sábado, 28 de abril de 2018

Ella dijo guau

Estoy por el parque de la Ballena, ya de retorno a casa después de subir por Juan Carlos Primero y echar un vistazo al barrio de las Torres donde han construido algunos complejos de viviendas nuevos desde la última vez que paseé por allí, y también han delimitado algunos parques, de modo que parece una zona bastante tranquila y despejada. Constrastan los edificios de nueva construcción con aspiraciones a high selected people con las casas de auto construcción que eran la base fundamental de ese barrio. En fin, que iba regresando ya por el parque de La Ballena cuando mi perrillo se acerca a otro que parecía jovencito, juguetón. La señora que tira de él, digo señora, pero es evidente que la deceneo y pico en edad, pregunta ¿es macho?, y yo, aún sin mirarla, respondo lo habitual, sí, macho, pero ... y entonces alzo la vista para mirarla, es guapa, en efecto de unos cuarenta y cinco, me mira fíjamente, con una intensidad sospechosa, y me interrumpe fríamente, ¿...y el perro? No continúo mi explicación. La miro con cierto temor y más por romper el hielo o el bloque de cemento, pregunto, ¿es hembra?, y juro que no me doy cuenta de que le he seguido el juego cuando hago la pregunta, pero cuando vengo a darme cuenta ella ya ha respondido, ¡no sabes cuánto!, ¿qué te parece si hacemos lo mismo que los perros?. Estoy completamente descolocado. No acierto a comprender qué está pasando, y, te juro, respondí: ¿te refieres a lamernos y olernos el culo? Y entonces, por un momento su cara de hielo se aflojó, pero solo un instante, luego sonrió y dijo, sí, eso también.
Y la seguí hasta donde me llevó. Porque me agarró del brazo y me guió como a un cieguito. Entramos en un zaguán, subimos al primer piso y abrió una puerta. La casa me recordaba a una en la que estuvimos viviendo escasamente un año antes de mudarnos a una realmente nuestra. Estábamos en la cocina. Ella fue hasta el poyo, abrió los armarios, sacó comida de perro y le puso a su perrito en su cacharro. Luego le puso también a Poncho en otro, que en cuanto comprendió el gesto se desentendió de mí inmediatamente. Luego ella vino hasta mí, sonriendo con una felicidad interior que regocijaba y me empujó pasillo adentro hasta un dormitorio. Había una cama inmensa y un armario ropero ocupando toda una pared, prácticamente nada más porque nada más cabía allí. Ella se desnudó completamente, se puso a cuatro patas sobre la cama, meneó el culito como si tuviera rabo y estuviera contenta y dijo: ¡guau!

miércoles, 25 de abril de 2018

Gracias de nada

No sé para qué les servirá a otros -incluso a otros yoes- escribir; a mí –a este yo de ahora– me sirve para expresar mi opinión sin el engorro de que me interrumpan, ni la desmotivación de que no me presten atención.
Cuando escribo no estoy solo. Es mentira que escribir sea una actividad solitaria. Cuando escribo hablo con todos ustedes. Y todos ustedes están escuchándome atentos. Asintiendo a mis afirmaciones, sonriendo cuando suelto un chascarrillo, raras veces disintiendo o estando en franco desacuerdo, todo lo más dudando de la veracidad de lo que escribo. Pero no me interrumpen por ello, y siguen escuchando a ver cómo continúo. Y a veces esas caras de duda me hacen rectificar, me digo, no sé si creo de verdad esto, y vuelvo atrás  y reescribo, y entonces les miro otra vez y algunos están más relajados y otros no, pero ahora sí, ahora sí sé que eso es lo que pienso o lo más cerca que puedo llegar a expresarlo, y no me importa. Y sigo escribiendo.
Y cuando termino estoy relajado, contento, como siempre queda contento uno después de haber tenido una charla con los amigos y haber hablado de todas esas cosas que uno se calla la mayor parte del tiempo porque la mayor parte del tiempo no es pertinente hablar de ello; la mayor parte del tiempo solo es pertinente hablar de naderías que no hagan perder el tiempo precioso a los demás, de política, del otro tiempo, de fruslerías, de cualquier cosa que no nos ponga en el compromiso de expresar una opinión,  de manifestar una intimidad, o simplemente de demostrar que somos poco competentes en alguna materia dialógica. Así que ahí fuera son raras las conversaciones auténticas. Pero por medio de la escritura me puedo permitir una, con todos ustedes, en cuanto quiera, en cuanto me apetezca un poco de compañía acogedora, amable, atenta. Porque así son ustedes. Gracias.
Pero luego está lo otro, lo de publicar en el blog. Eso ya es vanidad, ya es otra cosa. Contar el número de lecturas y saber que la mitad son mías. Comprender que no tengo carisma, que no tengo demasiados amigos –y que no a todos ellos les hacen gracia mis tonterías– y que probablemente no tengo calidad literaria ni de ninguna otra clase –esto es muchísimo más difícil de admitir; como mucho que mi calidad es de una exquisitez que está al alcance de muy pocos–. Esto no cabe duda de que es desmoralizador, pero por otras cuestiones que están no solo al margen de las razones por las que escribo, de los goces que me proporciona escribir, sino en otra dimensión completamente paralela, y diría que sometida a la primera, –aunque nunca lo sabré si no gozo alguna vez de las mieles del éxito–, como demuestra el hecho de que sigo escribiendo.
Me gustará escribir “así fuese de barriga”, como diría Vallejo, porque me siento menos solo –de esta soledad que es imposible de llenar aunque esté casado y tenga hijos y perro y amigos y familia, porque es una soledad existencial, no vital (me acabo de inventar la distinción)– y cómo voy a estar solo con todos ustedes ahí, escuchando mi monólogo cada vez que los invoco, con esos ojos abiertos como lunas y esa expresión de concentración hipnótica. Gracias otra vez.
¿Gracias?, de nada.
Y lo peor... lo peor es que los lectores, esos de ahí fuera, muchas veces, pocas veces, no sé porque pocos se manifiestan, pero si no se manifiestan es más probable que no, que muchas veces, no coincidan con la amable apreciación que ustedes tienen de mis escritos. Y esto es gravísimo, porque yo confío plenamente en ella, confío plenamente en sus caras de arrobo cuando escribo una sentencia profunda o empleo una metáfora acertada, en sus caras de gozo cuando acierto con el chascarrillo exacto que sintetiza la cuestión; confío en ustedes cuando ponen esas caras de duda que me obliga a releer, a dudar yo mismo de lo que he escrito, a rectificar. Vamos, confío en que ustedes son ellos. Y va y resulta que ellos no reaccionan como ustedes, reaccionan mal porque no reaccionan o reaccionan mal, al contrario de lo que se suponía o yo suponía a partir de la reacción de ustedes, y entonces todo mi frágil edificio de supuestos se viene abajo. Pierdo la confianza en ustedes, en su sinceridad, en su existencia misma. Y sin ustedes, no sé, ya no es lo mismo. Sin ustedes sí que es una solitaria labor esta de escribir.  Y tengo que creer que ustedes son especiales, particulares, una clase exquisita, a la que ellos no están capacitados de acceder. Y contentarme con ustedes como potenciales lectores. E ignorarlos a ellos, si quieren leer que lean y si no quieren leer que no lean. Qué más puedo esperar.
De nada.


domingo, 22 de abril de 2018

Ciudades desiertas de José Agustín (Paseo al perro.)



Salgo en dirección al parque de los Juegos Olímpicos de México y después de que el perro eche un par de meadas en la hierba sigo  por Obispo Romo, cruzo y subo una calle por Carlos Mauricio Blandy para meterme por la del Letrado Ramírez Doreste y ya estoy en Henry Dunant. Pero en realidad la que quiero coger es Obispo Servera que tiene vistas a Schamman y a mi colegio, que en mis tiempos se llamaba Veintinueve de Abril y conmemoraba la victoria castellana sobre la barbarie aborigen. Después le han cambiado el nombre, cuando nos convertimos en región autónoma y orgullosa de su pasado. En este colegio hice la segunda mitad de mi egb. La primera la hice en un colegio privado. Uno pequeñín instalado en un piso –cuando nos portábamos mal la maestra nos ponía en el patio de rodillas y ordenaba a la vecina que estaba tendiendo que nos vigilara y si nos movíamos la avisara por teléfono, pero la vecina nos miraba, sonreía y nos guiñaba un ojo–. Aún existe la institución, aunque hoy ya es un imperio, entonces apenas llegaba a fundación. De aquí, del veintinueve, recuerdo a Agustín, un muchacho, algo mayor que yo, que tocaba, no recuerdo qué instrumento, en la banda de Agaete. José Agustín se llama el tipo, mexicano, cuyo libro ando leyendo. Un tal Eligio anda recorriendo los EEUU en busca de su esposa, Susana. La pinche Susana se le ha escapado tres veces y el muy… sigue creyendo que es suya y que no tiene ningún derecho a escapársele. La persigue, creo yo, por ese orgullo. Y ella se escapa precisamente por eso. Ella no es de nadie. Los Estados Unidos que pinta José Agustín son bastante fríos, –no solo porque estamos en invierno y ha empezado a nevar– desolados en el sentido humano: calles, eso sí, amplias, limpias, pero vacías, muertas, sin vida. Pueblos sin carácter, sin distintivo, gentes muy homogéneas, sin matices, y todas todas, orgullosas de su gran nación, condescendientes con las demás. En boca de algunos personajes, tanto mexicanos como americanos, se declara al pueblo yanqui un pueblo sin raíces, y por eso esa fascinación por lo exótico –Susana fue a EEUU invitada por una beca literaria en la que se invitan a escritores de muchos países a convivir durante unas semanas. Eso sí, todo pagado, todo programado, todo minuciosamente ordenado–. Yo bajo por las escaleras que hay junto al Club Natación Ciudad Alta, que vienen a dar a la parte alta de Mariucha. Por aquí subía yo todos los días hacia el instituto, que entonces era el Alonso Quesada y ahora es el Pablo Montesinos. Cambiaron el nombre o en realidad mudaron el nombre a un edificio nuevo, que está casi en frente. Justo en esta plaza, una vez, ya en COU, es decir, diecisiete años, el pelo muy largo, un chiquillo me llamó señora y me preguntó la hora. Mariucha llega a la avenida de Escaleritas y ahora veo en el mapa que aquella placetilla se llama Santa Juana de Castilla –¿Por qué le pondrán este nombre a esta plaza, quién será esta Juana? No es ninguna santa, es una obra de teatro de don Benito sobre la famosa hija de los reyes católicos– .Y ya estamos en la parte alta del Parque de La Ballena. Por aquí se ponen a danzar, algunos domingos por la mañana, unos taichistas, pero hoy no están porque ha llovido de madrugada y se mantienen una nubes amenazadoras por alli, por el sur. Me sorprenden los hombres con los que anda Susana, este Eligio, que es un animalito machote mejicano, aunque por momentos lo redime por ser tan espontáneo, tan dicharachero, pero no afectuoso, más bien distante en ese aspecto, y cuando lo dibuja, José Agustín, así un poco sensible, resulta patético y algo falso, porque es resultado de su dolor-rabia por el abandono, que es lo que realmente parece dolerle, más que la ausencia. Por otro lado está ese polaco, un oso enorme que no dice ni una palabra, pero ni una. Todo lo que él pueda o no sentir lo presupone ella de su mutismo. No reacciona ni cuando Eligio le golpea, que lo hace en un par de ocasiones. Él solo tendría que cerrar la mano en torno a la cabeza de Eligio para aplastarlo, pero nunca reacciona a sus ataques. Simplemente se deja golpear y luego se va. Ni siquiera huye, se va. Y nunca, nunca emite un sonido. Es de una dejadez absoluta. Y lo curioso es todo lo que elucubra Susana en torno a él, las razones por las cuales parece haberle tomado afición a ella, la sigue, la invita «con la mirada»  a su apartamento. Lee junto a ella. En algún momento le toma la mano de ella y la coloca sobre su pene… Imposible comprender las razones por las que una mujer quiera estar con un armatoste como ese. Pero ella está a gusto. Al menos un tiempo. Son absolutamente contrarios uno y otro, me refiero a Emilio y el polaco. Supongo que el contraste. Pienso sobre ello y de pronto me doy cuenta de que este libro lo ha escrito un hombre. Un hombre que habla sobre el comportamiento de una mujer. Aunque el prólogo es de una mujer, esta celebra el libro como La primera novela verdaderamente antimachista escrita en México (Elena Poniatowska) Me gusta este parque. Hay muchos arbolitos que, si los dejan crecer, algún día será un bosque digno. Aquí dejo suelto al perro, que corretea persiguiendo a las palomas, quedándose a olisquear y luego alcanzándome de una galopada. Camina a mi paso, que aunque voy leyendo no es lento, se aleja y vuelve otra vez. Creo que le gusta a él también. Luego pasamos por debajo del Puente de la Pepa  (en el mapa dice calle Sargento Provisional, y no parece que haya un puente. Que no se llama así sino que como se construyó en tiempos de la insigne alcaldesa Luzardo, pues así le he puesto) Desde arriba, en el google map, el parque parece la cabeza de un calvo con implantes. Es una foto vieja, ahora ya han crecido los árboles algo más que como aparece ahí. También se percibe en el solar de delante de la gasolinera una forma dibujada en la tierra. Digno de señalar entre esos misteriosos dibujos que se aprecian desde el google earth. (Este tiene explicación pedestre, ahí se instalan las carpas cuando pasan por la isla los circos y otros espectáculos flotantes)
Pasamos por debajo del estadio y continuamos la lectura. Desaparece Susana y Eligio se lanza tras de ella. Como no se le apetece ir solo se acerca a Irene, una chiquita norteamericana que estaba algo así como de becaria en el proyecto que le ha estado haciendo ojitos, y le dice “vamos”, y ella va. De nuevo esto me sorprende. ¿Hacen las mujeres estas cosas?, es decir, un tipo, como Eligio, que ofrece toda la desconfianza del mundo como compañero de cualquier cosa que no sea beber, te dice, vamos a recorrer en coche el país en busca de mi mujer y cuando la encuentre, adiós muy buenas. Y ella dice, ¡ah, vale!, y allá que se va con él. De nuevo hay que recordar que esto lo escribe José Agustín, no Josefa Agustina, pero no se me hace extraño, al contrario. Quiero decir, ¿qué piensa esa mujer? Bueno, ella también tiene esa necesidad de salir de allí, de aquella universidad muerta. Se dice, en este libro, que los americanos no tienen un hogar. Que están constantemente moviéndose por el país porque no sienten que haya un lugar al que estén atados. Eso viene por esa costumbre de que cuando terminan el bachillerato se vayan a una universidad que no esté cerca. Aunque vivan al lado de la mejor universidad del país, irán a una universidad que está a quinientos kilómetros de su casa. Eso está bien. Se supone que ese es el paso trascendental a la madurez, a la independencia, que muchos de nosotros, los que no hemos salido de un kilómetro a la redonda de donde hemos nacido, no hemos tenido. Empieza a llover otra vez, mientras escribo esto, pero ya voy llegando a la parte de abajo del parque, calle Virgen del Pilar, Pili, al otro lado hay todavía un solar. Yo subo por la calle hasta el concejal García Feo. Pensaba cruzar hasta Luis Benítez Inglot y atravesar el parque hasta Joaquín Blume, pero al ir a cruzar por el paso de peatones, dí un tropiezo y luego una mano de viento me quitó la gorra y la lanzó diez metros más allá. Me dije, vale, pues no cruzo. Y seguimos de largo hasta el parque de la iglesia Espíritu Santo, siempre por Joaquín Blume. Luego ese otro parque que no tiene nombre. Junto a la calle Cristobal Quevedo, donde una vez encontré un montón de libritos que, según me pareció, eran primeras ediciones de algunos poetas canarios. Desde arriba se ven una serie de círculos, son las estructuras del parque, no parecen tener funcionalidad ninguna, tal vez fueron concebidas como rincones de juegos, en la mayor hubo y algo queda, una cesta de baloncesto. Y ya llegamos a la Avenida Escaleritas. Al mismo tiempo Eligio se ha cogido una melopea de burro y se ha puesto a hablar solo delante de unos amigos de Irene, en Santa Fe, creo, y se ha dado cuenta de lo inútil que es perseguir de esa manera a una Susana que le huye. ¿Por qué encuentra esta mujer, Poniatowska, que este libro es antimachista? Supongo que porque pone en evidencia la ridiculez de ese comportamiento, pero desde luego el personaje me resulta desagradable. De hecho percibo un algo muy familiar en él, que he conocido en gente real, incluso en  mí mismo en algunas de sus actitudes.
Me quedan unas pocas páginas. Antes de llegar a casa, último capítulo, él ya llevaba un tiempo en México, otra vez, se disponía a salir para un ensayo –es actor– cuando nota que están manipulando la puerta. Agarra un cuchillo de la cocina, y se dispone a esperar lo que venga, y es ella, que ha vuelto...
Post Scriptum
Termina con él dándole unos azotes en el culo y ella comprendiendo que le ama.

martes, 10 de abril de 2018

¿Qué estaba yo diciendo?

Gil de Biedma dejó de escribir porque sintió que ya no tenía más que decir. Uno piensa, admirablemente honesto, voy a hacer lo mismo. Pero, ¿qué significa que ya no tengo nada que decir? He estado pensando en ello y he llegado a la conclusión de que, en efecto, a uno se le agota lo que tiene que decir, las cosas distintas que puede expresar, los temas entorno a los cuales uno medita son limitados. Necesariamente llega un momento en que te das cuenta de que eso ya lo habías pensado antes, y no una vez sino decenas de veces, y que en las decenas de veces anteriores no habías sido consciente de ello, de que ya lo habías pensado o dicho o escrito de una manera u otra pero más o menos la misma idea. Y es entonces cuando empiezas a darte cuenta de que estás agotando todos tus temas. Te estás volviendo cansino hasta contigo mismo. Y lo que es peor, te das cuenta de que no has avanzado un grado en resolver tus conflictos. Te has pasado la vida lamentándote de tus defectos, proponiéndote metas, soñando con el yo que podrías ser si no fueras tan lastimosamente perezoso, irrespetuoso con tus propias decisiones, y de tanto girar en círculos en torno a ti mismo has cavado un pozo del que ya no sabes salir. Te repites; esta misma metáfora del pozo quién sabe cuántas veces la habrás utilizado ya. ¿Y de qué te ha servido si no ha sido para dar un salto, salir fuera y correr en cualquier dirección pero en llano por donde puedas llegar a alguna parte? Aquí sigues, repitiendo la metáfora del pozo de ti mismo, paladeándola satisfecho. Lamentando que no caigan sobre ti millones de felicitaciones por lo acertada y aguda que es esa metáfora. ¡Qué gilipollas!
Yo, que he creído siempre – al menos desde que leo a Pessoa –  que no hay un yo, que somos muchos y que por eso no nos acordamos de lo que hemos prometido cumplir – fue otro, el de ayer, quien hizo la promesa, no nosotros, el de ahora –, ahora creo que estoy limitado, que si somos muchos somos muy pocos o muy homogéneos. Que soy, o somos, muy previsibles y ya no esperamos sorpresas de nosotros mismos – sí, al menos fuimos capaces de darnos alguna sorpresa, pocas, tan pocas, pero alguna, conservada en un cofrecito de la memoria como el gigante de Alfanhuí conservaba su tesoro que valía tanto que no valía nada (¡qué cansino con ese niño siempre en las letras!)–. Y si todo lo que vas a hacer, a escribir, a pensar, a decir, ya lo has hecho, ya lo has escrito, pensado o dicho alguna vez anterior, entonces solo nos queda perder la memoria o callar.
¿Qué estaba yo diciendo?

lunes, 2 de abril de 2018

Animales de compañía

Yo no nací para ser un hombre de provecho, como el cerdo. Tampoco es que presuma de ser libre y salvaje y que las jaulas me consuman, como el tigre. Soy más bien una mascota. Un despegado animal de compañía que no entretiene, no divierte, pero del que siempre se puede estar seguro de que anda por ahí.
Por ahí, por la casa, silencioso la mayor parte del tiempo. A veces siniestro. Recorriendo a oscuras las habitaciones, sentado en el tejado, o durmiendo junto al fuego. Otras veces extrañamente dicharachero y juguetón, pero se le pasa enseguida.
Así somos los animales de compañía, no esperes más de nosotros. Un día desaparecemos. No se nos ve más. Se nos olvida pronto de los hábitos cotidianos. Pero nuestra memoria siempre queda flotando vagamente por los rincones de la casa. Una vez tuve un Riforfo..., decimos mirando el cojín donde dormía que acabamos de tirar en el contenedor.