miércoles, 20 de mayo de 2020

Estaba mirando una peli y

¡Oh! ¿qué ha sido eso, Clay, lo has visto?
Claro, muñeca. Lo he visto tan claro como tú y he comprendido tan claro como tú lo que es.
¿Y qué es, Clay, por qué  no me lo dices?
Porque ya lo sabes muñeca. Por qué voy a estar gastando saliva inútilmente.
Oh, Clay, me gusta que me lo digas, me das tanta seguridad; dime, Clay, qué era eso.
Era un rayo muñeca, ya lo sabes, un maldito rayo. Y ahora se pondrá a llover, maldita sea.
Oh, Clay, un rayo. Tengo tanto miedo a los rayos, Clay. ¿Me protegerás de los rayos, Clay?
Muñeca, ni aunque quisiera, que no querría, podría protegerte de uno de esos.
Estoy segura de que sí, Clay, te pondrías delante para que ese rayo malo no me hiciera nada. ¿Lo harías, Clay, lo harías por mí?
No muñeca, ni por pienso, lo haría. Pondría a mi madre delante para que parara el rayo si tuviera que defenderme de él.
Oh Clay, eres cruel, no quieres decírmelo, pero sí que lo harías, como hiciste con aquel hombre malo.
No, no muñeca, yo no hice nada, aquel hombre malo se me tiró encima.
Te enfrentaste a él por defenderme, Clay. Fuiste tan valiente.
Huía, muñeca, el tipo me alcanzó. Y luego me alcanzaron sus amigotes.
Oh, Clay, parecías tan duro defendiéndote de todos aquellos brutos. Golpeándoles a unos y a otros sin compasión.
Sí, muñeca, así fue. Les dejé los puños para el arrastre con mi cara.
Oh, Clay, y cómo sonreías, con esa indiferencia mientras les golpeabas. Fuiste tan valiente.
Desde entonces no puedo cerrar la boca, me deben haber dañado la mandíbula.
Bueno, Clay, salimos. Cúbreme con tu fuerte brazo.
Ponte del otro lado muñeca, la escayola no me deja abrazarte.
Oh, Clay, pero al otro lado tienes la muleta, tendrás que caminar.
Me apoyaré en ti muñeca, tú eres mi báculo como decía el tipo aquel en aquella película que vimos el sábado, recuerdas, muñeca.
Oh, clay, haces que me sonroje. Sabes que apenas vimos la película.
Bueno, yo miré un momento. Cuando me mordiste, pero luego volví a cerrar los ojos.
Oh, Clay, eres tan romántico.

domingo, 17 de mayo de 2020

La piel de un ciego

riiiing, riiiing
¿Quién es?
Se ha muerto. Ha dicho que se ha muerto
Quién lo ha dicho.
Él lo ha dicho.
Y quién ha muerto.
Él ha muerto.
No entiendo. Cómo se lo ha dicho.
Él lo ha dicho. 

miércoles, 13 de mayo de 2020

Pornocracia, qué bonita palabra, y encima ellos quedan como Papas

Leyendo a Pío Baroja, Cesar o nada, de la trilogía de Las Ciudades, Cesar, después de haberse empollado el Baedecker cuenta una historia a don Calixto y al canónigo don Justo (César temió que don Justo fuera uno de esos ratones de biblioteca que saben la mar, pero en cuanto le oyó decir «haiga» y «mismamente» se quedó tranquilo). Era la historia de Teodora y Marozia que durante cuarenta años cambiaron los Papas como quien cambia las cocineras.
César es muy sarcástico y muy descreído. Se burla mucho de la institución eclesiástica, así que no me fío demasiado de su historia y voy a comprobarla en la sincopedia virtual.

En efecto, Mariozia, era hija de Teodora, y en 907 se convirtió en la amante del papa Sergio III. Durante veinticinco años dirigió la política papal, periodo que luego fue llamado pornocracia. Dice que influyó en la elección de hasta seis papas y en la muerte de otros cuantos. Se casó con un tal Alberico al tiempo que tenía un hijo del papa, que Alberico reconoció. Cuando murió Alberico casóse con Guido de Toscana, hermano del que luego sería rey de Italia, gracias a la influencia de esta mujer y su marido. Tuvieron que luchar mucho contra el papa en ese momento, un tal Juan X, que se oponía a los planes de Maruziña y su marido Guido. Era cosa personal, porque por lo visto este Juan X tuvo tratos carnales con la madre de Mariozia, Teodora, y, insinúan las malas lenguas, que no sería descabellado pensar que Juan hubiera influido en la genética de Mariozia. Se llevaban a matar como padre e hija. Y cuando el hermanísimo subió al trono su primer acto consistió en patearle el culo al Décimo Juan hasta dejarlo fuera de la silla papal.
Cuando muere su segundo marido cásase ella con el cuñao, es decir, el rey don Hugo para lo cual este tuvo que anular su anterior matrimonio. Pero, ¿eso se podía hacer? Bueno, si el Papa lo dice, como es infalible… no falla. Así que le preguntaron al papa, “hijo, ¿verdad que el matrimonio de este hombre no valía y que el bueno, bueno, va a ser el nuestro”, y dijo el papa, “sí mamá”. El papa era un tal Juan XI, de «padre» Alberico y madre Mariozia.
Después el otro hijo, Alberiquito, se mosquearía con el nuevo matrimonio, porque él mismo perdía patrimonio, y se rebeló. Pero esto, amiguitos, es otra historia.

Me llama la atención lo circular de esta historia. Mariozia se carga la carrera de su presunto padre Juan X y Alberiquito se carga la carrera de su madre Mariozia. Y lo locos que están estos romanos.



sábado, 9 de mayo de 2020

Selby, epílogo

Leyendo Ultima parada, Brooklyn. Una serie de relatos donde los tíos se pasan el día en el bar hablando de motos y cuidándose el tupé, donde los tíos pegan a sus mujeres mientras piensan en homosexuales que pasan de ellos porque no tienen suficiente dinero; en homosexuales enamorados de tíos que esperan cobrar por tirárselas; de tíos que se quedan en la cama mientras sus mujeres se levantan a toda prisa para atender a los niños y vestirse para salir disparadas al trabajo, y les gritan para que callen a esos niños de una vez que no pueden dormir;  de tíos que mean por la ventana porque sus mujeres ocupan el baño, vistiéndose para ir a trabajar; ellos no tienen trabajo, pero tienen un tupé cojonudo que se cubren con una redecilla por la noche y piensan en las tías a las que se van a tirar en la próxima fiesta a la que ya tienen preparado ir; en fin de homosexuales que se sienten fastidiados porque una tía acaba de ponerse a parir en la cocina y la arrastran hasta la calle para que deje de molestar porque están teniendo una pequeña fiesta con unos macarras.

Esta es la visión del género masculino que ha dejado para la posteridad Hubert Jr Selby. Y hay muchos que todavía llevan con orgullo este modelo de comportamiento. Se imagina uno teniendo que explicar esto en el futuro, ojalá que sea un futuro en el que a uno se le caiga la cara de vergüenza de pertenecer  a esta categoría. No estoy seguro de que vayamos exactamente por ese camino.

Cierto, no todos somos así, ni mucho menos. Supongo que eso es un consuelo. Y supongo que si alguien se empeña también podrá sacar los trapos sucios de las mujeres, pero mucho me temo que tendrá que poner más inventiva.

A menudo pienso si todos esos incontables relatos que describen con pelos y señales las diversas características del mal con el piadoso fin de identificarlo cuando nos encontremos ante él y evitar dar ese mal paso, no se habrán confundido, a fuerza de repetición, de insistencia, de abundancia, con modelos de comportamiento que al final muchos adoptamos creyendo que es lo que se debe hacer.

No sé, a veces pienso que hay demasiada gente contando con demasiado detalle lo malignos que podemos llegar a ser algunos seres humanos.

Y siento decir, que todo esto no significa que me desagrade la lectura. Una lectura que revuelve las tripas no es necesariamente una lectura a evitar. ¡Esto es literatura amigo! El mal no descansa y uno tiene que estar avisado. 

domingo, 3 de mayo de 2020

Tralalá y un rascacio

Sigo leyendo Última salida, Brooklyn y esto viene a ser algo así como un plagio. Tómenselo como una reseña o como un desahogo porque el cabrón es un poco excesivo. A uno no le cuesta creer que haya gente así, hay gente pa too, pero lo que más impacta es esa indiferencia con la que ejercen la brutalidad, que casi, es una forma de explicarlo, está carente de malicia, como los juegos infantiles consistentes en torturar animalitos.

Se acerca el fin del confinamiento. Para algunos. Otros seguiremos con nuestra vida normal. Hoy nos hemos llegado hasta el Parque de La Ballena con Poncho y Selby. Él me estuvo contando de esa chica, T, ¿te acuerdas? La vimos en el bar del Griego la vez que nos cogimos aquel peo los tres con motivo de una de las presentaciones de Selby. Un peo de los buenos tuvo que ser que acabamos allí. De otro modo ni se nos ocurre pasar por esa calle estando más serenos. Si no recuerdo mal hasta pedimos ensaladilla; recuerdo que, a veces, me atormenta, te lo juro, con lo remilgado que he sido siempre yo para las cosas de comer. Sé que en algún momento vomité todo lo que había comido y parte de lo que había bebido en alguna papelera, que para eso yo soy muy cívico, y aún recuerdo el sabor del vómito asociado con aquella ensaladilla.
Cuando entramos en el bar los tipos aquellos nos miraban como jauría de lobos a unos cervatillos, los ojos les brillaban y sonreían dejando mostrar los colmillos con aire de cinismo que, y eso es lo sorprendente, no nos importaba una mierda. Los ignoramos y nos apoyamos en la barra reclamando cervezas. Y entonces ellos reconocieron a Selby que hasta entonces no los había saludado. A Selby lo respetaban como a un jefe mafioso. Tenían allí colgados, los marcos completamente cagados de moscas, pero los cristales impolutos para que se vieran bien, las caricaturas que Selby les había hecho de toda la panda.  Nos arrastraban del brazo hasta ellos, todos emocionados, y nos señalaban quién era quien. En uno de los dibujos aparecía la chica esa, T, con sus enormes tetas y su amplia sonrisa. Todos señalaron hacia ella que estaba al fondo y miraba orgullosa, pero tímida, y sacaba pecho para que se viera que era verdad que las tenía grandes. Ellos aparecían con sus tupés exagerados, sus paquetes bien resaltado con los pantalones ceñidos de amplias perneras, sus peines en los bolsillos traseros. Y a través de la puerta se apreciaban unas motazas que los flipaban más que todo. Se sentían los dueños de las motos ficticias y hasta se peleaban por cuál era de quién. Hasta el punto que, decía el Griego todo descojonado, pero a su manera, dejándolo ver solo a través de los ojos, sin modificar su semblante con ninguna mueca de condescendencia, que tenía que echarlos porque se amenazaban unos a otros con las navajas por la posesión de las motos.
Y Selby se reía y los trataba paternalmente, pese a que casi tenía su misma edad. Y ellos se movían alrededor de él como cachorrillos juguetones alrededor de la madre.
La encontraron, a la chica, detrás del bar de Willie, adonde van los borrachos y los soldados del cuartel a gastarse los últimos euros de la paga antes de volver al encierro. Estaba sobre el asiento trasero  que habían sacado de un coche abandonado hace meses allí. Tenía las ropas destrozadas y le habían roto la cara por varios sitios; la habían escupido, meado,  bañado en cerveza y semen, y hasta le habían metido un palo, que fue por donde se desangró. Dice Selby que se la habrían follado no menos de cuarenta tíos. Lo estuvieron contando toda la semana por ahí, y los que no habían estado, lamentaban habérselo perdido. Unos pocos aludían a la brutalidad que le habían hecho a la pobre chica pero enseguida quedaban desautorizados porque «era una guarra y se lo había estado buscando, provocando a los muchachos y mostrándoles las tetas y llamándoles maricones». Allí estuvo tirada toda la mañana hasta que alguien llamó a la policía mencionando el charco de sangre y el escándalo que montaban los perros que se disputaban el privilegio de lamer primero.

Mientras leía la historia de Tralalá, ya digo, paseaba con Poncho por el Parque de la Ballena. Había gente, más de lo habitual a esta hora en «tiempo ordinario», como dicen en los misales, caminando plácidamente o con el paso un poco acelerado, por aquello de parecer que están haciendo ejercicios. Muchos con sus máscaras puestas como manda la prescripción. Todo respira una paz social, un relax. Incluso nos saludamos a veces unos a otros, “buenos días, buenos días”, cosa extraordinaria en la ciudad y más entre desconocidos. Yo mantengo a Poncho amarrado porque aún tengo reciente la herida de que un policía me mirara ceñudo porque llevaba al perro sin correa. Hoy pienso preparar un caldo de pescado con el cual guisaré luego un rascacio precioso que compré ayer en el mercado. Fui tarde a comprar el pan y ya había una cola tremenda esperando a que un empleado del mercado les permitiera ir pasando. No me valía la pena esperar solo por el pan y me volví a casa a buscar el libro y el carrito de la compra para, ya puestos, hacer la compra completa de los sábados. Ahí me tocó una lectura poco incómoda, la boda de Tommy y el ansia de un tal Spook por tener una moto. Al final se compró una en el potrero de la policía, un cacharro que ni los polis tenían interés en quedarse. No me había dado tiempo de hacer planes para la compra e improvisé sobre la marcha.
Parece increíble que las dos situaciones ocurran en el mismo mundo. Parece inexplicable que alguien como yo lea «esa clase de libros» (en Inglaterra se lo censuraron porque resultaba pornográfico, estamos hablando de los años sesenta, cuando allí la justicia condenaba a los homosexuales y los obligaba a tomar productos químicos para que perdieran su pervertida líbido) 
Hoy es el día de la madre y la madre de mi vecina acaba de morir.

viernes, 1 de mayo de 2020

Selby, breve historia de una vida

Empecé a leer/mirar un libro de dibujos que encontré tirado en la basura, quiero decir, en el contenedor de papeles. No es que me ponga a rebuscar en el contenedor de papeles en busca de libros, pero este se veía a través del portalón medio abierto, por atestado de cartones y revista, y me tentó mirar, al menos, de qué se trataba. Después me interesé por el autor y esto es lo que pude sacar después de una laboriosa –más o menos– investigación bibliográfica.

El autor es un tal Selby No Sé Qué, hijo de Peter No Sé Qué, de Newark, y de Betsy Cualquiercosa, de Ontario, Canadá. Selby se crió con la abuela canadiense hasta que murió y se trasladó a vivir con su madre a Brooklyn. El padre aparecía de vez en cuando. Se supone que era representante de una compañía de electrodomésticos que se movía por todo el país y que ganaba un buen dinero, pero la mayor parte se lo llevaba su otra familia de California y el resto se lo pulía Peter en los casinos de los indios, en Connecticut, de camino a casa.  Así que Betsy tenía que trabajar para comer y pagar un piso barato en la peor zona de Red Hook, y lo hacía de camarera en el mismo bar que pintó Hoovert en la esquina de la cincuenta y seis con la veintidós este. Ese que tiene una amplia cristalera que va de calle a calle doblando la esquina, en donde unos aburridos clientes apenas molestan a una soñadora camarera que simula pasar la bayeta sobre la tarima mientras fuma un cigarrillo cuyo humo le enturbia la cara. Esa podría haber sido la madre de Selby y si miramos a la derecha, aunque ya fuera de la vista de la cristalera, podríamos ver al propio Selby de niño, sentado ante una mesa.
Era un sitio tranquilo por las noches, alejado de los barrios de animación nocturna, donde honestos padres de familia se tomaban la última copa después del trabajo, antes de enfrentar la desoladora tarea de volver a casa. Allí pasó muchas tardes, y hasta muy tarde, Selby, haciendo sus deberes escolares y dibujando sus primeras tiras humorísticas. A las mujeres que salían a última hora huyendo de sus maridos, su cansancio y sus broncas, les gustaba sentarse junto al tranquilo chiquillo y reírse con sus ocurrencias gráficas que ridiculizaban a los parroquianos del bar –en los que reconocían a sus propios maridos– y a ellas mismas. Fue una de ellas la que le consiguió colar sus primeros dibujos  en el Herald Hesitate, donde trabajaba su marido de redactor, en la separata infantil de los domingos. Selby tenía 12 años cuando empezó a ganar su primer sueldo como dibujante. A los catorce perdió la virginidad con alguna de aquellas esposas en el baño de señoras y a los dieciséis la volvió a perder con alguno de aquellos maridos en el baño de caballeros.
Selby siguió estudiando hasta los dieciocho. Podía haber ido a la universidad pero su madre no tenía dinero suficiente y él mismo no tenía suficiente interés. Para entonces sus tiras habían pasado  de la sección infantil a la sección de entretenimientos diarios. También el sueldo era mayor y disponía de recursos para dar rienda suelta a su curiosidad por los barrios del este de los que constantemente su madre le pedía que se mantuviera alejado.
Le gustaba pasear, conocer todo tipo de gente, preferiblemente en la cama donde no tenía que hablar mucho, nunca tuvo facilidad de palabra. Sin embargo su expresión estaba afinada, todos los tipos, todos los caracteres, aparecían, bastante desvirtuados, porque seguían siendo tiras cómicas, pero no ridiculizados, porque se hubiera buscado el odio de todos ellos, en sus dibujos. El periódico le practicaba una férrea censura evitando que mancharan sus honestas páginas cualquier alusión a la prostitución, la homosexualidad, las drogas, la corrupción policial, la corrupción política, la corrupción policial, la corrupción social, o la corrupción policial, de la que algo se sospechaba, pero que nadie se atrevía a confirmar directamente que existiese. Cuando Selby acumuló suficientes tiras rechazadas por el periódico pensó que había llegado el momento de publicar su primer álbum: así nació el deSelbys World, y con él entró Selby en el exclusivo –exclusivamente amplio– mundillo cultural del underground. Jack Kerouac le mencionaba en todas sus novelas aunque solo fuera de pasada, y según contó en aquella memorable entrevista con Edward Chafalmejas, siempre tuvo en proyecto novelar una de las alocadas historias de Selby, pero, como todos recordamos, estaba tan borracho que cuando le preguntaban después si todo aquello era verdad él admitía honestamente que no recordaba haberlo dicho, porque ni siquiera recordaba haber estado en aquel programa. Lo que sí es seguro es que el Hawls de Ginsberg hace referencia directa al Hols de Selby unos de sus personajes más carismáticos.
Hols es un chico de buena familia que estudia en un college del Village y tiene un porvenir brillante en la empresa de su padre que además especula en bolsa con lo que se ahorra con los miserables sueldos que paga a sus empleados, todos contratados temporales procedentes del Bowery. Pero por las noches Hols se convierte en Georgette, y se mezcla precisamente con todos esos empleados y les permite, sin que ellos lo sepan, cobrarse con ella todas las deudas que tienen pendientes con su padre y con el mundo. La vida nocturna de Georgette es mítica en el barrio y todos los travestidos están convencidos de que esas historias están basadas en su propia vida porque muchas de ellas han hablado o se han acostado o simplemente han estado tomando anfetaminas y fumando porros con Selby en alguna ocasión. También los macarras que frecuentan a las prostitutas de sexo inespecificado, la mayoría de ellos homosexuales que no se atreven a confesárselo a sí mismos y que están deseando volver a la cárcel para poder normalizar los que en la calle aparentan considerar una aberración y una dejación de sus características viriles, creen reflejarse al cien por cien en Vinnie y Harold, dos de los matones de Selby, cuyas principales características son que están siempre alrededor de las mariquitas, maltratándolas y despreciándolas pero incapaces de alejarse de ellas porque en realidad las desean. Tal vez hay que mencionar que no se prodiga mucho Selby en las escenas sexuales, que transcurren siempre en la trastienda de sus dibujos, lo que contribuye a que sus historias mantengan siempre una tensión sexual que nunca se sabe muy bien si se ha resuelto en alguna ocasión o no.
Aunque aparentemente pueda parecer, por lo relatado, que Selby lleva una vida de tirado, no es cierto. Él se toma sus paseos por los barrios malos como parte de un trabajo, que realiza muy a gusto, pero que no considera en realidad su vida, según admite en su libro de memorias Así nació Georgette. El libro, en realidad, está muy lejos de ser uno de esos textos pretendidamente íntimos en los que los famosos confiesan todas sus bajezas en un último intento de redención antes de morir enfermos y deshechos tras una vida de excesos. Fue un trabajo de encargo de la editorial californiana CityLights que le pidió un relato en el que explicara un poco el origen de sus curiosos personajes, en donde Selby no tuvo más remedio, a fuer de sincero, que admitir que en realidad nunca se sintió parte de todo aquel mundillo en todos los años que anduvo por los barrios. No se consideraba particularmente definido en su sexualidad, ni sentía ningún trauma particular por ello, le gustaba sencillamente practicar sexo de vez en cuando, fumar algún que otro porro y nada más. El objetivo principal de sus salidas era, por así decirlo, documentarse para sus tiras cómicas, y cada madrugada, más pronto o más tarde, volvía a casa y saludaba cordialmente a su madre mientras le llevaba el desayuno a la cama antes de que ella se levantara para iniciar una nueva interminable jornada laboral en la cafetería. La pobre mujer trabajó allí toda su vida; hasta La Muerte, segura de que no la encontraría en otra parte, la fue a buscar allí. Dicen –pero no son fuentes muy fiables, para entonces el bar solía llenarse de fans hagiógrafos de Selby que acudían allí con la esperanza de tropezárselo y pedirle un autógrafo, que hubieran afirmado que su madre era virgen– que la propia muerte le prendió, con un mechero negro que daba una llama muy roja, el último cigarrillo que la mujer se estaba fumando cuando cayó al suelo víctima de un atasco de sus venas llenas de grasa.
Selby padeció mucho la muerte de su madre y ni siquiera saludó a su padre en el entierro. En parte por desconocimiento, no lo había visto en años, aunque él tuvo el descaro de presentarse y felicitarlo por su éxito, pero no obtuvo más que un alzamiento de ceja por parte de Selby. Se notó esa muerte en las tiras, que se volvieron más amargas y también se notó ese encuentro porque las tiras se volvieron también más violentas. Y más tarde se notaron más cambios, como la introducción del color y la elaboración de los dibujos, y las historias que se volvieron más conservadoras. Seguían apareciendo macarras, prostitutas, travestis, drogas, chulos, honestos policías que luchaban contra la peste que asolaba las ciudades  y probos políticos que luchaban contra la plaga de la inmigración y la influencia extranjera que perjudicaba nuestros sacrosantos valores nacionales.
Al principio el público siguió buscando sus trabajos pensando que en cualquier momento desvelaría con un simple gesto toda la ironía y el sarcasmo que estas aparentemente inocentes historias implicaban, pero álbum tras álbum los mariquitas se iban curando de su «enfermedad», los macarras terminaban redimiéndose o muriendo por sobre dosis y las prostitutas se casaban con educadísimos multimillonarios  que las sacaban de la calle para vivir en suntuosos pisos de Beverly Hills.
La decadencia de Selby fue vertiginosa. De un día para otro dejaron de comprarle sus trabajos y las editoriales miraban hacia otro lado cuando él entraba en el despacho con una nueva propuesta.
Los últimos años de su vida, dicen, trabajó en un hospital haciendo labores de limpieza. De madrugada volvía a casa y después de prepararse el desayuno dibujaba incansablemente historias infantiles a todo color con fantásticas tramas que transcurrían en imaginarios reinos donde se enfrentaban el bien y el mal. Encontraron su cadáver después a dos días de muerto encima de sus dibujos, porque desde el hospital, donde le apreciaban, mandaron a alguien a preguntar por él extrañados por su irregular ausencia.
Los dibujos que encontraron en su casa los estuvo guardando el casero durante algunos meses en espera de que alguien los reclamara, eran la única posesión «valiosa» que había encontrado en casa de Selby. Ya pensaba en tirarlo todo a la basura cuando un muchacho, que trabaja de becario en el New Herald Hesitate, al que le habían encargado, por quitárselo de encima, una sección sobre los viejos muchachos del periodismo de antaño, preguntó por Selby y se llevó todos los dibujos.
Fue él quien se los presentó a un crítico de arte pop que había conocido personalmente a Warhol y a  Lichtenstein, que reconoció en ellos la mano de Selby y la grandiosidad como obra de arte que todo aquel material representaba. Eran miles y miles de páginas que relataban historias que se entremezclaban confusamente con personajes infantiles, de sexo indefinido, monstruos lascivos, ángeles, demonios, policías, y todo dibujado de forma muy barroca, a todo color y  exhibiendo clara  narratividad.
Este material se estuvo moviendo por los principales museos de arte contemporáneo del mundo hasta que alguien, no se sabe exactamente quien, aunque se rumorea de algún «dirigente» ruso que acumula obras de arte como quien guarda dinero dentro de un calcetín bajo el colchón, lo retiró del circuito y ya no se han vuelto a ver en público. Y ningún privado los ha mencionado en los últimos veinte años.

(Este personaje es ficticio, vergüenza me da mencionarlo, pero como hay gente muy despistada por ahí, mejor es dejar constancia de ello, que luego no me vengan con que ... y toda esa mierda. Sí. Todo esto tiene que ver con literatura. Últimas salidas ¿del autobús? hacia Brooklyn)


Ilustración de Henry Darger