineguín y Puerto de Mogán. La 1 va por el interior, por la «carretera vieja» y parando en cada agrupamiento urbano con suficiente entidad. Por eso se demora unas dos horas en llegar al Puerto de Mogán, cuando la otra ha tardado cincuenta y cinco minutos.
Nada que destacar en el trayecto salvo la sorpresa de que Tauro sigue siento exactamente el mismo poblado que era cuando nosotros veraneábamos en la Playa del Cura en casetas. Me refiero a los años sesenta. Es sorprendente que no haya ni el menor vestigio de intento de construcción y que se conserve la fila de casa, exactamente la misma, al borde del roquedal, que no playa, y hasta el mismo camino de tierra delante de ellas. Allí estaba la única tienda que había en bastantes quilómetros alrededor. Lo que me recordó Tauro fue a la Aldea Gala de Asterix y Obélix, rodeada por los ejércitos guiris invasores, un paisaje congelado en el tiempo. Deberían conservarlo tal y como está como una reserva antropológica.
Llegamos a Puerto de Mogán a las diez y media. Mi intención era echar un vistazo al pueblo de Mogán, en el que nunca he estado, porque siempre he pasado de largo de camino hacia o desde algún otro lugar. Pregunté por la guagua que me subía hasta allí y salía a las once. El asunto es que la guagua que me lleva hasta la Aldea sale a las once y media –tengo que tomar esa, porque la siguiente sale a las cuatro para llegar a la Aldea a las cinco, y media hora después sale la última desde la Aldea hasta Gáldar. Como soy un tipo muy precavido, prefiero no arriesgar.– lo que me deja un margen muy breve para echar un vistazo al pueblo. No obstante tomé la guagua y llegué a Mogán a las once y cuarto y me pasé de largo, porque el pueblo es tan estrecho que no tiene lugar para que la guagua aparque, y debe hacerlo un quilómetro más allá. Estupidez la mía por no haberme bajado en la parada del propio pueblo, pensando en que habría una estación y podría confirmar que por allí pasaría la guagua que sube hacia la Aldea y a qué hora. La alternativa era estar sentado esperando bajo el sol durante quince o veinte minutos a que apareciera la susodicha, o bajar hasta el pueblo y ver lo poco que me diera tiempo ver. Eso hice. Y apenas pude alongarme a mirar la plaza que es un pasillo estrecho que ahoga la calle y carretera principal  por la que apenas puede pasar un coche cada vez. Mogán  no deja buena impresión. No se ven innovaciones, actualizaciones del pueblo a los tiempos que corren. En Puerto de Mogán, la estación es un descampado de tierra. Es verdad que ya la tienen a medio construir en frente del descampado, pero teniendo en cuenta que estamos en el siglo veintiuno y que el Puerto de Mogán se explota turísticamente desde los setenta del siglo pasado, se han demorado un poquito en sentir la necesidad. En cuanto al Pueblo, nada pude ver, pero esa carretera que pasa por el medio en la que tienen que hacer florituras los camiones porque, para colmo, a continuación de la estrechez hay una curva, tampoco demuestra preocupación por algo tan esencial como el tráfico. Es incomprensible cómo a estas alturas no se ha pensado furibundamente en encontrar una vía alternativa que comunique el sur con la Aldea.
Una señora sentada en el umbral de una casa, que hacía de acera, porque no hay lugar para más, me informó de que esa era la parada de la guagua, que estaba a punto de llegar y que apenas me costaría tres cincuenta. La guagua llegó a su hora. Después de un enorme camión que parecía imposible que no se quedase atorado en aquel estrecho.
Antes de subir a la Aldea se pasa por Veneguera –donde se bajó la señora– y entonces comienza la subida. La carretera es bastante ancha, y subiendo vamos pegados a la montaña. De todas maneras no hay grandes barranqueras porque aquí la subida es relativamente suave. Es decir, se va subiendo progresivamente por las barranqueras. Hay un primer tramo que es todo pendiente, hasta que alcanzamos la cima, que se allana, por así decirlo, un trecho, para luego emprender la bajada hasta el valle de San Nicolás. En el «tramo llano» hay otra interrupción para bajar hasta Tasarte, que es un conjunto de casa desperdigados por la ladera de un barranco. La guagua baja hasta determinado punto de encuentro, maniobra dificultosamente y vuelve a subir; con un poco de suerte, ese esfuerzo se ve recompensado con algún pasajero.
Y ya estamos en la Aldea. Me bajo en el pueblo, para que no me pase lo mismo que me ocurrió en Mogán. El chófer me informa de que para coger la guagua a Gáldar basta con que me espere allí. Pero aún falta una hora y media. Sale, según horario, a las dos y cinco. Me doy una vuelta por el casco que hace años que no visitaba. Otro lugar por el que no pasa el tiempo. O, bueno, tal vez un poquitín. Alguna calle que recordaba que no tenía salida, ahora ya la tiene; algún edificio que estaba en construcción, ya está envejeciendo. El bar en el que me emborraché después de hacer una compra en el spar porque me entretuve allí con los parroquianos mirando la película (una, sobre unos italianos, durante la segunda guerra mundial, destacados en una remota isla griega) ya está cerrado; en realidad, ni supe localizarlo. Eso sí, me tomé una cerveza en el chino, que en aquellos tiempos estaba recién abierto –sospechosa reducción de la población felina, se bromeaba–. Al hijo de la chinita le había venido a visitar una amiga, que se bajó de la guagua en la que yo llegué, creo que subió en Tasarte.
Me di una vueltecilla pero era la una de la tarde, y no hay mucho que ver en la Aldea a las una de la tarde de un 4 de agosto. El parque tiene un recinto completamente vallado y cerrado, supongo que para los espectáculos de pago, lo cual da una pésima impresión. También estaba cerrado un recinto con diversas maquinarias para la extracción de agua. No quise entrar en un primer momento en la panadería y más tarde cuando ya me decidí, la habían cerrado. Podía haber vuelto al bar de la china, o a otro que está a un costado de la iglesia, pero no se me apetecía otra cerveza y me senté a esperar en la parada. Poco movimiento, algún coche que pasa y toca la bocina para saludar a no sé quién, un señor que también espera la guagua –lo supe después– pero a la sombra de los árboles del parque de enfrente. Una chica que pasa con una de esas blusas que dejan los hombros al aire y que parecen sostenerse con el volumen de los senos, que me dejó ensoñando travesuras hasta que llegó por fin la guagua de Gáldar.
El conductor era un «fitipaldi». Eso significa que el tío prácticamente ponía la guagua sobre dos ruedas en las incontables curva de esa carretera que va desde la Aldea hasta Agaete. Ya desde el primer trayecto desde el pueblo hasta la playa se le notaba al hombre cierta prisa. No era impresión mía porque los cuatro pasajeros que había le preguntaron, entre bromas y risas, si tenía a alguien esperándole en Gáldar, lo que significa que para ellos también conducía de manera, al menos, poco regular. Menos mal que yo iba distraído en mis pensamientos y además con el ánimo dispuesto, pero no es experiencia para emotivos o timoratos el ir en guagua a velocidad poco moderada por el tramo de Tirma. ¡Era la propia guagua la que adelantaba a los prudentes conductores! Por fortuna, al estar bajando, nosotros quedábamos por el lado de la montaña, lo cual nos evitaba el espectáculo de las barranqueras, estas ya no tan amables como las de la subida desde Mogán. Aquí la posible caída es de consideración, y no son pocos los que lo han confirmado. A lo que se le suma la estrechés de la carretera y el peligro, aunque más bien en época de lluvia, de derrumbamientos. La bajada hasta el Agujero siguió los mismos derroteros, con frecuentes bocinazos en las curvas para avisar a los otros conductores de que venía una guagua con un loco al volante. En esta bajada, también lo advertí en la subida hasta Tirma, se aprecian ya los trabajos de la nueva y financieramente dificultosa travesía que pretende ahorrarnos todo este trayecto horadando un túnel en la montaña. El trayecto entre el Agujero y Agaete es menos «impresionante», por la altura, aunque aún hay tramos con problemáticos estrechamientos.
Dudé si comprar un billete hasta Agaete o hacerlo directamente hasta Gáldar. Al final me decidí por Gáldar, porque suponía que en Agaete habría algún barullo debido a las fiestas de la Rama. ¡Y claro que lo había, precisamente hoy era el día grande de la bajada de la Rama! Ya desde lo alto se veían, en primer lugar, la multitud de coches desperdigados por todas partes, y, si se fijaba uno bien, veía una multicolor y semoviente masa por las calles, de la cual resaltaban las figuras saltarinas de los gigantes y cabezudos. El verde de las ramas no se destaca hasta que está uno abajo y ya ve a la gente a pie de guagua. Me temí una avalancha de viajeros borrachos pero aún era temprano y los que se retiraban eran los mayores, huyendo, probablemente, de la rebatiña alcohólica en que resulta todo fin de fiesta.
Ya estamos en Gáldar. Otra vez me bajé en el pueblo, lo que me impidió confirmar que, en efecto, en Gáldar también hay estación de guaguas. Esta ignorancia, cierta timidez que ya es de vergüenza confesar a mi edad, y la confianza en la sabiduría popular, me hicieron perder una buena hora esperando la guagua hacia las Palmas, cuando podía haberla cogido en la estación cada diez o quince minutos, tal y como yo mismo había previsto.
Eran las tres, así que me metí en un bar y me tomé un par de tapas junto con un par de cervezas, total seis euros, siete con propina, porque las chicas me cayeron bien y me gustó un tema musical que pusieron (no pregunté, apenas anoté el estribillo, pero no he conseguido localizarlo). ¿Y qué se puede hacer en Gáldar a las casi cuatro de la tarde? ¿Volver a casa?, nunca. Recordé que aún no había visitado la Cueva Pintada desde su acondicionamiento, imperdonable, así que fui allá.
Me atendió una guía muy amable que inició la visita solo conmigo, porque no había nadie más. Luego fueron llegando hasta juntarnos unos seis. Poco de nuevo aprendí que ya no supiera. La organización de las viviendas, por ejemplo, que nunca me había planteado. Me gustaron mucho esos huecos laterales para los lechos, y una única habitación de estar. La cocina, fuera, comunal. (Interesante, reflexiono ahora, la necesidad de intimidad familiar). Respecto a la propia Cueva Pintada, recuerdo una visita que hicimos cuando estudiante. Todavía habían plataneras en los alrededores de la cueva, y hasta alpendres con animales en los laterales. Se lo conté a la guía solo después de que se me pasara la desolación de que el calvorota del mostrador me preguntara, ¡a mí!, si tenía carnet de jubilado. La otra cosa que aprendí es que, al parecer, aprecian determinadas regularidades y/o patrones en los dibujos –geométricos– de la cueva para aventurar que pudieran ser ideogramas; con alguna función de calendario tal vez. Aún hay otra cosa a destacar, he visto mi primera película en 3D. Ya había tenido una primera impresión en casa de un amigo que tiene uno de esos televisores sofisticados, pero nunca he ido al cine a ver una de estas películas –primero, porque voy poco al cine, y segundo, porque las películas 3D suelen ser unas auténticas mierdas de entretenimiento ñoño con argumentos ridículos o simplemente aparentes para poder mostrar prodigiosas imágenes, prodigiosas solo en cuanto a la novedad del formato–. Después de darme una vuelta por el pueblo –nada llamativo que destacar, aunque podía haber visitado la casa museo de Antonio Padrón y no lo hice– me volví a la parada de guaguas, que no estación, señores galdenses –para ser justos, señor galdense– y tomé la siguiente hacia las Palmas, que venía del Puertito de Agaete, con un grupo de jóvenes gritones, pero pacíficos, que se bajaron casi todos en Guía.
Cuando estábamos por Las Arenas, por ahí entra la guagua cuando viene del norte, supongo que luego tomará el túnel Luengo para luego regresar a San Telmo (la otra posibilidad es que vaya por Mesa y López hasta Santa Catalina; sea como sea, al final todas acaban en San Telmo), me bajé con la intención de regresar andando a casa, por alagar el final de la jornada un poquitín.  A casa llegué a las ocho y pico, tras poco más de doce horas de travesía y con la satisfacción de haber cumplido mi modesto objetivo.