lunes, 8 de febrero de 2010

Cándido

Final del discurso de la vieja en Cándido, de Voltaire, capítulo 12.


Yo he querido, cientos de veces, matarme, pero todavía sigo amando la vida. Esta debilidad ridícula es tal vez, de nuestras inclinaciones, la más funesta; pues ¿hay cosa más necia que cargar continuamente un fardo que siempre se está deseando abandonar? ¿De ser continuamente presa del horror y aún agarrarse al ser?, en fin, ¿de acariciar la serpiente que nos devora hasta que nos haya engullido el corazón?

lunes, 1 de febrero de 2010

Un fin de semana "movido"

Las "aventuras" de un hombre corriente no dan para un libro. Las cosas de interés ocurren esporádicamente, generalmente percances. Y mientras uno los vive y los resuelve no se le ocurre que a eso que le está pasando pueda llamársele "aventura". Con el tiempo, uno rememora los sucesos y a fuerza de contarlos adquieren un cierto brillo.

El viernes, después de ir a buscar a la cónyuga al aeropuerto, fuimos a comer a un restaurante en la playa de Ojos de Garza – cuya pervivencia está limitada por la ley de costas y la expansión del aeropuerto, lo que la ha descubierto a mi conciencia. Siempre he sabido que existía ese lugar pero nunca había estado allí. Ahora que está a punto de desaparecer pensé que había que ir a verlo para registrarlo en la memoria. No es que tenga tampoco gran interés, únicamente una fila de casas bastante estropeadas al borde de la playa, pero, vaya, es un lugar que conserva un cierto aire de pasado. A la vuelta paseamos por la arena hasta el coche. Al principio de la playa hay una edificación que está hecha de retales de materiales de construcción bastante abigarrada.

Al salir a la autovía tuvimos un percance. Me precipité y entré con prisas obligando a los coches que circulaban por esa vía a frenar con cierta precipitación – de hecho pensé que el coche que venía inmediatamente detrás se empotraba contra el mío. Cuando me adelantó, la tipa que lo conducía me hizo un gesto de reproche indicándome que si yo estaba loco. Con los nervios le grité que si ella fuera más despacio no tendría esos problemas. Pero fue una reacción orgullosa, meramente; yo sabía que había cometido una imprudencia que podía haber tenido consecuencias desagradables. Atribuyo la mala acción al despiste y a algo de somnolencia post admordium. Beber sólo bebí una cerveza sin alcohol y un café.

Nos metimos en el centro comercial Las Terrazas. Durante el paseo entramos en una tienda de ropa. Nos cruzamos con un muchacho que salía mientras ojeábamos las perchas (en las librerías se ojean las estanterías). Al momento me llama la dependienta. Me giro y está junto al muchacho que acaba de salir. Supongo que me va a consultar alguna cuestión relacionada con tallas o algo así, no sé, pero cuando me acerco me doy cuenta de que la mujer retiene bruscamente al chico. Al parecer le ha robado. El muchacho se deshace de la mujer y sale corriendo. Yo corro detrás sin mucha convicción. Salimos del local y seguimos por el pasillo, pero el tipo tiene la mala fortuna de tropezar y lo atrapo. La mujer viene detrás gritando que llamen a los de seguridad. Lo llevamos a la fuerza hasta la tienda y la mujer le obliga a quitarse lo que lleva puesto. Entonces es cuando me doy cuenta de qué es lo que ha robado. Lleva tres o cuatro jerséis uno encima de otro, algunos con la etiqueta que no se ha preocupado de arrancar. Mientras la mujer vuelve a llamar a los de seguridad que no llegan, yo me quedo junto al ladrón agarrándolo para que no vuelva a huir. Me siento un poco ridículo. En lo poco que lo he tentado el tipo tiene unos músculos impresionantes. Con mínimo esfuerzo se desharía de mí. Pero por el momento está tranquilo. Por el aliento me sospecho que está colocado. Un algo perdido de la mirada también lo delata. Después de un rato pierde la paciencia. Se va. Yo no soy nadie para retenerlo. Forcejeamos un poco, pero yo no me empleo mucho. Él se zafa y sale corriendo. La mujer, recuperada su mercancía y no viniendo los de seguridad, tampoco se arriesga.

Nosotros seguimos nuestro paseo, pero, imperceptiblemente, nos damos cierta prisa por volver al coche. Esta vez conduzco con muchísima más precaución.

El sábado voy a la finca. No está mi hermano. Corto algunas ramas de la higuera que están creciendo a través de la valla y que pueden terminar por tirarla o doblarla. Con la lluvia y la tierra mojada no hay mucho más que hacer. A la vuelta, a la altura de 7 Palmas, un motorista me adelanta y me indica que la rueda delantera izquierda de mi coche está muy desinflada. Me paro y, en efecto, casi se ha vaciado al completo. Tengo que cambiarla. Cuando saco la rueda de repuesto veo que está en un estado lamentable, casi peligroso, lo que me tiene preocupado todo el resto del fin de semana. El domingo, antes de llevar a la cónyuga de vuelta al aeropuerto, decido inflar la rueda pinchada por si acaso la de repuesto no aguante. Pienso que, si por fin revienta la de repuesto, al menos podré volverla a poner y, como se vacían muy lentamente, conseguiré llegar a destino. Para colmo se pone a llover. Hay declarada una alerta amarilla por lluvias, viento y aparato eléctrico. Por el camino vemos algunos rayos. Voy y vuelvo sin percances.

Hoy lunes tengo que llevarla sin falta a reparar. Conducir con la rueda de repuesto como está es incurrir casi en delito por imprudencia si pasara cualquier cosa. Estoy pensando en preguntar en la chatarra donde compré el espejo retrovisor por si tuvieran una goma en buenas condiciones que venderme. No quiero hacer mucho gasto en el coche porque estoy en un tris de tomar la decisión de comprarme un coche nuevo. Los doce años de éste me vienen, ya hace un tiempo, pesando demasiado en el bolsillo. Voy haciéndole reparaciones de a poquito y cada gasto me obliga a mantenerlo un tiempo más para amortizarlo. Así llevo un par de años sin decidirme a largarlo de una vez.