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miércoles, 27 de julio de 2022

Un hallazgo

 Bueno. Pues esta mañana, mientras paseaba a Poncho y leía a Juan José Saer (La pesquisa: por ahora no estoy entendiendo nada. Empieza con un tipo contándonos acerca de un policía, Morvan, que está locolacabeza con un asesino que se dedica a matar viejitas, pero a lo bestia, con descuartizamiento y efusión de sangre a tutiplein. Y no tienen pista ninguna por donde tirar para atrapar al tipo. Todo lo más es el tipo el que los tiene a ellos, a Morvan y al equipo especial que se ha formado para investigar los crímenes, acorralados en un barrio determinado en donde han ido concentrándose los últimos crímenes. Y de pronto se interrumpe la narración y cambiamos a otra parte. Aquella ocurría en París y esta ocurre ahora en Argentina. Un fulano, al que llama Pichón, ha regresado, desde París donde reside, a la Argentina, con la excusa de resolver unos asuntos de herencia, pero en realidad, tal vez, deducción mía, para averiguar qué le queda de todo aquello que fue antes su vida. Allí le reciben otros dos amigos, también con nombres raros, Pinocho – a veces llamado Soldi – y Tomatis. Con ellos recorre los paisajes en torno al río Paraná; van a visitar a la hija de un extinto amigo, Washington,  que custodia celosamente sus manuscritos, entre los cuales el principal es una novela de temática clásica – Grecia, la Ilíada y esas cosas – por la que ellos están muy interesados y que no consiguen  que la mujer, con la que hace tiempo se han peleado, les preste para estudiarla en detalle – Pichón sospecha que la novela, que ha podido mirar un instante,  no es de la autoría de Washington, pero por el momento no ha desvelado su sospecha –. Pues esta se interrumpe de nuevo y volvemos a Morvan, pero ahora descubrimos que es Pichón el tipo que les está contando la historia a sus dos amigos, sentados en una terraza de la que nos describen con opulencia de detalles todo  lo que se ve desde allí, desde el color de los ladrillos – rojos – de una pared en frente, hasta la disposición de otras mesas; lo mismo ha hecho, – descripción demorada – mientras paseábamos por el río. Y aquí me he quedado; sin sospechar a estas alturas cual es el destino de este río, hacia qué remotos mares me está llevando. Mi primera impresión de este Saer, al que leo por primera vez, es que es un poco envarado, rígido, intelectual, y que estas historias que cuenta son probablemente una distracción para contar otra cosa que está debajo, tal vez en los detalles que con tanta minucia describe. No descarto tener que releerla para comprender de qué va todo su rollo) cuando de pronto atisbo a lo lejos, al pie del contenedor de basura, al que me dirigía con la caca de mi perro en la mano – no propiamente en la mano sino envuelta en un papel de periódico – una bolsa negra, grande, a un lado de la cual se apoyaba lo que parecía un libro – aún casi no ha amanecido y yo soy medio cegato - . Esta es una zona propicia para este tipo de hallazgos, a la gente ya no le gusta tener libros en casa. Solo son capaces de ver en un libro un depósito de polvo, y prefieren dejar vacía la estantería o sustituirlos por una pieza de cerámica que son mucho más cómodas de limpiar. El libro de fuera era uno de Elvira Lindo, autora que, diosmeperdone, no despierta mi compasión, sin embargo dentro de la bolsa había una serie de tomos de estas ediciones, tan antiguas ya, de Planeta, que contenían toda la obra en varios tomos de autores de mucha fama en aquellos momentos, y que nutrieron mi adolescencia en las aburridas y calurosas tardes de verano, como Frank Yerby, Frank Slaughter, Baronesa d'Arcy o Pearl S. Buck; tampoco despertaron mi compasión pero sí mis recuerdos y con ellos mi melancolía de tiempos idos, mucho más esperanzados, simplemente porque lo que había de venir aún no había llegado. No es que lo que haya llegado sea malo, pero ya llegó y en eso radica su carencia de esperanza. Ver estos libros así es como ver una camada de gatitos y no poder llevárselos uno a casa para salvarlos de las atrocidades del mundo, al menos yo no lo hago porque por encima de mi compasión está mi comodidad pequeño burguesa y un respeto profundo por los ciclos naturales, que no quiero perturbar ni desequilibrar con mi  intervención antropo-sentimental (aunque el sentimiento sea una característica humana en sí, quiero decir con esta conexión que obedece a una de esas actuaciones que son  absurdas, casi perjudiciales o peligrosas, pero que nosotros, como seres humanos, consideramos que hay que realizarlas por cuestiones  sentimentales, es decir, desde una visión egocéntrica e irracional). En fin. Solo sucumbí a llevarme uno de los gatitos, que era tan hermoso que no podía abandonarlo, un primer tomo de las obras completas de Carmen Laforet. Luego, conteniendo las lágrimas me alejé de allí para no escuchar los maullidos de mi corazoncito de lector clamándome por la vida de aquellos pobres libros.

El retorno ya no lo cuento porque no vale la pena. Enseguida, vuelto a zambullirme en la lectura de Saer, olvidé el episodio. Poncho tiró de mí para continuar su propia investigación del mundo y cuando todo estuvo cumplido, como en las escrituras, regresamos a casa. 

sábado, 3 de abril de 2021

Parchís

 Me levanté a las siete. Con el cambio de hora, a las siete ya empieza a clarear. Sin embargo, cuando salimos, el día estaba muy oscuro. Dudé si en realidad no sería más temprano. La verdad es que la última vez que había mirado el reloj eran las menos veinte. Después no sé cuánto tiempo habré seguido durmiendo. Me desperté y me levanté de un salto sin volver a mirar, pensando que ya era tarde. Lo de que eran las siete simplemente fue una conjetura.

El caso es que el cielo parecía muy oscuro para ser las siete. Estaba muy nublado cuando salimos. Así se explicaba la falta de claridad. Lo mismo nos pillaba el chaparrón anunciado para el fin de semana por el camino. De todas maneras no tenía ganas de ir muy lejos hoy. Así que dejé que Poncho decidiera tirar. Tiró por donde siempre. 

Cruzamos la Avenida Escaleritas. Atravesamos el parque. Bordeamos el Pepe Gonçalvez. Cruzamos el aparcamiento. Y entonces se puso a llover. Tuve que guardar el libro aunque apenas era un goteo. Como no creía demasiado en la persistencia del fenómeno animé a Poncho a continuar, innecesariamente. Pero un poco más abajo arreció (me gusta emplear esta palabra). Había que meterse en algún lado. Cruzando la carretera estaban los aparcamientos del edificio. Aunque eran muy altos, si te metías bien adentro no te alcanzaba la lluvia. 

Una señora con su canito (una cosa ridícula para llamarla perro) se había refugiado ya allí. Dudé, por no intimidar, mi vestimenta matutina es bastante sospechosa, por no decir claramente amenazadora. Sin embargo la señora pareció conocerme porque aludió a mi afición lectora.

—¿La lluvia no le deja leer, eh?

La miré, era más bien bajita y vestía muy sobriamente como para fijarse en ella, pero cuando lo hacías, se veía bonita. Tendría unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Escurrida, menudita, con cara muy luminosa. 

—Ya habrá tiempo –contesté –Dejemos paso a la lluvia primero – me salió así la pedantería.

—Qué caballeroso –sonrió ella.

Nos quedamos mirando cómo caía el agua. Mirando al cielo. Incómodos, al menos yo, porque no se me dan bien las conversaciones espontáneas.

—Parece que persiste. No vale la pena esperar aquí. ¿Por qué no sube y echamos una partida al parchís? –rompió el incómodo silencio.

Me quedé estupefacto. La miré con cara de sorpresa, pero en su rostro no había más que inocencia y esa luminosa sonrisa sin una brizna de malicia. 

— Venga, anímese, vivo aquí mismo –y comenzó a andar hacia el portal. Poncho la siguió instintivamente (tal vez no exactamente a ella sino a su perrita) y yo con el mismo instinto seguí a Poncho sin voluntad de reaccionar.

En el ascensor fue un momento incómodo. Ella miraba hacia arriba, como previsualizando el piso al que nos dirigíamos y yo miraba a Poncho como interesado en su pelaje. Poncho miraba a la perrita y la perrita no miraba nada, parecía medio estrábica. 

— Aquí es –dijo ella cuando se paró el ascensor. Salió dándose prisa en adelantarme y abrió la puerta de su vivienda. Yo titubeé antes de entrar, pero Poncho, con más mundo que yo, cruzó resueltamente el umbral, y nos encontramos en un amplio salón muy luminoso. En frente había un gran ventanal por el que se podía apreciar que aún llovía. También se veía el Hospital y más allá las montañas, y el mar y todo lo demás.

—Puedes soltar al perro –Me di cuenta de que había empezado a tutearme –, estará bien con Samia.

Ella le mostrará la casa.

—Oh, Samia, qué nombre más curioso –repliqué, sin saber todavía muy bien a qué atenerme –. Él es Poncho. 

—Corre, Poncho, vete con Samia a la cocina que hay comidita –se dirigió ella a Poncho, que la miró con esa indiferencia suya, y luego, con la misma indiferencia, se dirigió hacia una puerta en cuyo umbral estaba esperándole la perrita –. Siéntate, enseguida vuelvo. Voy a ponerme más cómoda –. Y desapareció por otra puerta, como en un vodevil. 

Cuando regresó vestía, su cuerpo ya desvestido, un camisón largo muy ligero y abierto, apenas sujeto a la cintura. Se apreciaba su desnudez interior sin mucho esfuerzo. Ella andaba hacia mí muy resuelta y vivaz. Ese rostro siempre brillante de sonrisa alegre. En las manos llevaba un tablero y una cajita que me pidió que cogiera cuando ya estaba lo suficientemente cerca. En efecto se trataba de un tablero de parchís que colocó sobre la mesita que había delante del sofá. Ella se colocó al otro lado sentada en el suelo sobre la alfombra con las piernas recogidas en plan sirenita. Yo me senté en el sofá, casi en el borde en una posición algo incómoda, tal y como me sentía. De la cajita ella sacó las fichas, el dado y el cubilete.

—Como solo somos dos tendremos que coger casas opuestas. Si no te importa yo me quedo la roja. Es un color que me apasiona. Es tan… sensual –. Yo seguía estupefacto mirándola ordenar sus fichas ensimismada. Las colocó perfectamente dentro del círculo rojo formando un cuadrado. Torpemente yo coloqué la mías en la casilla amarilla. 

Desde mi altura tenía una visión clara de su cuerpo a través de las aberturas de su camisón. Aunque sus transparencias apenas estorbaban a la vista. Tenía una piel muy blanca, casi transparente, sin manchas, y unos senos pequeños, infantiles casi, donde resaltaban sus pezoncillos apenas. Una leve sombra de bello tiraba de la vista hacia su ombligo, muy coqueto. Había tenido el pudor de ponerse, o no quitarse, las bragas, nunca mejor llamadas braguitas. También blancas, sin adornos.

—Bueno, pues nos jugamos a ver quien empieza. El que saque el número más alto, ¿vale? –Yo asentí. Ella tiró y salió un tres. Gané yo con un seis así que empecé el juego.

Su estrategia era bastante arriesgada. Sacó todas sus fichas en cuanto pudo. En cambio yo preferí lanzar solo dos y reservar las otras dos hasta que hubiera avanzado bastante las primera. Como ella tenía que mover simultáneamente sus cuatro fichas y yo solo dos, las mías avanzaban más rápidamente. Mi primera ficha ya estaba alcanzando el seguro de la zona roja cuando la más avanzada de las suyas apenas llegaba a sobrepasar la sección verde. Mi segunda ficha, más rezagada quedaba al comienzo del pasillo de la zona azul. Ella repartía sus tiradas entre todas las suyas. Yo hacía avanzar más rápidamente la mía de vanguardia y solo ocasionalmente, con los números más altos hacía dar un paso a la rezagada. Así alcancé a pillar a su ficha postrera en los alrededores de la de seguridad en la casa amarilla. Su siguiente tirada la colocó justo dentro, protegiéndola de mi ataque, pero un cinco me permitió comerle la siguiente. Se disgustó mucho con este movimiento y por unos instante desapareció la placidez de su rostro. Temí haberla ofendido con mi entrega al juego. En cambio mis miradas hacia su cuerpo no parecían preocuparle en absoluto. Por fortuna la siguiente tirada le permitió vengarse comiéndose mi ficha más avanzada. Eso la hizo tan feliz que todo su cuerpo resplandeció de movimientos y grititos de alegría. Yo me dispuse a emplear toda mi fuerza en la siguiente, y en cuanto pude puse en juego las otras dos, simulé un gesto de empeño luchador, que en absoluto tenía, pero que ella captó como aceptando el reto. 

Los movimientos se volvieron más enérgicos y concentrados. Casi nos robábamos el dado y el cubilete antes de que este hubiera dejado de trepidar. Ella casi gimió cuando su primera ficha, coronando el pasillo, entró en la meta. Resultaba tan deliciosa su celebración que casi preferí perder para disfrutar al menos otras dos veces de ese espectáculo. Pero también había en mí un cierto impulso de victoria y conseguí a mi vez alcanzar mi meta, aún a costa de la pérdida de otra de mis fichas. 

Con su segunda ficha en la casilla de meta ella limpiaba su tablero porque las otras dos habían sucumbido en la batalla. En cuanto a mí, la que me restaba aún estaba muy lejos de su destino. Declaré solemnemente su victoria con una inclinación sumisa. Ella sonrió ampliamente, se levantó y me tomó de las manos para celebrarla. La acompañé en un extraño baile alrededor del salón. Algo rígido yo que nunca he sido muy expresivo, pero disfrutando tanto como ella de su alegría. 

Cuando se sació de celebrar pareció como despertar del sueño.

—¡Qué mala anfitriona soy!, no te he invitado ni a un café.

—No te preocupes. Ya es bastante tarde. Ha dejado de llover y tenemos que volver. Nos esperan para desayunar.

—Oh, qué lastima. Yo pensaba darte la revancha. Tal vez otro día. 

—Otra lluvia quizás –repliqué yo mientras le ponía la correa a Poncho. Ella me miraba hacer con un gesto algo contrito que me produjo mucho alborozo interior. Me dirigí hacia la puerta como esperando su aprobación. Ella se echó a andar adelantándome para abrirme la puerta. Crucé a su lado recibiendo la dulzura de su mirada y un suavísimo adiós que acarició mis oídos todo el camino de vuelta a casa.

Había sido una extraña partida. Y ni siquiera nos habíamos intercambiado los nombres. 

viernes, 19 de febrero de 2021

Un general confederado de Big Sur de Richard Brautigan

 


Tal vez no se lo crean, dada mi última reseña de un libro de Richard Brautigan, pero he vuelto a leer [otro libro de | a] Richard Brautigan. (Y aún leeré otro más si la muerte no me alcanza, si no llega el fin del mundo o no se cruza algo más interesante por el camino… vale, si, simplemente no cambio de humor). Porque lo cierto es que me divierto leyendo a Richard Brautigan. 

Este libro no es ni mejor ni peor que el anterior, La pesca de la trucha en América, pero tiene algunas similitudes que querría resaltar. Si en La pesca… no aprendiste nada acerca de la pesca de la trucha en América, ¡acertaste!, el libro no iba de eso. Ni de ninguna otra cosa. Pues bien, este otro libro tampoco va de generales confederados. Tal vez sí un poco de Big Sur, que es una zona de la costa oeste de Estados Unidos que ...(léanse la wikipedia).  Es famosa, en mi caso, quiero decir, que yo había oído hablar de ella, porque hay una curiosa novelita de Jack Kerouac, que se pasó una temporada por esos andurriales, metido en una cabaña de madera, en medio de un bosque en el quinto pino, aunque  no demasiado lejos de una carretera. Por lo que sé hay mucho de eso, bosques, pinos, alguna carretera (hay un puente muy bonito) y acantilados que llegan hasta el mar, y playas, también hay playas. 

Pues bien. Aquí sí hay una historia. Muy loca. Muy de ir a ninguna parte. Pero historia. El personaje central podríamos decir que es Lee Mellon. Un tipo muy loco que se nos presenta contándonos cómo ha atracado a un marica rico que pretendía cobrarse oralmente el servicio de autostop que le había prestado. No creo que Lee sea homofóbico ni nada de eso. Pero necesitaba dinero y el marica rico estaba allí y le dio una excusa. Así lo pienso. Pues bien. Lee creía que tenía un abuelo que había sido general confederado en la guerra de Secesión americana. Lo buscaron en un libro muy interesante, en la biblioteca, que por lo visto recopila el listado y las biografías de todos los generales confederados, pero no encontraron su nombre. Y además los echó la bibliotecaria porque estaban un poco excedidos de alegría. Tampoco está muy claro que nadie de Big Sur participara en aquella guerra. Por lo visto, en aquellos tiempos allí solo había indios con taparrabos y se duda que tuvieran interés en unirse a los confederados para defender su (de aquellos) sacrosanto derecho a tener esclavos negros trabajando en sus granjas de algodón. Mi mayor respeto para los indios con taparrabos, que además tenían el buen gusto, probablemente, de chapurrear el castellano.  Pues bien, a Lee no le va bien el tiempo que está en San Francisco o donde sea que están, que no me acuerdo, y fuera de dejar preñada a una chica, del resto pasa hambre y necesidades en la casa en ruinas que ocupa.  Tiene que echar mano de su amigo Jesse, el narrador, pero ni aún así consigue superar sus dificultades. Por eso se vuelve a Big Sur. La chica se quedó preñada más veces; le preguntaba mucho a Jesse si había visto a Lee Mellon, y Jesse se acostubró a mentirle que no, que no sabía nada del tipo.

Jesse se queda por ahí, por donde sea que no me acuerdo de qué ciudad era, y conoce a una chica, Elisabeth. Pero no le va bien tampoco con Elisabeth y decide darse un salto por lo de Lee. Allí conviven en aquella casa que Lee y otro tipo construyeron con sus propias manos y mucha ginebra. Razón por la cual ni los agujeros eran tan hondos,  ni los palos que sostienen el techo resultaban tan largos y la casa quedó un poco achaparrada. Entre ranas croando y chicos que intentan robarles la gasolina por la noche,  se pasan un tiempo. Luego bajan hasta, tampoco me acuerdo del nombre de aquella ciudad, a comprar algo de bebida con el dinero que les cobraron a los chicos por no dejarse robar la gasolina y conocieron a Elaine. Más tarde aparecerá por allí Elisabeth. Y aún hay otro más, un tipo muy loco con un maletín lleno de dinero que en uno de los mil y pico finales del libro acaban tirando al mar.

Este es un resumen, así a vuela tecla, de lo que trata el libro. A mí me divirtió. Y los pocos fragmentos que le leí a Poncho … no sé si le hicieron mucha gracia. Poncho es mucho Poncho y se tiene mucho recorrido. 

domingo, 14 de febrero de 2021

Las cosas que pasan leyendo a Brautigan

 Estaba por ahí, por las ramblas, paseando a Poncho y leyendo a Richard Brautigan. Me reía, esperando a que Poncho oliera uno matos, después de leer un párrafo de Brautigan donde contaba cómo Jesse recuerda la razón por la cual aquella cabaña de Big Sur tenía el techo demasiado bajo: "El día que levantaron las paredes había hecho mucho calor, y con tres botellas de ginebra, Lee Mellon no dejaba de empinar el codo, y el otro tipo, uno de esos sujetos religiosos profundamente perturbados, no dejaba de empinar el codo. Naturalmente, era su ginebra, su tierra, su material de construcción, su madre, su herencia, y Lee Mellon dijo: Hemos hecho los agujeros lo bastante profundos, pero los postes son demasiado largos. Los serraré". Y me reía porque imagino a Lee. Con esa seguridad que tiene en su completa irresponsabilidad. Conozco algunos tipos así, son simpáticos mientas te mantengas lo bastante alejado de ellos. Entonces, mientras reía, se abre la persiana de la ventana que tengo a unos metros por encima de mi cabeza, y una mujercita de aspecto bastante atractivo a pesar de estar recién levantada, me dio los buenos días.

--- ¡Eh!, Hola. Buenos días. ¿Qué es lo que te hace tanta gracia por ahí?. 

--- ¡Oh! -respondí- discúlpame. Sé que es temprano. Me distraje leyendo y a lo mejor hice mucho ruido.

--- La risa no es ruido. Te invito a un café y me cuentas qué es lo que te estaba haciendo tanta gracia.

La propuesta me resultó muy estimulante, pero las implicaciones me acobardaron. 

--- Te diría que sí, pero luego me vas a pedir que follemos y temo no estar a la altura de tus expectativas.

--- No te preocupes por mis expectativas. Vivamos el presente. Ya tengo puesto el café al fuego.

La dialéctica de aquella mujer me parecía admirable. Deshacía mi cobardía tan delicadamente como los rayos de sol despejan la niebla matutina. Me dirigí al portal, escuché el sonido del portero automático y entramos Poncho y yo. Subimos los pocos tramos de escalera necesarios para alcanzar la entrada a su piso. Ella estaba a la puerta, apoyada en el quicio. Vestía, o más bien la desvestía, una bata de tela muy ligera completamente desabotonada para que se percibiera con completa claridad que iba desnuda por dentro. Poncho puso la misma cara de tonto que yo. Pero yo me recompuse antes y tomándola por la cintura, por debajo de la bata, la besé en los labios y luego por el cuello hasta morderle la orejilla tan coqueta que lucía a uno de los lados de su hermosa cabecita. No me cabía duda de que al otro lado había incluso otra. Un derroche de belleza.

---Aún le faltan cinco minutos al café --susurró ella.

---Me sobran dos --respondí, tal vez precipitadamente.  


sábado, 30 de enero de 2021

Parque del Espíritu Santo, a las seis y media de la mañana

 Estoy paseando por las calles heladas de un Londres nocturno. No es demasiado tarde para un argentino, soy argentino, pero aquí ya no hay nadie por las calles a las diez. También es verdad que nunca hace tanto frío en Buenos Aires. Doy tumbos porque no tengo ganas de volver al hotel y entro en una pizzería, regentada por españoles. Allí vuelvo a encontrar a un grupito de tres chicas punkies con las que ya había coincidido antes cuando nos paramos todos a mirar, en un escaparate, una partida de ajedrez que una maquinita jugaba consigo misma. No sé jugar al ajedrez, pero recuerdo que pensé que la máquina se había equivocado en hacer un movimiento que le llevó luego a tablas, la corregí mentalmente imaginando la derivación por mí planteada y corroboré mi conclusión, jaque en dos jugadas, tal vez tres. Entonces oí un silbido. Miré hacia atrás, pero como tenía las gafas quitadas por culpa del vaho, por culpa de la incordiante mascarilla, no vi a nadie. Entré en la pizzería y me senté en una mesa apartada. Preferí hablar en inglés porque no quería contemporizar con aquellos españoles. Oí de nuevo el silbido y una voz, ¡eh, Ricardo!. Me puse las gafas. Era Octavio, que también paseaba a su perro. Disimulando el fastidio, guardé el libro en el bolso. Qué pasa, Octavio. Hablamos un rato. Después de pasear al perro se irá a caminar. Lo mismo se para por ahí, por la churrería, a desayunar. Luego se pondrá a estudiar. Sí, está estudiando una oposición. También está con el carnet de conducir. Nunca se lo había planteado porque todos los trabajos que ha tenido siempre han estado muy cerca de su casa. Ahora lleva unos años en paro. Y con la pandemia... En cuanto puedo me cuelo en medio de una de sus frases: tengo que seguir, que se me hace tarde, todavía tengo que vestirme y salir pitando para el curro, hasta luego, Octavio. Y en cuanto se pierde vuelvo a la pizzería. Aprovechando que la gorda me ha estado mirando, como para provocar, me he acercado y me he sentado con ellas. Me he presentado, primero, ja. No me han recibido mal. Me han preguntado de donde soy, yo he jugado un poco con mi procedencia. Argentina les suena. Borges. Las otras dos se marchan y dejan sola a mi muchachita punk... etc.

domingo, 3 de mayo de 2020

Tralalá y un rascacio

Sigo leyendo Última salida, Brooklyn y esto viene a ser algo así como un plagio. Tómenselo como una reseña o como un desahogo porque el cabrón es un poco excesivo. A uno no le cuesta creer que haya gente así, hay gente pa too, pero lo que más impacta es esa indiferencia con la que ejercen la brutalidad, que casi, es una forma de explicarlo, está carente de malicia, como los juegos infantiles consistentes en torturar animalitos.

Se acerca el fin del confinamiento. Para algunos. Otros seguiremos con nuestra vida normal. Hoy nos hemos llegado hasta el Parque de La Ballena con Poncho y Selby. Él me estuvo contando de esa chica, T, ¿te acuerdas? La vimos en el bar del Griego la vez que nos cogimos aquel peo los tres con motivo de una de las presentaciones de Selby. Un peo de los buenos tuvo que ser que acabamos allí. De otro modo ni se nos ocurre pasar por esa calle estando más serenos. Si no recuerdo mal hasta pedimos ensaladilla; recuerdo que, a veces, me atormenta, te lo juro, con lo remilgado que he sido siempre yo para las cosas de comer. Sé que en algún momento vomité todo lo que había comido y parte de lo que había bebido en alguna papelera, que para eso yo soy muy cívico, y aún recuerdo el sabor del vómito asociado con aquella ensaladilla.
Cuando entramos en el bar los tipos aquellos nos miraban como jauría de lobos a unos cervatillos, los ojos les brillaban y sonreían dejando mostrar los colmillos con aire de cinismo que, y eso es lo sorprendente, no nos importaba una mierda. Los ignoramos y nos apoyamos en la barra reclamando cervezas. Y entonces ellos reconocieron a Selby que hasta entonces no los había saludado. A Selby lo respetaban como a un jefe mafioso. Tenían allí colgados, los marcos completamente cagados de moscas, pero los cristales impolutos para que se vieran bien, las caricaturas que Selby les había hecho de toda la panda.  Nos arrastraban del brazo hasta ellos, todos emocionados, y nos señalaban quién era quien. En uno de los dibujos aparecía la chica esa, T, con sus enormes tetas y su amplia sonrisa. Todos señalaron hacia ella que estaba al fondo y miraba orgullosa, pero tímida, y sacaba pecho para que se viera que era verdad que las tenía grandes. Ellos aparecían con sus tupés exagerados, sus paquetes bien resaltado con los pantalones ceñidos de amplias perneras, sus peines en los bolsillos traseros. Y a través de la puerta se apreciaban unas motazas que los flipaban más que todo. Se sentían los dueños de las motos ficticias y hasta se peleaban por cuál era de quién. Hasta el punto que, decía el Griego todo descojonado, pero a su manera, dejándolo ver solo a través de los ojos, sin modificar su semblante con ninguna mueca de condescendencia, que tenía que echarlos porque se amenazaban unos a otros con las navajas por la posesión de las motos.
Y Selby se reía y los trataba paternalmente, pese a que casi tenía su misma edad. Y ellos se movían alrededor de él como cachorrillos juguetones alrededor de la madre.
La encontraron, a la chica, detrás del bar de Willie, adonde van los borrachos y los soldados del cuartel a gastarse los últimos euros de la paga antes de volver al encierro. Estaba sobre el asiento trasero  que habían sacado de un coche abandonado hace meses allí. Tenía las ropas destrozadas y le habían roto la cara por varios sitios; la habían escupido, meado,  bañado en cerveza y semen, y hasta le habían metido un palo, que fue por donde se desangró. Dice Selby que se la habrían follado no menos de cuarenta tíos. Lo estuvieron contando toda la semana por ahí, y los que no habían estado, lamentaban habérselo perdido. Unos pocos aludían a la brutalidad que le habían hecho a la pobre chica pero enseguida quedaban desautorizados porque «era una guarra y se lo había estado buscando, provocando a los muchachos y mostrándoles las tetas y llamándoles maricones». Allí estuvo tirada toda la mañana hasta que alguien llamó a la policía mencionando el charco de sangre y el escándalo que montaban los perros que se disputaban el privilegio de lamer primero.

Mientras leía la historia de Tralalá, ya digo, paseaba con Poncho por el Parque de la Ballena. Había gente, más de lo habitual a esta hora en «tiempo ordinario», como dicen en los misales, caminando plácidamente o con el paso un poco acelerado, por aquello de parecer que están haciendo ejercicios. Muchos con sus máscaras puestas como manda la prescripción. Todo respira una paz social, un relax. Incluso nos saludamos a veces unos a otros, “buenos días, buenos días”, cosa extraordinaria en la ciudad y más entre desconocidos. Yo mantengo a Poncho amarrado porque aún tengo reciente la herida de que un policía me mirara ceñudo porque llevaba al perro sin correa. Hoy pienso preparar un caldo de pescado con el cual guisaré luego un rascacio precioso que compré ayer en el mercado. Fui tarde a comprar el pan y ya había una cola tremenda esperando a que un empleado del mercado les permitiera ir pasando. No me valía la pena esperar solo por el pan y me volví a casa a buscar el libro y el carrito de la compra para, ya puestos, hacer la compra completa de los sábados. Ahí me tocó una lectura poco incómoda, la boda de Tommy y el ansia de un tal Spook por tener una moto. Al final se compró una en el potrero de la policía, un cacharro que ni los polis tenían interés en quedarse. No me había dado tiempo de hacer planes para la compra e improvisé sobre la marcha.
Parece increíble que las dos situaciones ocurran en el mismo mundo. Parece inexplicable que alguien como yo lea «esa clase de libros» (en Inglaterra se lo censuraron porque resultaba pornográfico, estamos hablando de los años sesenta, cuando allí la justicia condenaba a los homosexuales y los obligaba a tomar productos químicos para que perdieran su pervertida líbido) 
Hoy es el día de la madre y la madre de mi vecina acaba de morir.

martes, 14 de abril de 2020

Gatos negros gatos muertos

Es un texto que encontré mirando por ahí mis archivos. Me gustó, me emocionó y pensé, este texto tiene una continuación. Son esos gatitos de ahí, que salen en el vídeo.



Hay una gata que nos ronda. Se deja, más o menos, acariciar y hasta entra en casa si no está Poncho cerca. Viene, a menudo, con otra gata, también negra, negras las dos. La otra es más huraña. Es como si echara a esta delante para que nos engatusara y así seguir teniendo comida. Ayer por la mañana la encontré muerta, a la otra, delante de la puerta de unos vecinos más allá. No me atreví a tocarla. Solo la miré. Poncho la olió y siguió sin moverse. Dicen que la envenenaron. Hay gente que hace eso. Envenena gatos. Está la figura de la loca de los gatos sobradamente conocida y burlada,  y en cambio el envenenador de gatos pasa desapercibido. Se debe tratar de una persona llena de justa razón para matar. De autoridad y de seguridad en sí misma. Los gatos no deben existir. Y si nadie hace nada, lo haré yo. A mí me da un poco de miedo. En general, la gente que mata me da miedo. Prefiero a la gente que alimenta. Aunque alimente a asesinos. Aunque alimente a gatos. Prefiero a la loca de los gatos. Incluso sabiendo que la loca de los gatos ama más a los gatos que a las personas. Tiene toda la razón. Las personas no son amables, los gatos sí. A muchas personas hay que amarlas por imperativo legal o por necesidad o por costumbre. A pocas personas se las ama por amor. Y a veces dan ganas de envenenar personas. Es perfectamente comprensible. A lo mejor esa persona envenena gatos porque no puede envenenar personas. A lo mejor también en eso está equivocado si lo que busca es un mundo mejor. La gatita cariñosa ha vuelto. Está un poco más gorda. Dicen que está preñada. 

domingo, 22 de septiembre de 2019

De la película de Tarkosvki, Nostalgia.



En la tal película hay un fulano, que se llama Doménico. Estaba loco. Lo tuvieron que sacar de su casa donde tuvo encerrados a su mujer y su hijo durante siete años porque temía que llegara el fin del mundo. Cuando el personaje, el poeta ruso Gorchakov, habla con él, Domenico apenas le explica que había sido egoísta; que él había pretendido salvar solamente a su familia; pero que ahora se proponía salvar a toda la humanidad. Esta es la razón de este discurso final. Despertar a la humanidad.
Mientras él está dando este discurso, Gorchakov está en la piscina de Santa Caterina, cumpliendo la promesa que le había hecho a Domenico: cruzar la piscina de aguas sulfurosas con una vela encendida. Doménico lo había intentado pero los espíritus le apagaban la vela. Por eso se lo pidió a Gorchakov, que, en un primer momento, rechazó la tontería, pero luego, cuando supo que Domenico estaba en Roma, recordó el compromiso y decidió cumplirlo. Casualmente, y es un signo benévolo, cuando llega a Santa Caterina, han vaciado la piscina para limpiarla. Después de varios intentos, lo consigue.

Por las mañanas salgo a pasear a Poncho. Una ciudad es todas las ciudades. Pero cada una es "todas las ciudades" a su manera. Esto es un poco de la mía.

La música final es un fragmento del tema Valuska, del compositor Húngaro Mihaly Vig. Lo conozco (el tema y al compositor) de las películas de Bela Tar. Este tema en concreto pertenece a la la versión que hizo Tar de la novela de Lazslo Krashnahorkai La melancolía de la resistencia.

(para compensar la falta de calidad del vídeo, el autor trata de despistar a los oyentes-lectores con un palabrerío lleno de referencias cultas que trata de mantener el respeto que los oyentes-lectores le han perdido al ver y oír el infame vídeo que les ha colado)

jueves, 27 de junio de 2019

Arbolitos, Au paires y Judíos

Cultivo sin mucha maña pero con férrea perseverancia un arbolito en la zona del mirador. Ya tiene unos dos años de trasplantado al aire libre. Lo cultivé desde semilla, en casa. La semilla la pillé de un arbolito de algún parque de la ciudad, ni siquiera sé qué árbol es. Cuando me pareció que era lo suficientemente grandecito lo trasladé hasta aquella zona. Ya lo había intentado con un limonero, pero no lo consiguió, el pequeñín. (Sí, tengo muescas en este corazoncito de jardinero)
Bueno, pues me han partido mi arbolito. Vive aún, pero tiene una severa contusión, clara quebradura en su tronco de apenas 25, 30 centímetros. Sospecho que el culpable es algún dueño de perro distraído que va siguiendo al can mientras este busca el lugar idóneo para depositar sus heces. Los perros son muy exquisitos en esto, al contrario que los humanos que tiran su mierda en el instante donde les pilla el impulso de deshacerse de ella. Eso sí, se ocultan pudorosamente para no enseñar el culo o la pilila.
Lo cierto es que le tenía el entorno descuidado. No me decido a determinar si es mejor el ocultamiento o la visibilidad. (Precisamente en la conferencia de ayer se hablaba de camuflaje) Por un lado creo que cuanto más expuesto, más sujeto está uno a ser víctima explícita, escogida por los que practican el mal de manera consciente, pero el ocultamiento, la mimetización con el entorno, el no destacar, provoca lo que le ha sucedido a mi arbolito, que es que una distracción pudo haberle causado la muerte. La gente sin mala intención respeta aquello que le parece que debe ser respetado, pero trata con indiferencia aquello que no considera que sea digno de atención. Sin destacarse demasiado mi arbolito era una excrecencia más de lo verde sucio y medio seco que crece por allí, rodeado de cagadas de perro y multitud de papeles y demás porquería. No es que sea un basurero pero ha conocido tiempos mejores. Mi opción ha sido arriesgarme ahora por el otro lado y destacarlo con un círculo de piedras para que todos adviertan que hay alguien que se está preocupando por aquello. La ventaja de destacarse es que dejas de ser un objeto indiferente del medio pero te conviertes en un posible foco de atracción para los que explícitamente desean cometer tropelías. Afortunadamente estos son muchísimos menos que los distraídos, pero van más a saco, a tiro hecho, con los propósitos más definidos.
La indiferencia me carcome. Me refiero al comportamiento indiferente o fingidamente indiferente de la humanidad. Tengo una frase que refleja esto: “La indiferencia daña, pero no disfrutas. Si quieres disfrutar con el daño que provocas a otros, sé consciente. Si no quieres dañar a otros, sé consciente”
Estoy leyendo el libro de Hannah Arend, Eichman en Jerusalem. Ahí lo que queda claro es que la indiferencia o la indiferencia fingida mata, y mucho. En este caso la indiferencia con que mataban porque, simplemente, tocaba matar, era una orden. Y lo importante era cumplir la orden, no esos cuerpos ruidosos y molestos. Y los medios que se organizaron para acabar con ellos fueron de los más prácticos, desde dispararles al borde de las fosas para que calleran directamente en ellas hasta meterlos ya desnudos en camiones cerrados en los que en el traslado a las fosas derivaban la salida de gases del camión a la caja donde iban amontonados, de manera que al llegar a las fosas ya estaban asfixiados y listos para enterrar. Pero también está la indiferencia, fingida o no, de los que sabían lo que se estaba perpetrando y se hacían los locos o se aprovechaban de ello porque, o lo hacían ellos o  lo harían otros y ellos perderían la oportunidad. Ayer pusieron por la tele un reportaje sobre las condiciones de trabajo de la/os au paire españoles en Inglaterra.  Se supone que los contratan para que se sumerjan en el idioma en una familia a cambio de alojamiento y un servicio de acompañamiento de los niños. Lo que realmente ocurre es que ellos exigen un trabajo de sirviente, es decir, alguien que además de cuidarles los niños durante 13 horas al día, les mantiene la casa en su punto fregando, limpiando, y lo que se tercie. No comprendo cómo esos muchachos aguantan vivir en esas condiciones que tanto traicionan el propósito inicial (ellos explicaban, porque en España no hay trabajo), cuya idea central es que estudien al tiempo que obtienen una pequeña remuneración por un trabajo sencillo. Algunos de ellos no tenían literalmente tiempo para acudir a ningún tipo de clases. En cuanto a la inmersión, las familias simplemente no hablaban con ellos. El colmo del asunto es que después de pasarse 13 horas al día cuidando a sus hijos, no les permitían estar con ellos en el salón o en la cocina porque invadían su intimidad. Seré bruto pero este tipo de comportamiento es el que tendría cualquier familia alemana en el tiempo en el que los judíos eran tratados como individuos de cuarta clase. En el programa medio entrevistaban a uno de estos anfitriones y el hombre, de unos cuarenta años, consideraba perfectamente normal el trato que les daban a la persona que tenían cuidando a sus hijos, es más se consideraba un benefactor. Es imposible que una persona en sus cabales no advierta cuándo está despreciando, humillando , esclavizando a otra persona, por eso mi empeño en matizar siempre que esta indiferencia es bastante fingida. Saben, pero no lo van a declarar, que están aprovechándose de las debilidades del otro. Y esto no ocurre en un barrio periférico de un país miserable sino en una familia de clase media en la mismísima Gran ...isla.
Quizá sea un poco excesivo hasta donde me llevan los pensamientos después de haber descubierto la herida infligida a mi arbolito, pero me afectó mucho la situación de aquellos chicos y chicas. Y por supuesto me sentí culpable por mi situación de privilegio como se sintieron culpables los supervivientes de las matanzas de judíos, por considerar que no había ninguna razón para que ellos hubieran salvado la vida y los otros no.

EPÍLOGO:
Hoy, jueves 11 de julio, cuando he ido a regarlo, he descubierto lo que en las noticias se describiría como un macabro hallazgo: el trocito de terreno delimitado por piedras estaba vacío, y el cadáver de mi arbolito aparecía tirado un poco más allá.  Tengo dos hipótesis: a) el árbol intentó escapar; consiguió desenterrase incluso rompiéndose una parte de la raíz, pero no contaba con que, como los peces fuera del agua, no resistiría mucho tiempo fuera de la tierra. b) una mano anónima lo arrancó con toda la intención y propósito que su estado de conciencia le permite albergar y lo tiró a un lado como una cosa, por alguna desconocida razón, entre las que no está, evidentemente, el rapto.
Lo he replantado en una maceta en casa. Veremos a ver si consigue recuperarse de esta. Por un lado, un poco por encima de la rotura le estaba saliendo una ramita verde muy prometedora. Es como si hubieran asesinado a una hembra embarazada. ¡Terrible!


lunes, 10 de junio de 2019

¿Solo ratas?

Mientras paseaba al perro por el parque la otra noche vi cómo una rata subía por una palmera, una de esas whashingtonianas que no tienen escamas, que parecen un tronco pelado. Subía tranquilamente, como si se estuviera dando un paseo con las manos en los bolsillos y pensando en sus parientes las musarañas. Cuando llega a la zona esa que está rodeada por una plancha metálica lisa, generalmente grana, colocada allí precisamente para que las ratas no puedan continuar su ascenso, presumiendo, yo,  que todo el mérito está en sus finas y resistentes uñas aprovechando cualquier rugosidad del tronco y que aquella plancha lisa le iba a restar agarre, disuadiéndola de continuar palmera arriba, o que, perdiendo una pata (como se dice vulgarmente trasladándolo al reino animal), iría a caer al suelo con peligro de que mi perro, ratonero al fin, le saltara encima, veo con asombro que se para precisamente sobre la plancha, se pasea por ella y hasta se permite un bailecito, como burlándose de mí que la observo aterrado dando aquellos saltitos horizontales, aterrizando siempre en la plancha, justo en la perpendicular, a completo despecho de la fuerza de la gravedad, o como dirigiéndola en el sentido que más le conviniese. Cuando se cansó de las burlas, retomó su aire meditativo y, ignorándome, si es que me había tenido en cuenta, continuó su ascenso sin ninguna prisa en llegar al nido.

domingo, 6 de enero de 2019

Día de Reyes.



Hoy me levanté tarde. No escuché a Poncho, probablemente también se quedó dormido. Habrán venido los reyes por la noche y nos habrán drogado para que no les estorbemos en su labor de ladrón inverso. Como regalo de cumpleaños para mi arbolito he decidido que hoy le echaría una botella de agua. Vamos que toca regarlo. No lo riego todos los días, apenas una o dos veces por semana. Ya tiene un año. Es mayor. Tiene que ir acostumbrándose a las inclemencias de la vida. Me está creciendo poco, yo creo que se ha acomodado a los mimos. Veremos a ver si crece.

En el libro de Svetlana, han seguido las voces. Que si el carácter ruso, que si la obediencia y el miedo a las represalias si no obedeces. Que si la falta de disciplina: cumplen las órdenes, pero como les da la gana. Tampoco les suministran los medios mínimos de protección. Eso sí, cuando terminan les dan un diploma. En casa son unos lisiados, enfermos, que tratan de comprender la enormidad de lo que ha pasado y no lo aparenta. Pero es muy gordo lo que ha pasado. Todos recuerdan la guerra, pero esto no es como la guerra. Nadie los ha preparado para esto. Y aún no saben cómo enfrentarlo. No es solo por las enfermedades, por los muertos, el cáncer, las malformaciones. Es todo lo demás. La radiación invisible. La normalidad traicionera. Dicen que las verdaderas consecuencias tardarán en aparecer, pero serán terribles. El miedo.

De camino para casa me encontré una moneda de diez céntimos. Mi regalo de reyes. Este año será un año de fortuna económica. Iré ahuecando la bolsa.

En casa preparo el roscón. Ha estado en el horno, fermentando, toda la noche. Lo visto y al horno, ahora sí, infernal, pero menos. No me dan satisfacciones mis experiencias reposteras. Pero es mi lema: Hazlo, hazlo mal, pero hazlo, no te quedes mirándote las manos, impotente, pensando en que nunca podrás, en que nunca serás (aquel que podía haber sido, decía, poco más o menos don Fernando -¿qué don, si es más joven que tú?-).

A la parentela le gustan los regalos. Ya no es como antes, claro. Somos todos grandes. No hay globos, ni confetis. No hay juguetes, muñecos, bicicletas. Las calles están vacías. Me acuerdo... ¡bah!, eran otros tiempos. Estos son los tiempos de ahora. Ni mejores ni peores. Empieza un año nuevo. Otra vez. El martes, a trabajar. O como quieras llamarlo (algunos somos más afortunados que otros), pero es obligatorio, y por lo tanto un castigo. (¡Nadie te obliga!, el miedo me obliga, y mi estómago y sus estómagos y su futuro y yo qué sé, tampoco es que hayan demasiadas opciones, mejor ir con un poco de ... buen ánimo)

Y poco más. Aquí viene la familia.

viernes, 7 de diciembre de 2018

La muerte de (el libro de) Knausgard


Pues me acabé el libro de Karl Ove.  Y sigo sin comprender las razones por las que lo escribió. No fueron, ciertamente, las de tratar de comprender al padre, explicarnos por qué un hombre normal, un padre de familia, profesor de instituto, acaba muriendo como muere ese hombre. La única conclusión apenas perceptible del libro es la comprensión del propio Karl Ove acerca de que tenía a su padre muy metido dentro; a pesar del rechazo que experimentaba por él, muchas de las cosas que hacía lo tenían como referencia. Las inexplicables lágrimas vertidas, a mi juicio, solo pueden provenir de la necesidad de un padre, que ahora ya, definitivamente, estará insatisfecha.
Ese  párrafo final acerca de lo que es la muerte, me parece a mí que es, también importante, pero más racional, más para, eso, dar una razón a la escritura de este libro.
Así que cierro el libro, me lo meto en el bolsillo, llamo a Poncho y emprendemos el regreso. Se oyen los gritos de los entrenamientos en el Pepe Gonçalvez. Nosotros subimos hacia la Avenida Escaleritas por el parquecillo que hay enfrente.
Un anciano empieza a bajar las escaleras, a un lado el bastón, al otro la barandilla. Cada paso es dado con una lentitud minuciosa. Me ofrezco, mira tú qué jechura, a ayudarlo. El anciano me mira, luego mira hacia adelante, hacia abajo y continúa su proceloso descenso.
– No, gracias, muchacho, no hace falta. No tengo prisa por llegar a ninguna parte. Nadie me empuja. Esa, solo espera –dice señalando con un gesto de la cara hacia atrás. Miro hacia atrás, pero no hay nadie.
» Todo lo más –continúa– hace tintinear las llaves. No sé para qué lleva unas llaves. Pero las hace tintinear. Y pese a mi sordera las oigo perfectamente. Y oigo perfectamente cada grano que cae. Y sigue cayendo, y no se acaban nunca. Que si no fuera por esta artrosis y el dolor de cadera le aflojaba un bastonazo a esa puñetera clepsidra que ibas a ver tú si se acababa o no se acababa todo de una vez...
Así siguió bajando y hablando y bajando. Poncho y yo lo miramos un buen rato. Dejamos de entender lo que decía. Me aseguré que llegaba sano y salvo al siguiente descansillo y luego continuamos escaleras arriba. Vamos Poncho. A ver si miramos qué vamos a leer ahora.

Postdata: Voces de Chernobyl, de Svetlana Aleksiévich

sábado, 28 de abril de 2018

Ella dijo guau

Estoy por el parque de la Ballena, ya de retorno a casa después de subir por Juan Carlos Primero y echar un vistazo al barrio de las Torres donde han construido algunos complejos de viviendas nuevos desde la última vez que paseé por allí, y también han delimitado algunos parques, de modo que parece una zona bastante tranquila y despejada. Constrastan los edificios de nueva construcción con aspiraciones a high selected people con las casas de auto construcción que eran la base fundamental de ese barrio. En fin, que iba regresando ya por el parque de La Ballena cuando mi perrillo se acerca a otro que parecía jovencito, juguetón. La señora que tira de él, digo señora, pero es evidente que la deceneo y pico en edad, pregunta ¿es macho?, y yo, aún sin mirarla, respondo lo habitual, sí, macho, pero ... y entonces alzo la vista para mirarla, es guapa, en efecto de unos cuarenta y cinco, me mira fíjamente, con una intensidad sospechosa, y me interrumpe fríamente, ¿...y el perro? No continúo mi explicación. La miro con cierto temor y más por romper el hielo o el bloque de cemento, pregunto, ¿es hembra?, y juro que no me doy cuenta de que le he seguido el juego cuando hago la pregunta, pero cuando vengo a darme cuenta ella ya ha respondido, ¡no sabes cuánto!, ¿qué te parece si hacemos lo mismo que los perros?. Estoy completamente descolocado. No acierto a comprender qué está pasando, y, te juro, respondí: ¿te refieres a lamernos y olernos el culo? Y entonces, por un momento su cara de hielo se aflojó, pero solo un instante, luego sonrió y dijo, sí, eso también.
Y la seguí hasta donde me llevó. Porque me agarró del brazo y me guió como a un cieguito. Entramos en un zaguán, subimos al primer piso y abrió una puerta. La casa me recordaba a una en la que estuvimos viviendo escasamente un año antes de mudarnos a una realmente nuestra. Estábamos en la cocina. Ella fue hasta el poyo, abrió los armarios, sacó comida de perro y le puso a su perrito en su cacharro. Luego le puso también a Poncho en otro, que en cuanto comprendió el gesto se desentendió de mí inmediatamente. Luego ella vino hasta mí, sonriendo con una felicidad interior que regocijaba y me empujó pasillo adentro hasta un dormitorio. Había una cama inmensa y un armario ropero ocupando toda una pared, prácticamente nada más porque nada más cabía allí. Ella se desnudó completamente, se puso a cuatro patas sobre la cama, meneó el culito como si tuviera rabo y estuviera contenta y dijo: ¡guau!

domingo, 22 de abril de 2018

Ciudades desiertas de José Agustín (Paseo al perro.)



Salgo en dirección al parque de los Juegos Olímpicos de México y después de que el perro eche un par de meadas en la hierba sigo  por Obispo Romo, cruzo y subo una calle por Carlos Mauricio Blandy para meterme por la del Letrado Ramírez Doreste y ya estoy en Henry Dunant. Pero en realidad la que quiero coger es Obispo Servera que tiene vistas a Schamman y a mi colegio, que en mis tiempos se llamaba Veintinueve de Abril y conmemoraba la victoria castellana sobre la barbarie aborigen. Después le han cambiado el nombre, cuando nos convertimos en región autónoma y orgullosa de su pasado. En este colegio hice la segunda mitad de mi egb. La primera la hice en un colegio privado. Uno pequeñín instalado en un piso –cuando nos portábamos mal la maestra nos ponía en el patio de rodillas y ordenaba a la vecina que estaba tendiendo que nos vigilara y si nos movíamos la avisara por teléfono, pero la vecina nos miraba, sonreía y nos guiñaba un ojo–. Aún existe la institución, aunque hoy ya es un imperio, entonces apenas llegaba a fundación. De aquí, del veintinueve, recuerdo a Agustín, un muchacho, algo mayor que yo, que tocaba, no recuerdo qué instrumento, en la banda de Agaete. José Agustín se llama el tipo, mexicano, cuyo libro ando leyendo. Un tal Eligio anda recorriendo los EEUU en busca de su esposa, Susana. La pinche Susana se le ha escapado tres veces y el muy… sigue creyendo que es suya y que no tiene ningún derecho a escapársele. La persigue, creo yo, por ese orgullo. Y ella se escapa precisamente por eso. Ella no es de nadie. Los Estados Unidos que pinta José Agustín son bastante fríos, –no solo porque estamos en invierno y ha empezado a nevar– desolados en el sentido humano: calles, eso sí, amplias, limpias, pero vacías, muertas, sin vida. Pueblos sin carácter, sin distintivo, gentes muy homogéneas, sin matices, y todas todas, orgullosas de su gran nación, condescendientes con las demás. En boca de algunos personajes, tanto mexicanos como americanos, se declara al pueblo yanqui un pueblo sin raíces, y por eso esa fascinación por lo exótico –Susana fue a EEUU invitada por una beca literaria en la que se invitan a escritores de muchos países a convivir durante unas semanas. Eso sí, todo pagado, todo programado, todo minuciosamente ordenado–. Yo bajo por las escaleras que hay junto al Club Natación Ciudad Alta, que vienen a dar a la parte alta de Mariucha. Por aquí subía yo todos los días hacia el instituto, que entonces era el Alonso Quesada y ahora es el Pablo Montesinos. Cambiaron el nombre o en realidad mudaron el nombre a un edificio nuevo, que está casi en frente. Justo en esta plaza, una vez, ya en COU, es decir, diecisiete años, el pelo muy largo, un chiquillo me llamó señora y me preguntó la hora. Mariucha llega a la avenida de Escaleritas y ahora veo en el mapa que aquella placetilla se llama Santa Juana de Castilla –¿Por qué le pondrán este nombre a esta plaza, quién será esta Juana? No es ninguna santa, es una obra de teatro de don Benito sobre la famosa hija de los reyes católicos– .Y ya estamos en la parte alta del Parque de La Ballena. Por aquí se ponen a danzar, algunos domingos por la mañana, unos taichistas, pero hoy no están porque ha llovido de madrugada y se mantienen una nubes amenazadoras por alli, por el sur. Me sorprenden los hombres con los que anda Susana, este Eligio, que es un animalito machote mejicano, aunque por momentos lo redime por ser tan espontáneo, tan dicharachero, pero no afectuoso, más bien distante en ese aspecto, y cuando lo dibuja, José Agustín, así un poco sensible, resulta patético y algo falso, porque es resultado de su dolor-rabia por el abandono, que es lo que realmente parece dolerle, más que la ausencia. Por otro lado está ese polaco, un oso enorme que no dice ni una palabra, pero ni una. Todo lo que él pueda o no sentir lo presupone ella de su mutismo. No reacciona ni cuando Eligio le golpea, que lo hace en un par de ocasiones. Él solo tendría que cerrar la mano en torno a la cabeza de Eligio para aplastarlo, pero nunca reacciona a sus ataques. Simplemente se deja golpear y luego se va. Ni siquiera huye, se va. Y nunca, nunca emite un sonido. Es de una dejadez absoluta. Y lo curioso es todo lo que elucubra Susana en torno a él, las razones por las cuales parece haberle tomado afición a ella, la sigue, la invita «con la mirada»  a su apartamento. Lee junto a ella. En algún momento le toma la mano de ella y la coloca sobre su pene… Imposible comprender las razones por las que una mujer quiera estar con un armatoste como ese. Pero ella está a gusto. Al menos un tiempo. Son absolutamente contrarios uno y otro, me refiero a Emilio y el polaco. Supongo que el contraste. Pienso sobre ello y de pronto me doy cuenta de que este libro lo ha escrito un hombre. Un hombre que habla sobre el comportamiento de una mujer. Aunque el prólogo es de una mujer, esta celebra el libro como La primera novela verdaderamente antimachista escrita en México (Elena Poniatowska) Me gusta este parque. Hay muchos arbolitos que, si los dejan crecer, algún día será un bosque digno. Aquí dejo suelto al perro, que corretea persiguiendo a las palomas, quedándose a olisquear y luego alcanzándome de una galopada. Camina a mi paso, que aunque voy leyendo no es lento, se aleja y vuelve otra vez. Creo que le gusta a él también. Luego pasamos por debajo del Puente de la Pepa  (en el mapa dice calle Sargento Provisional, y no parece que haya un puente. Que no se llama así sino que como se construyó en tiempos de la insigne alcaldesa Luzardo, pues así le he puesto) Desde arriba, en el google map, el parque parece la cabeza de un calvo con implantes. Es una foto vieja, ahora ya han crecido los árboles algo más que como aparece ahí. También se percibe en el solar de delante de la gasolinera una forma dibujada en la tierra. Digno de señalar entre esos misteriosos dibujos que se aprecian desde el google earth. (Este tiene explicación pedestre, ahí se instalan las carpas cuando pasan por la isla los circos y otros espectáculos flotantes)
Pasamos por debajo del estadio y continuamos la lectura. Desaparece Susana y Eligio se lanza tras de ella. Como no se le apetece ir solo se acerca a Irene, una chiquita norteamericana que estaba algo así como de becaria en el proyecto que le ha estado haciendo ojitos, y le dice “vamos”, y ella va. De nuevo esto me sorprende. ¿Hacen las mujeres estas cosas?, es decir, un tipo, como Eligio, que ofrece toda la desconfianza del mundo como compañero de cualquier cosa que no sea beber, te dice, vamos a recorrer en coche el país en busca de mi mujer y cuando la encuentre, adiós muy buenas. Y ella dice, ¡ah, vale!, y allá que se va con él. De nuevo hay que recordar que esto lo escribe José Agustín, no Josefa Agustina, pero no se me hace extraño, al contrario. Quiero decir, ¿qué piensa esa mujer? Bueno, ella también tiene esa necesidad de salir de allí, de aquella universidad muerta. Se dice, en este libro, que los americanos no tienen un hogar. Que están constantemente moviéndose por el país porque no sienten que haya un lugar al que estén atados. Eso viene por esa costumbre de que cuando terminan el bachillerato se vayan a una universidad que no esté cerca. Aunque vivan al lado de la mejor universidad del país, irán a una universidad que está a quinientos kilómetros de su casa. Eso está bien. Se supone que ese es el paso trascendental a la madurez, a la independencia, que muchos de nosotros, los que no hemos salido de un kilómetro a la redonda de donde hemos nacido, no hemos tenido. Empieza a llover otra vez, mientras escribo esto, pero ya voy llegando a la parte de abajo del parque, calle Virgen del Pilar, Pili, al otro lado hay todavía un solar. Yo subo por la calle hasta el concejal García Feo. Pensaba cruzar hasta Luis Benítez Inglot y atravesar el parque hasta Joaquín Blume, pero al ir a cruzar por el paso de peatones, dí un tropiezo y luego una mano de viento me quitó la gorra y la lanzó diez metros más allá. Me dije, vale, pues no cruzo. Y seguimos de largo hasta el parque de la iglesia Espíritu Santo, siempre por Joaquín Blume. Luego ese otro parque que no tiene nombre. Junto a la calle Cristobal Quevedo, donde una vez encontré un montón de libritos que, según me pareció, eran primeras ediciones de algunos poetas canarios. Desde arriba se ven una serie de círculos, son las estructuras del parque, no parecen tener funcionalidad ninguna, tal vez fueron concebidas como rincones de juegos, en la mayor hubo y algo queda, una cesta de baloncesto. Y ya llegamos a la Avenida Escaleritas. Al mismo tiempo Eligio se ha cogido una melopea de burro y se ha puesto a hablar solo delante de unos amigos de Irene, en Santa Fe, creo, y se ha dado cuenta de lo inútil que es perseguir de esa manera a una Susana que le huye. ¿Por qué encuentra esta mujer, Poniatowska, que este libro es antimachista? Supongo que porque pone en evidencia la ridiculez de ese comportamiento, pero desde luego el personaje me resulta desagradable. De hecho percibo un algo muy familiar en él, que he conocido en gente real, incluso en  mí mismo en algunas de sus actitudes.
Me quedan unas pocas páginas. Antes de llegar a casa, último capítulo, él ya llevaba un tiempo en México, otra vez, se disponía a salir para un ensayo –es actor– cuando nota que están manipulando la puerta. Agarra un cuchillo de la cocina, y se dispone a esperar lo que venga, y es ella, que ha vuelto...
Post Scriptum
Termina con él dándole unos azotes en el culo y ella comprendiendo que le ama.

martes, 27 de febrero de 2018

Mi relación con mi mente

La mente, para mí, es como un animal domesticado con el que convivo. Pongamos un perro. Si lo tienes bien disciplinado, lo llevas por donde quieres. Si lo tienes consentido hace lo que quiera contigo, te pasea él, no tú, te dice por dónde ir y se caga y se mea donde quiere o le coge la gana.
Es un esfuerzo constante el disciplinarla, y, aunque te puedes contentar cuando consigues unos mínimos aceptables de convivencia, siempre se siente uno más satisfecho de sí mismo cuando logra enseñarle, después de mucho esfuerzo, de mucho repetir y desesperarte, que atrape la pelota o que actúe  cuando le ordenas: ¡ataca!
Pero la mente también tiene sus caprichos y sus días de tozudez, o de cansancio o de irritabilidad.Y, como a tu perro, debes saber hasta dónde puedes o debes tirar de la correa, para no llegar a hacerle daño o que te haga daño él a ti.
A veces se te sale corriendo, porque no soporta la presencia de otro perro y va a morderle, o no resiste la tentación de olerle el culo a aquella preciosa perrita. A veces te mete en líos con la señora tiquismiquis del caniche, o se revuelca en la mierda y lo descubres después, en casa, cuando te vas a sentar en el sofá y huele raro.
Quiero decir que la mente, como tu perro, tiene su propia conciencia, y a veces no piensa lo mismo que tú sobre algún asunto, pero como tú mandas, si es que mandas, acata; si no mandas, pasa de ti. Y no es que tenga ideas propias, es un perro, vamos a ver; vive al día, a la satisfacción de sus impulsos; sus ideas de hoy no son las de mañana, apenas las de después, que ya empezarán a ser otras. Se contenta con comer y beber y dormir, y los paseítos que no falten, a ser posible, lejos, mucho tiempo, y por lugares nuevos con olores diferentes, aunque eso va en la naturaleza de cada uno y también en lo mal o bien que tú lo hayas acostumbrado.
 A mí me va bien la regularidad, la costumbre: salir a sus horas, comer a sus horas la comida medida. Pero hay días, no sé, que está como desagallao, se escapa no sé a hacer qué, está horas por ahí, y, aunque le busco, más preocupado por los coches o los mataperros que por lo que esté haciendo, a veces le atrapo y  a veces le dejo porque veo que está bien; y siempre vuelve porque en casa se está como en ninguna parte.

miércoles, 9 de agosto de 2017

...antes todo esto...

...antes todo esto…
Comenzó a decir el abuelo al nietillo, que estaba más pendiente del perro, que correteaba de un lado para otro, que a lo que él le contaba, harto ya de escuchárselo repetir cada vez que se llegaban por esta parte en los paseos matutinos con el animal.
El perro olisqueaba entre los escombros, basura, multitud de cagadas caninas y matojos heroicos que sobrevivían a todo eso. De vez en cuando levantaba una pata y meaba. Estaban en los restos de lo que habría sido una construcción, de la que apenas quedaban vestigios, aunque reconocibles, junto a Iglesia Coreana en el barrio de Altavista.
Ya sé, abuelo, ya sé: antes todo esto era ciudad.
Y señalaba al frente donde las olas golpeaban unos metros más abajo, lamiendo la ladera. Solo se percibía mar y la costa de la isla  con la lengua de mar que se adentraba hasta La Gallera (el abuelo decía que antes habían canchas de tenis y una construcción multiuso que se llamaba La Gallera). Al frente el otro mirador, el de Escaleritas, y más allá los islotes de Las Isletas.
El abuelo ya le había contado multitud de veces que cuando él era joven allí había una ciudad. El niño no se lo creía mucho, porque debajo del mar no pueden haber ciudades. Pero su madre le confirmaba que no es que estuviera debajo del mar, sino que el mar estaba más abajo, y las casas podían estar sin mojarse. Y que había muchos edificios, y gente, y carreteras y coches. Pero que el mar había ido subiendo y la gente había tenido que abandonar sus casas y marcharse, subir a los barrios altos y al interior de la isla.
Ahora el barrio de Escaleritas , y el de Schamman, eran barrios marineros.  En la Gallera había un pequeño puertito. Y también en don Zoilo. El niño no conocía mucho más allá. El abuelo había prometido llevarlo a dar una vuelta a la isla, pero no quería llevar al perro porque no lo dejaban subir a los transportes, y el niño se resistía.
En la escuela les explicaban que las Islas Canarias antes eran ocho, pero que después de la subida del agua dos desaparecieron y de una tercera solo quedó una pequeña islita donde no cabía nadie. Las otras cinco eran ahora mucho más pequeñas de lo que eran antes. La gente había tenido que irse a vivir al interior y por eso había mucha gente en todas las islas. Aunque cuando eso ocurrió el gobierno dijo que los que se quisieran marchar podían irse a vivir a la Península, a unos pueblos abandonados que allí había. Mucha gente se fue, pero otros muchos se quedaron, porque sus casas no se habían inundado y no querían abandonar sus cosas.
Antes en Gran Canaria, contaba el abuelo, habían muchas playas y lugares preciosos. Venían muchos turistas de Europa a disfrutar de nuestras playas y nuestro sol. Pero el agua se las comió, y solo quedaron unas laderas muy feas que además el mar se fue comiendo y estropeando. Solo habían pasado sesenta años desde que comenzó todo y todo era tan distinto ahora, decía, y se quedaba pensando en silencio hasta que el chiquillo le hacía alguna nueva pregunta.
A veces, antes del medio día, en verano, que no había escuela, el niño acompañaba al abuelo hasta la Minilla, donde estaba el puerto al que llegaban los barcos de suministro de la Península. Era un puerto pequeñito, no como el que había antes de la inundación, al que llegaban barcos enormes de todo el mundo, que iban hacia América y hacia África. Ahora solo podían atracar barcos pequeños, hasta que se construyera un puerto más grande, que querían hacer por la zona de Valsequillo  o por ahí, decía el abuelo de forma imprecisa, porque el niño ni siquiera sabía que balquillo era ese. Le hablaba de un sitio que se llamaba Telde que ahora estaba debajo del agua, y del Carrizal, de donde habían sido sus abuelos y cuyas tumbas estaría ahora sumergidas. (El niño se imaginaba a los muertos conteniendo la respiración). Y le explicaba que antes enterraban a la gente en unos muros como si fueran edificios de viviendas pero de muertos. Pero que como ocupaban mucho espacio ya no se hacía eso con los muertos sino que se los convertía en humo y se iban volando. El padre del niño se había muerto en el mar, había sido marino, su barco había encallado en unos bajíos imprevistos, y el niño cuando veía nubes sobre el mar imaginaba que era su padre convertido en humo. Pero el abuelo le corregía, y le explicaba que el humo de muerto era oscuro y feo. Por eso la madre se enfadaba con el abuelo porque el niño llegaba impresionado a casa y luego no podía dormir porque tenía miedo de convertirse en humo negro y feo.
El abuelo no se quería marchar, aunque la madre había solicitado plaza para irse a la Península. La madre decía que aquí ya no se podía vivir. Que había mucha gente y que no había comida para todos y que tampoco había trabajo. A ella le gustaría trabajar en las cosas del campo porque estaba cansada de tanta agua y de tantas casas y de tanta gente. Decía que en la Península había lugares vacíos de gentes y de casas y con árboles y cascadas y flores. Ella había pedido plaza para los tres, para trasladarse a un pueblo donde ya habían otros canarios. Decía que iban a estar muy bien los tres. Pero el abuelo no quería moverse de su casa porque era la casa en la que había vivido toda la vida con la abuela y con la madre. Decía que ya estaba viejo para irse a otro sitio. Y que se quería morir en su cama y no en una cama rara y fría. El niño imaginaba al abuelo haciéndose humo negro y feo sobre la cama y se asustaba cuando el abuelo se ponía a decir esas cosas.
Cuando aceptaron la solicitud de la madre, el abuelo siguió sin querer marcharse, pero decía que se alegraba de que ellos se marcharan porque la madre tenía razón, aquí ya no había nada que hacer. Antes de que les tocase el turno para irse, el abuelo y el niño se fueron a recorrer la isla. El perro se quedó en casa con la madre. El niño se resignó a que se quedara allí porque ya había empezado a pensar en su futuro en la península, y el perro, que no podía ir con ellos, no entraba en ese futuro. Acompañó al abuelo porque el abuelo le hizo prometer que se acordaría de todo lo que viera para que cuando fuera mayor se lo contara también a su nieto. Tomaron una guagua que los llevó a Arucas y desde allí, contemplando el mar desde la montaña, el abuelo le explicó (“antes todo esto...”) que debajo del agua antes habían unos pueblos también, como en Las Palmas.  Luego subieron hasta Firgas y Moya. Unas ciudades muy pobladas sin apenas jardines, porque se habían construido a toda prisa para la gente que huía de la costa. Después subieron hasta Artenara y bajaron  hasta donde el mar. El agua entraba por lo que antes habían sido barrancos y llegaba bastante adentro. El abuelo le habló de un pueblo que se llamaba La Aldea y que tampoco existía ya. Allí había ido a trabajar la abuela algunos años y la madre y ella vivían en un piso mientras que él iba y venía desde las Palmas en coche por una carretera muy peligrosa. Pero después hicieron unos túneles que hacían que la carretera fuera menos peligrosa, pero que ahora ya no servían más que para que los peces estuvieran a la sombrita. Así decía el abuelo.  Subieron hasta la parte más alta de la isla, Los Pechos, donde había una pista para que aterrizaran los helicópteros. Antes había una pista para aviones pero ya no era posible hacer una igual porque no había espacio. Luego bajaron hasta Mogán pasando por Tejeda y Las Niñas, otras ciudades que había por allí. En las Niñas, dijo el abuelo, había una presa que tenía mucha o poca agua según la lluvia de ese año.  Ahora la habían tapado y debajo había un depósito que recogía el agua cuando llovía que era pocas veces. Y más abajo había otras presas. La de Soria y la de Chira, que se utilizaban para fabricar agua dulce con unas fábricas que habían construido hacía muchos años.
De Mogán fueron a Cercados de Espino, donde estaba la Presa de Chira. Y de allí bajaron hasta la costa, en Ayagaures, donde también hubo una presa pero ahora todo ese terreno estaba construido y las casa subían por la ladera de la montaña hasta llegar San Bartolomé. De Ayagaures fueron hasta Arteara, que el abuelo decía que le parecía que había crecido muchísimo y el niño se imaginó  el mismo pueblo en pequeñito y que luego se había hecho grande como si fuera un animal.
Agüimes fue la siguiente parada, el agua le bordeaba alrededor y se metía por el barranco de Guayadeque. Habían construido un puente que cruzaba el barranco para poder llegar hasta Temisas adonde se había ido a vivir casi toda la gente de Ingenio y Carrizal. Después, desde Temisas subieron hasta Cazadores, un pueblo que estaba muy alto y que permitía mirar casi toda la costa. Luego bajaron hasta Valsequillo, en donde el abuelo le había dicho al niño que iban a construir un gran puerto. De Valsequillo subieron hasta San Mateo. Allí se había establecido el nuevo Cabildo de la isla que gobernaba a todos los municipios y mandaba sobre los ayuntamientos. Desde San Mateo bajaron directamente hasta Las Palmas.
El niño volvió muy excitado de todo el viaje. Y se lo relató punto por punto a la madre mientras esta hacía las maletas y disimulaba las ganas de llorar, o no las disimulaba dándole la espalda al niño mientras hacía como que doblaba la ropa. La habían avisado de que partirían en el siguiente contingente hacia la Península en pocos días. Apenas podían llevarse algo de ropa y la documentación, porque el gobierno se encargaba de instalarlos convenientemente y dotarlos de todo lo necesario para vivir. Incluida una pensión económica (que era la manera de motivar a la gente a marcharse y aliviar un poco la presión demográfica de las islas). El abuelo también estaba impresionado, pero disimulaba mejor. De vez en cuanto se escapaba solo a pasear al perro.
El día de la partida el abuelo los acompañó hasta la Minilla donde tomaban un barco. Como los barcos grandes no podían atracar allí, había uno más pequeño que en varios viajes recogía a la gente que se marchaba y los trasladaba hasta un buque mayor que esperaba fuera, más allá de los islotes de Las Isletas. La madre lloraba, pero el abuelo y el niño se despidieron muy serios. El niño en realidad estaba muy excitado por el viaje que iba a realizar y no sentía más pena que que el abuelo no les acompañara.  Hasta se había olvidado del perro que estaba muy tranquilo observándolo todo pese al bullicio de gente y movimiento que había por todas partes.
Cuando subieron al barco, el niño saludó muy excitado desde la cubierta. El abuelo apenas alzó la mano. Cruzó una mirada dolorosa con su hija, que se contenía para no llorar. Luego se dio la vuelta y se alejó despacio. Muy bajo, para que solo lo oyera el perro, dijo, “vamos, Poncho”.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Paseo al perro

Ahora dejo que el perro elija su camino. Poco a poco va tomando confianza y cada vez menos se para y me mira con esa carita de "oh, por favor, vayamos por aquí", sino que toma decididamente sus decisiones y solo en el caso de que note tensión en la correa se detiene y ahora la cara que pone es la de "qué pasa, seguimos o qué".
Pues bien, siguiendo al perro. No he sacado el libro porque todavía no se me han despejado las brumas del sueño. Voy intentando frenar las imágenes que todavía fluyen a toda mecha derivadas de lo que estuve soñando. Tenía un Quad, una de esas motos de cuatro ruedas. Había una chica que se tiraba por una cuesta con una bicicleta y se daba unos partigazos tremendos. Subía a casa de mi hermano y las escaleras estaban muy sucias. No sé qué significan esas cosas. En un parque observo en el suelo unas hojas arrancadas de un libro. Las recojo y las leo.
Ling Tan es el personaje. En la primera escena asiste, junto con su esposa, a la muerte de un muchacho. Por lo visto tiene el vientre lleno de gusanos. Ling Tan intenta consolar a la madre y que no llore delante del chico, pero esta se revela. El chico, al sentir llorar y gritar a su madre, comprende que ya no tiene remedio y se vuelve hacia la pared. Poco después está muerto. "Cuando la madre volvió a su lado, en el lecho de su hijo no había cosa viviente, fuera de gusanos"
El muchacho no debía ser trigo limpio, porque Ling Tan piensa que tenía muchas probabilidades de volverse un ladrón y que terminara robándoles. Sin embargo era, sin duda, mejor que el enemigo que los tiene actualmente acosados, y es injusto que sea él el que muera habiendo tantos peores. Piensa, Ling Tan, que debería haber una manera de acabar con el enemigo. Se enrabieta, pero su mujer lo apacigua. Ling Tan se tranquiliza y continúa con sus labores de la tierra. Al menos la tierra es agradecida. Por otra parte, la madre del muchacho muerto, que es esposa de un primo tercero de Ling Tan, siente odio contra este. Piensa que es responsable de la muerte de su hijo. Porque su hijo amaba a la mujer de Ling Tan, Ling Sao, también llamada Jade. Como ella prefirió a Ling Tan el muchacho se perdió. Ella discute con su marido tratando de sembrar en él la semilla del odio contra Ling Tan, pero él no quiere problemas y se retira a dormir a otra parte.
Ling Sao echa de menos que haya más gente en casa, apenas quedan dos hombres y dos niñitos. Estos últimos parecen muy asustados y se pasan el día sentados juntos y tomados de la mano. Su padre también está muy afectado. Al parecer su esposa, Orquídea, ha muerto y él no ha conseguido superarlo. Ling Tan piensa de él: "He aquí uno a quien la guerra ha echado a perder". En una vida normal ese hombre hubiera "cumplido su misión y héchose lentamente un hombre respetable y maduro estimado en la aldea por su prudencia y padre de muchos hijos que le hubiesen amado por su amabilidad".
El enemigo del que se habla es, creo, los japoneses, que han invadido China. La novela en la que estamos es La Promesa. Una novela de China y Burma, de Pearl S. Buck. Lo adiviné, a la autora, antes de buscarlo, simplemente porque no conozco a otro autor/a occidental que escriba novelas orientales. Miento, en casa tengo una de un francés: El Cónsul, de Lucien Bodard; poco más. Esta novela pertenece a una serie llamada La Estirpe del Dragón. Explorando en internet he visto que el traductor más probable de esta versión que tengo es Juan G. de Luaces, que es el que aparece como traductor de la Estirpe de Dragón en muchos volúmenes. Hay, por lo visto, todo un artículo dedicado a su vida.


martes, 22 de marzo de 2016

Fulcanelli

Me levanté, eché una meada, me vestí, llamé al perro, le puse la correa y salí a la calle. Estaba lloviendo, así que volví a entrar, me puse el chubasquero con el cubre cabezas por encima de la gorra y volvimos a salir. Seguía lloviendo. Una lluvia ligera, casi asperjada, pero que me impedía sacar el libro.
Cuando llegamos al parque arreció. Busqué un árbol grande y nos metimos debajo. El perro meó en el tronco. Llegó un señor y se puso también debajo del árbol. Le sonreí. Me saludó, “buenos días”. “Esto se acaba en un momento”, dije. “Bendita lluvia”, dijo él, “que dure todo lo que quiera”. Volví a sonreír.
El hombre sacó un bote de cristal del bolsillo y lo puso en el suelo, debajo de la lluvia. Luego volvió a refugiarse debajo del árbol. “Mucho no se va a llenar”, aventuré yo. “Lo que quiera llenar, eso me vale”. Seguía lloviendo, aceleraba, luego disminuía, y poco después volvía a acelerar. De vez en cuando una ráfaga de viento nos sacudía trayendo una cortina de agua debajo del refugio.
Yo estaba a favor del viento y el agua me daba en la espalda, bien cubierta por el chubasquero. Al hombre, que no dejaba de mirar el bote, le daba en la cara. Se sacaba un pañuelo y se la secaba. Luego volvía a meterse el pañuelo en el bolsillo después de doblarlo minuciosamente.
La lluvia fue menguando, hasta que paró definitivamente. El cielo estaba despejado. Había pasado la nube. El hombre se acercó al bote, lo cogió, lo miró a contra cielo, apena un milímetro de agua. “Suficiente”, dijo. Se sacó una tapa del bolsillo y lo cerró. Luego secó el bote con el pañuelo y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. “Se conforma usted con poco”, dije, “será usted un hombre feliz”. El hombre me miró extrañado. Luego sonrió. “No crea”, respondió, “como ve”, me mostró la camisa, blanca, algo arrugada, “llevo camisa”. No le comprendí al principio, luego recordé la historia. Sonreí. “¿Algún experimento científico?”. El hombre se puso serio. “¿Me conoce?”, me preguntó algo violento, como a la defensiva. “No. Disculpe, no es asunto mío”, reculé. Se marchó aprisa. Ya alejado, miró hacia atrás un momento. Su semblante era temeroso.
Tiré del perro y continuamos el camino alrededor del parque. Definitivamente había pasado la nube. Saqué el libro del bolsillo. La catedral es el refugio hospitalario de todos los infortunios. Los enfermos que iban a Nótre-Dame de París a implorar a Dios alivio para sus sufrimientos permanecían allí hasta su curación completa...

martes, 10 de junio de 2014

La niebla


¿No has tenido a veces, no sé,
 esas mañanas que sales medio
dormido a pasear al perro, mirando
para un banco vacío mientras el perro
mea, esa sensación de vivir inmerso
en una niebla muy densa que apenas
te deja percibir fantasmales
sombras vaporosas que te obligan
a imaginar todo el tiempo de quién
pueda tratarse, si es amigo o
enemigo; que te hace creer que eso
que has visto de pronto en un claro
repentino y que desaparece antes
de que casi seas consciente de ello
era exactamente una certeza
pura y diáfana, que cuando tratas
de atraparla desaparece o ya
 es, era ya tal vez, otra cosa;
y te aferras a la creencia de que
 si la niebla desapareciera,
al menos por el tiempo suficiente,
lo sabrías, exactamente lo sabrías,
 y ya no importaría la niebla porque
todo se habría vuelto claro y diáfano
 y preciso;
                    y entonces el perro termina
 la meada y continúa olisqueando y tú
 vuelves a ver el banco y el perro tira
 de ti porque hay por ahí otro perro,
y desaparece la niebla y es
el parque otra vez y el día que comienza
medio frío a pesar de que casi es ya
verano, y no tienes muchas ganas de
continuar la lectura de esas tontas
historias de las Cruzadas?



Leo a unos poetas catalanes. A mí lo que me parece, creo haber descubierto hoy que a partir de Gabriel Ferrater, es que los tíos escriben en prosa y luego parten las frases en trozos más o menos medidos, pero sin obsesionarse. Eso es lo que he hecho aquí. Y sí, parece que es más fácil de leer, pero... no sé. Espero que sea pura ignorancia sobre el oficio de poeta y que el tal oficio tenga unos misterios que no se me alcanzan. Eso significaría que hay misterio y que aún no estoy ni en la fase de iniciado para acceder a ello.

sábado, 14 de abril de 2012

Paseo al perro

Mientras paseo al perro, voy leyendo. Un ojo en el libro y otro en el perro. No le presto demasiada atención ni al perro ni a la novela y mi mente viaja por otra parte, y ya somos tres. Si a eso le sumamos que camino, que también requiere una parte de mí, para no tropezarme y decidir adónde voy, pues somos una multitud los que paseamos al perro. A veces no hay cigarrillos para todos.
Aunque la novela transcurre, ahora, en un balneario en Alemania, mi mente está en Nueva York. Un personaje, una mujer de veinticinco años, precisa el autor -y me suena extraño, a mí, un muchacho de cuarenta y ocho, que llamen mujer a una chica de veinticinco- se interesa por el estrafalario jugador de ajedrez. La edad de la mujer me repercute en un leve latigazo de los nervios del estómago que están, no sé por qué, asociados con la melancolía, una melancolía física, algo que dice, “¡ay!, si yo hubiera sido”, o algo así, una leve desesperación física de no haber sido otro. Y la mente se me dispara siguiendo a esa chica a Nueva York. La veo paseando sola por sus calles, feliz, hambrienta, con miedo, a veces. Y los nervios del estómago me lloran por no haber estado allí. Por no haber sido “sombra de su sombra” al menos. Y me detengo, no allí, a mitad de la acera, con el perro mirándome en espera de que le ordene que siga, sino allá, en Nueva York a la sombra de aquellos rascacielos, al pie de las escaleras del Museo Metropolitano -tenga escaleras o no- donde nunca estuve ni estaré. Y me entra frío. La chica está ahora esperando el autobús, llorando, en una ciudad congelada de Polonia cuyo nombre ya he olvidado, y la gente pasa a su lado sin detenerse, sin preguntarse porqué llora esta delicada muchacha, tan desamparada, tan triste, tan sola. Solo yo la miro, y me brotan leves lágrimas. Y aquí sí, aquí se detiene un señor que lleva a su hijo al partido que se celebra en el campo de fútbol, ahí al lado, y me pregunta preocupado. “¿Le pasa algo?” y yo despierto, vuelvo en un soplo, le miro, sonrío, y medio respondo “No, no, disculpe, me quedé algo traspuesto, pensaba, no es nada, gracias”, continúo andando, llamo al perro. Fijo la mirada en el libro y sigo leyendo, o medio leyendo. La chica trata de contactar con el jugador que es un desastre y va dejando caer pañuelo y monedas y papeles arrugados. Ella recoge el pañuelo, sucio y lleno de costras, y se lo alcanza. Él lo toma despistado, lo mira y se lo va a meter en el bolsillo, pero comprueba que tiene un agujero. Ella ríe, y le habla en ruso, que son rusos los dos. Y no sé por qué pienso en Florencia. Yo nunca he estado en Florencia. Pero ahí está la chica otra vez. Ebria de arte. Sonríe a uno que va a su lado. Y ahí viene el dolor, de nuevo, levísimo, de no haber sido, de no haber estado allí en aquel momento. Estatua que mira, suelo que pisa, ropa que viste, aire que respira, nada que la rodea, y, en un máximo atrevimiento, ser que la acompañe. “No, no puede ser, no pudo ser”. Le hablo al contenedor de basura. Y el perro me mira extrañado. ¿Qué hago?, parece decir, ¿sigo o no sigo? “sigue, sigue, corre”. Seguimos hasta el final de la acera, al final hay un solar, donde dejo correr al perro, y hacer sus necesidades. (Con un palito o una piedra hago un agujero y las entierro). Luego volvemos por la misma acera. Continúo leyendo, pero no hay manera. No me concentro. La mente se me va a otra ciudad. Por donde la misma chica camina. Sonríe a todos, les habla, les toca. La sensación del vientre se me pronuncia y medio sollozo me brota de la garganta. ¡Qué estupidez! Sueñas demasiado. Piensas demasiado. Llamo al perro. Me río de mí mismo. Me despierto, o esa es la sensación. Guardo el libro. Miro al cielo, unas pocas nubes para romper la monotonía del azul intenso. El sol apenas ha salido pero ya viste de gala. Los chiquillos, a la entrada del campo de fútbol están nerviosos, los padres, adormilados, contestan pacientes. Van llegando más coches. Las hermanas de los futbolistas alevines, al ver al perro exclaman “¡queeeeliiindoooo!”, el perrito cumple su papel y se deja acariciar sumiso. Luego corre para alcanzarme. Espero a alejarme un poco de la puerta para encenderme el cigarrillo.