martes, 31 de julio de 2018

Las extrañas elucubraciones que despierta en uno un bocadillo de pollo empanado con queso

(o Concomitancias entre Luces del Norte de Phillip Pullman y El libro negro de Orhan Pamuk)


Mientras me comía una pulga de pollo empanado con queso pensando en 2º nivel, porque en primero estaba leyendo y pensando en lo que cuento abajo, que esa opción en lugar de la del bocadillo de aguacate y huevo de los días anteriores me arrimaba más al precipicio que mi alta tensión ha abierto en la, a juzgar por la longevidad de mis abuelos, prometedoramente larga vida que me esperaba, descubrí un punto de unión, un enlace, entre las novelas de Pamuk y la de Pullman que estoy leyendo simultáneamente. (No está mal para ser la primera frase. Tres como esta y relleno un folio. Procuremos refrenarnos que me parece que ya se nos parodia por esto)
En la de Pullman, el centro mágico de la novela es El Norte. Allí tienen lugar los sucesos hacia los que apuntan todas las acciones de los personajes. Hechos maravillosos relacionados con la Aurora Boreal y con cierto Polvo cuya combinación deja entrever mundos paralelos. Por otro lado se menciona a un explorador llamado Grumman. Se le supone muerto porque se ha mostrado su cabeza dentro de una caja. Sin embargo hay testigos que aseguran que vive oculto tras otra identidad donde nadie se le ocurriría ir a buscarlo.
En la novela de Pamuk Gallip cuenta una historia a Belkis, con quien, en su búsqueda de Rüya, se ha tropezado y que le ha confesado su fascinación por él. Ella no le presta mucha atención porque es una respuesta que no guarda coherencia con la pregunta que le acaba de hacer ni con la conversación que están teniendo en general. Es una extraña historia acerca de un explorador polar que había desaparecido. Otro ocupó su lugar y también desapareció, lo que acentuó el misterio de la desaparición del primero. Pero este primer explorador vivía en una ciudad remota bajo otro nombre. Un día lo asesinaron.
La historia me resulta rara porque no le encuentro moraleja ni un lugar en todo esto que le pasa a Gallip. Aunque no es la primera vez que cuenta cosas que no vienen al caso, o simplemente miente para no hablar de la desaparición de Rüya, que de alguna manera, pienso yo, le avergüenza. Tal vez la historia hace referencia al destino del personaje que desde su desaparición estaba condenado. El autor resalta el hecho del misterio que rodeaba a su desaparición, que aumentaba con la desaparición del segundo hombre, y que luego el hombre era asesinado anónimamente tal vez para que el misterio nunca fuera desvelado. El caso es que yo apellidé inmediatamente a ese hombre Grumman, porque me recordaba al personaje de Pullman.
Me gusta encontrar este tipo de enlaces en los distintos ámbitos en los que me muevo. Experimento la reconfortante sensación del que anda extraviado por un bosque y encuentra una de esas señales que indican que está en la senda adecuada. Precisamente en la novela de Pamuk, Gallip está empeñado en descubrir este tipo de señales, de indicaciones, de significados detrás de las cosas más cotidianas. Ha entrado en una especie de obsesión en creer que todos los secretos están expuestos pero que él no sabe interpretar los códigos que tiene delante de los ojos, que se mueven alrededor suyo y hasta que se ríen de él y su torpeza para descifrar algo tan evidente. Claro está, esto le trastorna porque lo que cree que dice ese mensaje es el lugar donde se esconden Rüya y Celâl. (En este capítulo es la primera vez que percibo que Gallip piense que ambos podrían estar juntos).
Fuera de eso, forzando la imaginación, uno puede encontrar otros elementos de unión entre ambas novelas, lo que significará que probablemente uno puede encontrar lazos de unión entre dos cualesquiera novelas del mundo. En la de Pullman, Lyra ha atravesado el mundo, e ingresado en otro, buscando a su padre, Lord Asriel, un tipo siniestro que tiene por objeto, se sospecha, ni más ni menos que cargarse a Dios (allí se llama con otro nombre). Junto a ella está Will, que también está buscando a su padre, un explorador en torno al cual solo hay misterio (¿Grumman?). Estos se emparejan con Gallip en su búsqueda de Celâl y de Rüya.  En esa búsqueda, sobre todo por el lado de la novela de Pamuk, pero también por el de la de Pullman, los buscadores, principalmente, lo que van encontrando por el camino es a sí mismos. Lyra ha pasado por una serie de avatares que la han hecho comprender que tiene un papel importante en los terribles sucesos que están ocurriendo. Ha tenido que aprender que a veces su intervención causa un bien, la salvación de los niños de Bolvangard, y otras veces su intervención causa desgracias, la muerte de Roger, su gran amigo. Por lo que respecta a Gallip, toda la novela de Pamuk, me temo, si es que tiene algún tema ese es el de la identidad. Tanto la identidad de uno como individuo, como la identidad de un pueblo, de un grupo social, en este caso el pueblo turco.

jueves, 26 de julio de 2018

El ser que soy

16 Debo ser yo mismo (*)

En el artículo de Celâl de hoy se habla del dudoso hecho de ser uno mismo. Todo viene traído por la visita de un barbero, lector de su columna, que le hace dos preguntas trascendentales: ¿Le cuesta trabajo ser usted mismo?, y ¿Existe algún medio para solamente ser uno mismo?
Celâl, que está muy ocupado porque tiene que entregar en un momento un nuevo artículo para su columna, se sacude al barbero con un par de chistes que además incrementan su fama de columnista sarcástico entre sus compañeros, reunidos alrededor, habituados y, al mismo tiempo, instigadores de la vena humorística que el famoso columnista suele exhibir ante los lectores que se atreven a importunarlo en su despacho con sus pequeñas alabanzas. Pero cuando llega a casa, sentado en su sillón a solas, con las piernas estiradas y en el silencio –el que sea posible en una casa de vecinos en un barrio populoso de una enorme ciudad–, reflexiona sobre el asunto y, a mi juicio, llega a las dos siguientes respuestas: Sí y No.
Claro que cuesta trabajo ser uno mismo. Celâl parece pensar que él mismo es ese que está en silencio, en su casa, sentado sin hacer nada y sin tener que demostrar nada ante nadie, sin tener que fingir, sin tener que expresar con seguridad ideas de las que no está muy seguro, sin tener que sonreír por amabilidad, sin tener que compartir a desgana la compañía de otros que le aburren solo porque hoy se siente solo, en fin, sin tener que actuar –una actuación distinta para cada uno– ante unos y otros como habitualmente viene haciéndolo desde que le conocen.
Yo por mi parte sostengo que no tenemos ninguna razón para creer que ese que somos en la soledad de un cuarto seamos más nosotros que cualquiera de los otros que somos ante los demás. Porque somos muchos, tantos, casi, como personas que conocemos. Porque ante cada cual nos comportamos de una manera diferente. Tal vez en un principio aún no hayamos adoptado esa manera, tal vez, solo al principio, quien nos conoce por primera vez, conozca a alguien que luego se perderá, alguien que usaba unos gestos, una sonrisa, unas expresiones, un sarcasmo que ya no usa con nosotros. Todo eso se perderá en su contacto con nosotros y nosotros lo olvidaremos y adoptaremos de plena fe al que actuamos ser cuando estamos con ellos.
No estamos actuando en el sentido de un actor de películas de cine o de teatro que sabe que él no es el personaje que está fingiendo ser, no. Pero actuamos, porque no somos el mismo que somos según con quien estemos. Y hasta, me atrevo a decir, pensamos de manera distinta o, como mínimo, nos atrevemos a expresarnos de manera distinta, o no con la misma intensidad con que lo hacemos ante un auditorio diferente –lo que desde fuera puede llevar a la sospecha de que pensamos diferente, es decir, mentimos–. Es una actuación en la que creemos porque no sabemos que actuamos. Es por eso que experimentamos una cierta inquietud cuando se nos mezclan amigos de diferentes grupos, porque surge un conflicto y nos vemos pillados entre ambos, ¿cuál es la pose que debemos actuar, la de estos o la de esos otros?, y tendremos que quedarnos en un ambiguo término medio que extraña a los dos y nos incomoda a nosotros que de pronto nos damos cuenta de que no sabemos exactamente cómo somos.
¿Es posible llegar a ser uno mismo? Supongo que sí, pero yo no sé cómo. Tal vez hay caracteres tan asutosuficientes, tan seguros de sí, que no necesitan de esa actuación, que se imponen a sí mismos en toda circunstancia y ante todo auditorio. Tal vez hay caracteres tan apacibles, tan sin conflictos que no temen nada del otro, me refiero a que no temen ser sí mismos en toda circunstancia porque no ocultan nada por temor a ofender o irritar al otro, porque no temen no estar a la altura de nadie, porque se conforman con como son y no aspiran a ser otra cosa, no sé, tal vez hay gente así. Yo no lo soy. Y como no quiero sentirme raro, finjo que soy tan normal como el otro. Y como me gusta que me admiren, finjo incluso ser mejor de lo que habitualmente creo ser y hablo de lo que hago con naturalidad como si hubiera realizado gestas heroicas –¡y entonces planté aquel árbol y lo regué durante semanas hasta que se hizo grande, y después tuve un hijo …!– y como me gusta la compañía de vez en cuando, finjo que me interesa lo que los otros tienen que contarme, y finjo que quiero contarles a mi vez cosas interesantes.
Tal vez por eso escribo. ¿Qué mayor fingimiento que este en el que finjo ser otro que finge ser el tipo admirable que a mí me gustaría ser?

(*) Continúo con la lectura de El libro Negro, de Orhan Pamuk, y continúo aprovechándome de él para piratearle temas sobre los que escribir, no por otra razón sino porque en alguna medida coinciden con mis temas de reflexión, presentes o futuros.
Celâl, les recuerdo, es un columnista del Milliyet, primo de Galip y medio hermano de Rüya. La novela alterna capítulos en los que Galip anda por la ciudad, Estambul, buscando a Rüya, que se ha ido de casa sin una razón ni siquiera sospechada, y también a Celâl que simplemente ha desaparecido, con los artículos de Celâl que me fascinan tanto; casi menos por sus temas, que los considero familiares, como por cómo se desarrolla el artículo, que parece ir fluyendo, brotando con naturalidad, llenándose de matices y comentarios que parece que lo van a alejar del tema pero siempre te dejan con una idea precisa de lo que ha tratado.

martes, 24 de julio de 2018

El Deccal

14 El Deccal otro resumen, a mi manera, de un artículo de Celâl(*)

En el capítulo de hoy de Celâl habla de la curiosa simbiosis que existe entre el Salvador y el Anticristo (el Deccal en el mundo musulmán).
 Viene a decir que esperamos un Salvador que nos libere de nuestras miserias. Juego con la doble intención de «nuestras», porque nos afectan y en gran parte nos las hemos procurado nosotros con nuestro desequilibrado comportamiento; porque esta es la clave, es el desequilibrio con respecto al entorno el que nos sume, a la larga, en las miserias, aunque a la corta parezca, y así sea, que obtenemos una ganancia: actuamos sobre la naturaleza sin prever las consecuencias, creamos o destruimos sistemas financieros o sistemas políticos solo porque a un grupo de nosotros nos conviene para nuestras inversiones, dejamos de pagar a nuestros empleados este mes porque la nueva adquisición en Miami nos ha dejado sin cash, tiramos las colillas al campo porque son chiquititas, etc.
«Nuestras miserias» hacen referencia a todo lo que nos ha traído a esta vida miserable que llevamos, que siempre es por culpa de otros, o de fuera, porque nosotros por nuestro popio pie nunca hubiéramos venido, o al menos eso queremos creer. Y nunca comprendemos que algo falla cuando esperamos un Salvador que redima a los buenos (nosotros) y castigue a los malos (ellos). Y cuando llega uno que dice serlo, solo depende del poder que tengan los que se consideran los buenos, aquellos que reciben el beneficio de las acciones del Salvador, frente a aquellos que reciben el castigo, para decidir si ese Salvador no será más bien el Anticristo o el Deccal; y ni siquiera es un juego de poderes estático, pues dada la liviandad del ser humano, lo que ocurre es que cuando el grueso de los aliviados por el Salvador van dejando de necesitarle, entonces empieza a fastidarles porque el Salvador exige un precio a su salvación, un precio que es fácil de pagar cuando eres de los sufrientes, pero que se vuelve un fastidio cuando formas parte de los aliviados, y empiezas a pensar que es poco lo que has obtenido frente a lo que obtuvo otro, y que seguir pagando es un abuso, y te olvidas de cuando estabas al otro lado donde aún quedan muchos; pero ahora, desde aquí empezamos a comprende que este Salvador no nos salva tanto, que más bien nos desgracia, y así se convierte, siendo el mismo y haciendo lo mismo, en su contrario, que ha venido con el propósito, no de salvar a los buenos (nosotros) sino a desgraciarnos, a situarnos a la infame altura de esos que por sus pecados han sido castigados.

(*)En el Libro Negro de Orhan Pamuk.

jueves, 19 de julio de 2018

El libro negro

Sobre el capítulo 10, El ojo

Después que leí el capítulo completo del artículo(*)de Celâl vengo a comprender que nos explica un encuentro consigo mismo. Hablando en genérico – él lo cuenta en primera persona – durante nuestra vida nos hacemos el propósito de llegar a ser como determinada imagen – compuesta de miles de retazos que adaptamos a nuestra figura – de nosotros mismos. Osea, un otro yo que no deja de ser nosotros, un yo idealizado que nos vigila constantemente corrigiéndonos la postura, dictándonos las pautas de nuestro hablar, aconsejándonos en las decisiones que tomamos, hasta escogiendo nuestra manera de vestir, haciéndonos a su imagen. Solo cuando nos despistamos, nos sentimos cansado o enfermos, notamos esa distancia que nos separa de él, cuán distinto somos del que actuamos ser, del que querríamos ser; incluso del que la mayor parte del tiempo creemos que somos. Ese es el ojo que vigila a Celâl.
Es una constatación sin conflicto, sin trauma,  trata él de explicarnos, simplemente a veces te das cuenta de que hay un tú auténtico o más auténtico, sin tantas capas – pilladas de aquí – esta película, aquel libro – y allí – tus padres, los amigos, los anhelos de ser reconocido por los demás – por ahí dentro, y lo observas con ternura deseando que te cuente algo que suene verdaderamente auténtico, que te revele algo de lo que tú eres en realidad.
Pero es una sensación muy sutil, que tan pronto tomas conciencia de ella se extingue, como los sueños,  sabes que hay un cuerpo ahí, tratas de abrazarlo y solamente es un velo en el aire que también desaparece, despiertas y solo recuerdas sensaciones, presencias. En cuanto intentas interrogarle ya eres otra vez tú, el de los muchos disfraces o simplemente los muchos vestidos,  el que quiere ser como los demás distinguiéndose, el que ansía ser considerado, el que solo quiere ser él pero con todos...el tú de siempre. Que duda de la existencia real de ese sueño, de las sensaciones, que ya se han, casi, evaporado, que te dejó.

Libros y autores citados por Celâl

El libro de Dde Korkut: la epopeya más famosa de los Turcos Oguz
Muhammad Ibn Ismail Al-Bujari: erudito islámico de ascendencia persa (810-870)
Yalal ad-Din Muhammad Rumi o Mevlânâ Celâleddîn-i Balkhi: poeta místico persa y erudito (1207-1273) fundador de los Derviches Giróvagos.
Vathek: una novela gótica escrita por William Bekford en 1782 de temática arabesca, llena de magia, demonios, visitas a los infiernos etc.

(*)El libro negro de Orhan Pamuk. Alterna la historia que nos cuenta -la desaparición de Ruya y la búsqueda de Galip, con los artículos de Celâl, un periodista, medio hermano de Ruya y primo de Galip. Me impresionan los artículos de Celâl, cómo fluyen, cómo van derivando sin abandonar el cauce del tema pese a los meandros por los que se aleja para volver de nuevo y salirse por el otro lado, pero al final van a dar al mar sin perder el hilo inicial.

lunes, 16 de julio de 2018

Lapso de tiempo

En la película Lapso de tiempo (Bradley King, 2014) unos chicos se encontraban una máquina de hacer fotos que tenía la peculiaridad de que tomaba instantáneas del futuro. Cada día a las ocho expulsaba una foto que estaba 24 horas adelantada en el tiempo. Cuando los chicos lo descubrían, la utilizaban para pasarse mensajes al pasado y sacar algún provecho. Uno de ellos era jugador y se enviaba información sobre los ganadores de modo que su yo del día anterior apostaría a ganador seguro.
Hay un punto en el que se presenta una discontinuidad en esto de los viajes en el tiempo. Cuando el tío encuentra la máquina y mira la foto del día siguiente, en ese momento comprende el asunto, y a partir de entonces ya sabe que puede enviarse mensajes desde el futuro. Por lo tanto al día siguiente justo a las ocho va y pone un cartelito en la ventana «¡eh, apuesta veinte al rocinante, que va a ganar» y ese mensaje debería ser el que él estuvo mirando en la foto ayer. Pero él no recuerda que fuera eso lo que vio en la foto, cuando aún desconocía su significado, y por lo tanto se rompe la continuidad.  A partir del hallazgo él ya sabe cual es el funcionamiento de la máquina y por lo tanto al día siguiente piensa poner otro mensaje, así que en la foto de esta noche aparecerá ese mensaje que él va a colgar mañana en la ventana. ¿Y si no lo cuelga, y si cambia de idea y pone otro? ¿Cuál de los dos mensajes recibirá?
Ellos lo hacían al revés. Miraban la foto y se decían, mañana tengo que hacer exactamente esto, con lo cual la foto les estaba dictando cómo se iban a comportar el día siguiente. Tenían una especie de superstición, a raíz de haber encontrado al científico, muerto de una extraña manera, acerca de que si no reproducían exactamente lo que la fotografía mostraba ellos acabarían como él, y se exigían mantener la continuidad lógica que mostraba la ilógica fotografía.
¿Pero qué pasaría si no lo hicieran? Que tendrían una fotografía que mostraba un futuro en donde esa información es válida, pero no tienen ninguna manera de asegurar que el futuro al que ellos accederán sea ese, exactamente como en el futuro normal, porque existirían tantos futuros alternativos como posibilidades. Ellos estarían recibiendo información de uno de los posibles futuros alternativos que no sería, o lo sería con una probabilidad cualquiera, el futuro al que ellos accederían al día siguiente, y por lo tanto esa información les serviría o no, tanto como una información aleatoria. Y cuando digo «al que ellos accederían» en realidad pienso en la película, que solo puede mostrarnos un futuro, pero ellos accederían a todos los futuros, para unos ellos esa información recibida del futuro sería válida y para otros no, porque tendría que haber coincidencia entre el futuro al que acceden y el futuro del que proviene la información.

Estas películas de viajes en el tiempo te acaban haciendo concebir que somos una sucesión de instantes apenas enlazados por nuestra memoria. Y que ese segmento se acaba en el instante presente, a partir del cual se despliega una pradera infinta sin un camino claro que tomar; aunque, bueno, tal vez no tan imprevisible. Nuestro pasado condiciona, y mucho, hacia dónde nos proyectamos en el futuro. Quiero decir que toda esa infinitud potencial que se despliega ante nosotros en realidad podemos catalogarla usando probabilidades y al final encontraríamos que apenas habrán una o dos opciones con probabilidades realmente relevantes de ser escogidas. Por ejemplo que me vaya a levantar y saltar por la ventana tiene una probabilidad bajísima –aunque ahora que la menciono y la he vuelto consciente posibilidad real, acaba de subir de categoría frente a antes que ni se me había pasado por la imaginación tal tontería–.  Pero en realidad muy bien podría suceder que toda la infinidad de posibilidades de decisión que yo haya podido tomar hasta que he llegado aquí, las haya tomado en realidad y existan infinidad de realidades en donde todos mis posibles yoes se están desarrollando al mismo tiempo. Hay por ahí un yo que es el yo más perfecto que yo pueda concebir acerca de mí mismo, porque ha seguido el camino de las decisiones más acertadas en cada momento. Y también hay por ahí un yo tan absolutamente deplorable que su posibilidad ha sido relegada a las fronteras más oscuras de mi conciencia de ser, pero aún dentro de lo concebible. Todos estamos en marcha simultáneamente, y yo solo soy consciente de este que soy en este instante y del cual mañana habrá una infinidad, o algo menos, que comparten mi mismo pasado, pero que cada uno de ellos habrá dado en algún momento u otro un paso alternativo al que otro dio. Y todo eso partiría del instante mismo en que fui concebido. ¡Plop!

No es que deplore esta vida circunstancial de la que me ha tocado ser consciente, pero sería ...¿sería?... maravilloso –en el sentido de extraordinariamente interesante y satisfactorio, porque maravilloso en el sentido de fantasioso, sí que lo es– poder trasladarte a otras vidas, a este preciso instante presente de algunas de mis otras vidas alternativas a ver qué tal me ha ido. Dicen, los que lo dicen, que todo ser humano tiene varias vidas en el sentido de que a lo largo de su existencia hay una serie de puntos de inflexión en donde su trayectoria vital cambia de rumbo con suficiente brusquedad como para llamarla nueva, –nueva etapa, nuevo periodo, nueva fase–. Yo siempre he tenido la impresión de haber vivido una sola vida, que los cambios o puntos de inflexión aludidos que se puedan haber producido en la mía son de una curvatura tan leve que no me han parecido realmente un cambio de dirección. Si uno mira desde arriba, por supuesto que percibe que algunas curvas han habido: una infancia bastante despreocupada, algo fantasiosa, que echo mucho de menos –sobre todo en lo que respecta al ámbito de las sensaciones y emociones, más que al de las actividades físicas concretas– una juventud bastante más alocada que esta serena adultez que ahora acometo, etc., pero me atosiga la insatisfactoria impresión de que todo lo que me ha ocurrido ha tenido una continuidad muy poco dramática, al estilo de «Cruz no consiente que se mate ansí a un valiente» que contemplo como referente de punto de inflexión por excelencia.
Más que una máquina del tiempo lo que sería interesante es esa máquina que me permitiera fluir por los diferentes yoes circunstanciales que somos mi vida. Toda una infinidad de posibilidades, tal vez muy parecidas unas a otras –¡qué horror solo concebirlo!, ¿y si descubriera que todas mis posibles vidas alternativas se parecen salvo en los minúsculos detalles sobre con qué pluma decidí escribir un texto concreto o si me puse hoy los pantalones blancos o los azules?–, tal vez algunas terriblemente diferentes de lo que soy ahora, en un sentido –yo muriendo ahogado en mi propio vómito de borracho en una esquina oliendo a meado y rodeado de ratas en un oscuro puerto del Bósforo– o en otro –yo como uno de los novelistas más prominentes del país, promesa segura del próximo Premio Nobel de literatura–.
Trasladar tu conciencia de una a otra de esas vidas, lo que significaría ser consciente de todas las demás, al menos de aquellas por las que ya has pasado, es decir, elevarte a un nivel de conciencia por encima de ellas en el cual dispones que una conciencia que es consciente de esas otras consciencias circunstanciales. Pero ya sería otra especie de viaje en el tiempo que invade otros ámbitos para-científicos, aunque con lo de las nueve o diez dimensiones esas que dicen que tienen que existir para que las fórmulas de la teoría de cuerdas sean válidas se nos han puesto los ojitos como chirivitas de alegría a los que cojeamos con cierta deriva esotérica.
En fin, la película acaba como todas las americanadas, con muertos por todas partes, resultado de la mezquindad y estrechez de miras (dinero y sexo casi siempre) con que los guionistas conciben al género humano, probablemente a su imagen y semejanza.

jueves, 5 de julio de 2018

Chinches

Cuando venía en el coche esta mañana, mientras conducía y escuchaba a los Beatles, de los cuales he encontrado por casa un CD con un montón de discos que abarcan desde 1965 hasta los setenta, – ahora, mirándolo en la wikipedia (por cierto, ¿en qué habrá quedado la votación en el parlamento europeo, que se realizaba precisamente hoy, acerca de las nuevas resticciones que pretendían imponerle a internet en aras de salvaguardar el sacrosanto derecho a la propiedad de todos los ciudadanos?) me doy cuenta de que no están ordenados, ya he escuchado Abbey Road, que es del 69, seguido de Let it be, del 70, para luego saltar a Revolver, del 66 y ya veremos cómo sigue, que aunque no es la primera vez que lo escucho de cabo a rabo, no me aprendo el contenido ni a tiros – noté un cosquilleo en el dorso del antebrazo. El causante era un bichito minúsculo que avanzaba aprovechando la escasez de bello de esa zona, tal vez buscando acomodo en algún pliegue más arriba. Recordé que ayer, de vuelta a casa en el coche después de un par de horitas echadas en el campo, recogiendo hierba y acumulándola en montones con la intención de que se pudra  y vuelva de nuevo a la tierra en forma más o menos acompostada, advertí que en el parabrisas había otro bichito que intenté espantar con el dedo, lo que me fue imposible porque el bichito estaba por la parte de afuera. Me sorprendió que aguantara allí pese al empuje del viento que se forma a la, por otra parte, moderadísima velocidad a la que suelo circular. Como estaba conduciendo, ya digo, y requería la atención para esos menesteres, terminé por olvidar aquel bichito que me volvió a la memoria mientras observaba a este otro que continuaba su avance brazo arriba y ya iba llegando hasta el hueco del codo – sangradura dicen que se llama, probablemente un neologismo debido a que es la zona más cómoda para la extracción de sangre debido tal vez al menor grosor del tejido, lo que me lleva a recordar que estos bichos, que ya pronto identificaré, son hematófagos –  y pensé y deseché casi al instante la idea de que fueran el mismo. Con la otra mano, maniobra imprudente, he de reconocer, pues debo soltar el volante, y desviar la mirada de la carretera,  pillé al invasor, al que ya había reconocido como una chinche, que me trajo a la memoria que en un descanso del trabajo me había tumbado en el suelo, sobre la tierra, a reposar, y probablemente fuese en ese instante el que aprovechó este y tal vez alguno más para saltarme encima, aunque en cuanto llegué a casa me duché y me cambié de ropa, con lo cual no podía ser mi cuerpo ni mi ropa actual el lugar en el que había estado agazapado todo el tiempo antes de aparecer en el brazo; bajé el cristal de la ventana, agradeciendo inconscientemente la existencia de los elevalunas eléctricos, y lo lancé fuera, contraviniendo claramente una normativa de tráfico que impide arrojar objetos desde los vehículos.
El resto del camino me vine rascando porque imaginaba la existencia de toda una plaga, tal vez asaltando la fortaleza de mi cuerpo, que en ese instante no podía defenderse con la celeridad que tal ataque requería, y hasta llegué a proponerme, colmo del ataque de histeria, que un día de estos tendría que volver a limpiar el interior del coche.
En cuanto alcancé mi destino, me metí en el baño y me quité la ropa completamente, revisándola costura a costura en busca del enemigo sin encontrar ningún otro ejemplar. Es ahora, que vuelvo otra vez a mencionarlos y es sentir cosquilleos por todas partes que  me impulsan a levantarme y volver a quitarme los pantalones para verificar si eso que me pica por detrás de la rodilla -corva o hueco poplíteo- es o no es un ser vivo incordiando, pero esto, teniendo en cuenta que mi trabajo, en parte, es cara al público, merecería otra nueva historia si alguien llegara a entrar en ese preciso momento por la puerta y me encontrara con los pantalones bajados explorándome minuciosamente de cintura para abajo.