martes, 23 de febrero de 2016

Oda a los escritores malditos


Debe ser que estoy feliz (y no me explico por qué), porque no se me ocurre nada que escribir. Soy, seguramente, esa clase de escritores que se especializa en levantar testimonio contra sí mismos. Tal vez no hayan oído hablar de esta inconcebible categoría, un escritor que se denosta a sí mismo. Existe, sin embargo, aunque ninguno se destaque por un super ventas. Y es que, en efecto, somos una anomalía. Necesaria, sin embargo, para restablecer el equilibrio del universo, que es un lugar ordenado que aplica reglas simples, pero de estricto cumplimiento para seguir conservando su condición.
Nadie, por supuesto, quiere leer lo que tiene que decir un señor que empieza escribiendo soy una mierda no merezco vivir. Para empezar no es el tipo de cosas que necesitan ser pregonadas, antes bien, lo que necesitan es ser echadas en un agujero y cubiertas con una piedra (lo que es este blog, poco más o menos) para que las alimañas no las desentierren. Y no, esos tipos –disimuladamente me voy apartando– echan sus miserias a volar como cometas multicolores. Arman una fúnebre fiesta haciendo sonar el matasuegras de su ironía e insistiendo en mirarte a los ojos fijamente para que adviertas que los suyos están empañados. No llegan a llorar, no, si no es que están muy borrachos.
Unos tipos lamentables, por cierto, aunque, lamentablemente, necesarios, para que los buenos escritores, los llenos de sí mismos hasta rebosar, dispongan de unas raíces sólidas sobre las que hacer crecer su exuberante copa. Necesarios, sí, como es necesario el militante de base, el humilde militante que llena estadios, (estos escritores, junto con otros que aspiran a otra cosa, ilusos míos) llenan las estanterías de gris hojarasca que ofrezca un perfecto contraste sobre el que brillar los diamantes, brutos o  más trabajados, de aquellos otros. Estos escritores representan la necesaria abundancia que transmita a los incautos lectores la impresión de que están eligiendo al desecharlos a ellos y quedarse con los buenos, los auténticos, los de verdad escritores,  que no escriben para lamentarse ni llorar, porque ya tienen hombros de sobra sobre los que hacerlo, que escriben como los ángeles, sin acudir a la bajeza sentimental de autodegradarse. Odiosos autores de éxito, fama y gloria que desprecian con olímpico desdén a los mediocres, sin concederles siquiera el magnánimo gesto de una lectura, para qué, eso no es literatura. Sin comprender, en toda su grandeza, que nos deben, en parte, su triunfo, su brillo, que contrasta con nuestra grisura.
No, ya no escribo tanto. Pero cuando lo hago sin quejicumbre, sin llantosidad, sin dar pena, solo me sale rencor. Definitivamente me estoy apartando de este club;bueno, no sé si definitivamente, puede que ande de vacaciones.

lunes, 22 de febrero de 2016

Ondas gravitacionales

Han inventado un aparato que detecta «ondas» gravitacionales, que, por lo que dicen, provocan una perturbación en el continuo espacio-tiempo, vamos, que el espacio se encoje por un momento. Dicen que el mérito está en que por fin se ha constatado de manera física una consecuencia de la Teoría de la Relatividad. Lo que en realidad ha afectado al curioso aparato es un frente de ondas gravitacionales provocado por un choque colosal de dos agujeros negros que tuvo lugar hace mucho tiempo en un lugar remotísimo; las tales ondas han estado viajando por el tiempo y el espacio hasta alcanzarnos y hacer tilín en el aparatito. El aparatito, compuesto de rayos láser, es capaz de detectar, no me explico cómo si él está también inmerso en el continuo espacio-tiempo afectado por esas ondas, una microscópica variación en las distancias. No podemos estar hablando de que se hayan acercado y luego alejado porque eso sería un «movimiento», sino de otra cosa, algo más trascendental que, solo así puedo entenderlo, implica estar fuera del propio espacio-tiempo. (¿Tecnología extraterrestre inconfesada?).
Lo que implica eso de haber inventado un aparatito que detecta ondas gravitacionales es que con él podríamos observar el universo de una manera diferente, sin depender de la luz o −siendo más genéricos− del espectro electromagnético. Esta dependencia nos limita las observaciones a focos de «luz», es decir, estrellas. En cuanto a los planetas, dependemos de sus disposición a reflejar la luz de los soles cercanos, lo que nos lleva a incoherencias como que descubramos planetas que orbitan alrededor de soles que nunca podremos alcanzar y, sin embargo, desconozcamos lo que orbita en las capas más alejadas de nuestro propio sistema solar por no llegarnos −llegarles a ellos− luz suficiente del sol reflejada.
Por ejemplo, descubriríamos si en verdad hay un planeta en la parte exterior del Cinturón de Kuiper, −dicen que anunciado desde el comienzo de los días por los sumerios− que se intuye solo porque el dicho cinturón acaba abruptamente en un «acantilado» −me encantan estas nomenclaturas−.
Si se mejora esta tecnología ya podremos mirar lo que tenemos delante de las narices, como cuando te pones unas gafas para el astigmatismo. «Veremos» por fin el planeta X (Nibiru), si es que lo hay, y profundizaremos en esa fascinante Nube de Oort que −creo entenderlo así− rodea a todo nuestro sistema solar. 

lunes, 15 de febrero de 2016

Noticias del pasado.

Curiosa expedición de 5000 yanquis


Cinco mil americanos, entre hombres, mujeres y niños, proyectan abandonar el país para dirigirse a las riberas del Nilo en donde fundarán una colonia. Es el deseo de estos emigrantes acomodarse a la vida de las antiguas sociedades, intentando desarrollar una existencia de armonía y de progresivo desarrollo, prescindiendo de las comodidades que ofrece la vida actual.
Será el jefe de la expedición el doctor H. Speneer Lewis, presidente de la Asociación del culto filosófico Rosecrucian Order.
Ha manifestado el doctor Lewis que esta expedición partitrá el próximo año para ir a establecerse en Tel-el-Amarna, ciudad sagrada del antiguo rey Amenothis IV y fundador de la orden de la Rosacruz.
Aproximadamente formarían el total de expedición igual contingente de hombres y de mujeres los cuales serían escrupulosamente seleccionados entre los afiliados al culto filosófico, cuidando que su fortaleza corporal corriera parejas con su fe en las enseñanzas de la Orden.
Los colonos dejarían sus vestiduras modernas para ataviarse con arreglo a la moda del tiempo de Amenothis IV, rechazarían las máquinas y hasta las herramientas modernas para útiles iguales a los usados hacia el 1300 antes de Jesucristo, sujetándose además a las reglas morales y a las vastas leyes dictadas por dicho rey del antiguo Egipto, tratando de demostrar que aquellas leyes no han perdido todavía su eficacia para el género humano.


Napoleón no habla a los “Mediums”

Napoleón, cuyas cenizas reposan en el panteón de los Inválidos se ha negado a romper el silencio de su tumba para conceder una interviú. Dos médiums italianos que aseguraban poseer bastante fuerza astral para evocar los espíritus de los héroes, por mucho que hiciese que hubieran muerto, acudieron al International Methaphisical Institute de París diciendo que Napoleón, a su llamada, contestaría con palabras, desde su tumba, que podrían ser fácilmente recogidas. Aunque con gran escepticismo el Instituto permitió el experimento a los italianos y éstos eligieron un aparato que por medio de una cartulina fosforescente daría la impresión de las palabras sirviéndose de un teléfono ultrasensible. Verificada la prueba, el silencio más absoluto acogió el experimento.


El Progreso. Diario Republicano Autonomista. Decano de la prensa de Tenerife. Sábado 24 de diciembre de 1927.

NOTA: El tal Speneer es Spencer Lewis, fundador de la orden Rosacruz en EEUU y que en 1926 embarcaron en el SS Majestic a Europa para realizar el primer gran tour a Egipto de la sociedad AMORC. (Wikipedia por Harvey Spencer Lewis)

lunes, 8 de febrero de 2016

No sería extraño



¿Y el día que alguien me diga que tú has muerto?
Nah. No hay nadie en común que pueda hacerlo.
Tus amigos nunca fueron mis amigos.
Y mis amigos apenas te conocieron por mí.
O que alguien te diga a ti que el muerto fui yo
–que tanto te insistí en que moriría,
que lo mismo ya me creías difunto hace mucho tiempo–.
No, insisto. Ninguno sabremos por nadie
que al fin la vida le cobró al otro su deuda.
Para el caso, igual podríamos morir el mismo día,
hora, minuto, segundo. Tal vez nuestros espíritus
se crucen en el tránsito y no se reconozcan.
No sería extraño.

viernes, 5 de febrero de 2016

Campos de concentración

La experiencia más cercana a estar en un campo de concentración que hemos tenido los que por fortuna nunca hemos estado en un campo de concentración la hemos tenido los que, por ¿mala fortuna?, hemos hecho el servicio militar.
Seamos justos y digamos que no fue, ni mucho menos, una experiencia tan traumática como lo que nos transmiten las películas y las lecturas de los campos de concentración, pero que tiene algunos puntos de similitud. Para empezar desde que llegas te asignan un número y a partir de ese momento es como te llamas, 24, aún lo recuerdo.  Después el uniforme, que acaba por despojarte de tu individualidad. Más tarde la instrucción. Larga horas agotadoras de órdenes a gritos para hacer la tontería de marchar de un lado para otro golpeando el suelo con el talón de la bota, que contribuía, junto con el proceso de adaptación a las propias botas, a hacerte ampollas en los pies. Recuerdo los gritos permanentes de los sargentos y la constante prisa que nos metían para todo, levantarnos, lavarnos, vestirnos, correr a desayunar, volver corriendo para no llegar tarde a la fila. Todo lo acometíamos sin cuestionarnos nada, por miedo a los castigos que consistían en no dejarte salir el fin de semana. Más tarde uno se pregunta por qué obedecía y temía de aquella manera, si aquella sumisión compensaba el castigo. Es sorprendente la absoluta falta de rebeldía que conseguían imponernos. Mi único acto de sublevación consistía en aprovechar cualquier segundo que dispusiera para leer. Las uvas de la ira, concretamente. Con cierta frecuencia, al principio de la instrucción, me apartaba del grupo cuando podía y me escondía para dejarme llorar. Me sentía muy ridículo por ello, porque ya era un hombre grande, y ni llegaba a comprender el motivo de aquellas lágrimas, que me brotaban descontroladamente sin venir a cuento. (Un hábito, por cierto, que no he perdido del todo). Cuando ya pasó el periodo de instrucción, me sorprendía esa sumisión y sobre todo me sorprendía el endiosamiento en que tenía a los sargentos, a los que más tarde pude ver en su verdadera dimensión, la de unos jóvenes −yo ya tenía una edad que probablemente los superaba en cinco o seis años− absolutamente carentes de autoridad.
También resultaba interesante la relación con los compañeros. Había de todo, gente del campo que apenas había pisado la ciudad, brutos más cercanos al ganado vacuno que al humano, sinvergüenzas que se adaptaban sin conflicto. Estaba el pirado que jugaba por las noches con el machete hablando solo, o el histrión aniñado al que pillaban cada dos por tres masturbándose en las duchas. Hice un par de amigos que duraron unos cuantos años hasta que se extinguió la amistad, entre los más cercanos a mí, con estudios universitarios o intereses culturales semejantes. Esa camaradería ayudaba mucho a superar ese estado de sumisión y a despejar un poco las brumas a través de la cual percibíamos la auténtica y ridícula realidad de todo aquello.
El primer conflicto que sufría yo personalmente era la permanente lucha que había en mi interior de no querer estar allí. Cuando ya acabó todo, lo consideré un error. Mi principal enemigo era yo porque constantemente estaba hiriéndome con el deseo de estar en otra parte, fuera de allí. Envidiaba la actitud de aquellos que se adaptaban simplemente porque asumían que allí es donde estaban en ese momento y nada podía cambiar eso. No tenían ninguna necesidad de rebelarse, y al mismo tiempo esa asunción les liberaba de observar todo aquello como un ataque, una imposición. Simplemente estaban allí. Los más jóvenes tenían esa actitud liberadora. Los más viejos, por el contrario, nos sentíamos constantemente en tensión, aparte de por la presión externa, por la presión interna de querer salir.  Y eso nos afrentaba y nos entorpecía doblemente para percibir la realidad, nos hacía, creo ahora, más susceptibles a la sumisión. Pero espíritu de rebeldía, ninguno.
El periodo de instrucción duraba quince días. La mili completa un año. Los primeros quince días son los quince días más largos de toda mi vida. El resto del tiempo la situación cambiaba radicalmente. Aunque permanecía esa incomodidad interna cuya desaparición me hubiera permitido hasta disfrutar, literalmente, de un tiempo de absoluta falta de compromiso con la vida. Y eso es otra cosa que aprendí en el cuartel. La vida cuartelaria es una vida de absoluta falta de compromiso con la vida. Todo allí está reglado y por lo tanto tú no tienes que tomar decisiones. Levantarse, desayunar, ir a la oficina (yo estaba destinado allí), hacer las guardia, tiempo libre. Apenas puedes elegir, ya han decidido por ti cómo se va a organizar el día. Tú solo tienes que hacer lo que te dicen. Cualquier cosa que se salga de eso es o perder el tiempo o meterse en problemas. Nada de iniciativa. Es una situación de relajamiento, de irresponsabilidad personal. Estamos hablando de un tipo que a todas partes va con un fusil con cargador pinchado. La primera bala de fogueo, pero las demás auténticas. No se siente responsable, porque los responsables son los que dan las órdenes y te imponen cumplirlas. Si te dicen, dispara, disparas. Si te dicen quema judíos, quemas judíos.
Cuando todo terminó, lo más llamativo fue advertir todo esto, el estado de sumisión, el estado de permanente tensión que no me dejaba estar donde estaba, el miedo a los arrestos, la impresión de que podía haber disfrutado del cuartel si lo hubiera tomado con otra actitud, la percepción que tenía de los oficiales en el primer periodo (el periodo de opresión) tan radicalmente distinta de la tuve después, el orgullo que llegué a sentir alguna vez de formar parte de un comando. Todo eso me sigue asombrando, y cada vez que veo una película sobre campos de concentración identifico muchos de estos elementos.
Hasta unos cuantos años después de haber salido soñaba que tenía que volver. Eran sueños angustiosos, pero en el sentido de esas angustias que sientes por algo que no se acaba de terminar, que creías ya finalizado y vuelve a empezar. Sueños que tenían la intención de terminar algo que se había dejado a medio, como que algo había quedado por hacer.

lunes, 1 de febrero de 2016

Cultura, Artículo de Pérez Reverte, Película El hijo de Saúl

A propósito de un artículo de Pérez Reverte que aboga por la publicación de Mein Kampf, por dejar hablar a los hijos de puta, para decirlo a su manera, aunque después les peguemos un tiro, por conocer cómo piensa el mal, cuáles son sus justificaciones; estoy de acuerdo, aunque temerosamente. Añade él que una de esas lecturas debe enfrentarse con inteligencia, con cultura, con conocimiento para no tragarse toda esa mierda a palo seco. Y sin embargo yo, que me considero  culturado, aún sigo temeroso. Porque a menudo lo que convence no es el contenido sino la forma del mensaje, o tal vez, en primera instancia, que es a menudo con lo que muchos nos quedamos, lo que convence es la forma y no el contenido. Es cierto que para lo que sirve la cultura es para, en una segunda instancia de meditación reposada,  darse cuenta de cómo la forma traiciona al contenido  del mensaje, que, a pesar de la convicción y la férrea lógica empleada en justificar los argumentos, el mensaje sigue siendo perverso, y he aquí cuando uno entra en conflicto, ¿cómo justificar la perversión del mensaje con la misma lógica con que el mensaje perverso se justifica a sí mismo como necesario? Mi impresión es que al final la lógica no sirve, y sirve simplemente la convicción de cuáles son mis valores. Con esa convicción no hay lógica ni razón posible, un mensaje perverso es, tal vez solo para mí que tengo unas convicciones distintas, simplemente perverso, sea o no lógico. Y quizá por eso es necesario fijar cuales deberían ser las convicciones del Ser Humano, supongo que eso es lo que significa una Carta de los Derechos Humanos.

No. La dialéctica no tiene nada que ver en esto. Cuando lees un libro estás entrando en el universo de ese libro donde todo está construido para llevarte irremediablemente a sus conclusiones. El miedo que yo tengo es el de darme cuenta de que tras leer su libro le diera la razón, incapaz de rebatir sus argumentos dentro del sistema formal  que ese libro ha creado para justificar sus afirmaciones. Y el horror sería que una vez cerrado el libro aún siguiera asumiendo ese sistema formal y por lo tanto esas conclusiones. Lo que Pérez Reverte llama cultura en este caso no sería erudición sino disponer de un propio sistema formal ya construido, es decir, convicciones propias a las que volver una vez que te has sumergido en otro medio, desde las  cuales poder hacer la crítica a aquellas afirmaciones ahora desde tu propio sistema. El gran problema de nuestro tiempo es que solo muy pocos tienen ese sistema formal sólidamente construido. Ya la condición de culto no sirve –antes había una cierta confianza en que disponer de estudios universitarios lo situaba a uno en una categoría jerárquica superior a la masa– para enfrentar la dialéctica de la perversión.

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Ayer fui a ver El hijo de Saúl, de Laszlo Nemer. Otra película sobre el Holocausto. Mientras la veía, siempre me pasa con todo, trataba de sentir qué es lo que sentiría si yo mismo y mi familia estuviéramos en las circunstancias de los personajes. Siempre he creído que yo no solo no sería un superviviente, sino que trataría de ser la primera víctima para ahorrarme todo ese horror. Nunca comprendí –mentira, lo comprendo perfectamente– el empeño de los supervivientes en sobrevivir resignándose a la humillación, al sufrimiento extremo, al estado permanente de miedo –el peor de los estados del hombre que soy capaz de concebir–. No quiero comprender cómo es posible sobrevivir a eso, a saber que la gente con la que tropiezas por la calle puede llegar a tales extremos de indiferente crueldad con sus semejantes, a saber que tú mismo has sido capaz de tragarte cualquier atisbo de rebeldía con tal de vivir un día más, una hora más, un segundo más, y peor aún, que tú mismo has sido capaz de infligir a otros inhumano sufrimiento para salvar tu propia vida.
Una pequeñísima parte de los seres humanos que obran malignamente lo hacen por convicción, como instrumento para lograr sus fines, el resto se realiza por aquiescencia, por instinto de supervivencia, por necesidad irracional de mantenerse con vida, que lleva a la anulación de la actitud crítica, a la indiferencia, a la automatización. Solo los héroes, a los que admiramos tanto, han sido capaces de violentarse hasta el extremo de superar ese instinto. Tal vez en ellos la razón se impuso al instinto por el breve instante que sintieron el impulso de actuar, tal vez se arrepintieron al instante siguiente.

Fuí a ver la película por las buenas críticas en filmaffinity y porque decía que Laszlo Nemer era discípulo de Bela Tar. Esto me motivó porque con ese antecedente esperaba encontrar un estilo, además de una simple narración cinematográfica, algo más de cine y menos de narración. Y sí, lo tenía, con esos permanentes primeros planos, ese soslayamiento de la emoción fácil a que se presta el tema terrible que trata, incluso la banalización del horror  que es lo que debían sentir los personajes.
Pero, narrativamente, también nos muestra otra perspectiva del Holocausto que yo personalmente nunca había visto, una superación del victimismo –de esa manera tenue que permitían las circunstancias– precisamente encarnada en los que nos parecerían los más odiosos entre las víctimas de esta gran tragedia, los prisioneros que tenían como cometido realizar el trabajo sucio a cambio de una mejores condiciones de supervivencia. Condiciones que les permitía conservar un resto de dignidad –a costa de la infamia de ser verdugos de sus semejantes– para emprender una cierta resistencia. En cuanto al personaje central, cuyo cometido es integrarnos en ese ambiente, hacernos partícipe de él, su extraña obsesión no deja de ser poética y rebelde en medio de todo aquello, y otra forma de quiebra interior ante tanto horror.