viernes, 30 de octubre de 2020

Obrar (5 intr.)

Un espectáculo que consista en ver (y oír; oler, ocasionalmente,  no siendo bien apreciado por los entendidos) defecar a un «intérprete» en recinto instituido exactamente para ello, con toda la formalidad de un teatro: con su amplio escenario ocupado únicamente, en el centro y bien iluminado, por un retrete; su telón; un patio de butacas, palcos y gallinero. 

Un espectáculo muy apreciado, al menos por los entendidos; apenas comprendido por advenedizos, que, sin embargo, lo respetan como actividad de élite (que algo bueno debe tener si los ricos la aprecian tanto). 

Intérpretes de fama internacional que giran por los diferentes países y compiten por prestigio en grandes festivales que se comentan profusamente en los periódicos y que dan a las localidades donde se celebran un aura cultural de primer orden. Cada uno de ellos con sus particulares perfiles que para unos son defectos y para otros, rasgos de sublimidad. Llamados genios por los más exaltados por la forma en que tienen de soltar el lastre con mayor o menor esfuerzo, con discreción o aspavientos. 

Muy apreciadas las pedorretas que casi están catalogadas en todas sus manifestaciones por los críticos: el gorgoteo que precede a una baba licuada, la cornamusa que en ocasiones anuncia una ausencia de materia fecal, el redoble que va dejando escapar una pasta pegajosa, o el estallido garbancero que esparce una perdigonada por toda la vasija. De especial predilección, lo que extraña por su falta de espectacularidad,  la perfecta y minuciosa «salchicha» que sale deslizándose casi con dulzura dejando un moñigo de dimensiones y densidad esclarecidas. Hasta el punto que se conservan, en el Museo Nacional del Arte del Buen Cagar, varias muestras sublimes que rozan la perfección, a juicio de los expertos y críticos más importantes, y cuyos productores han sido encumbrados a las Olímpicas cúspides de la fama.

Un espectáculo, en fin, de sábado por la noche, al que acude lo más exquisito de la ciudad ataviado en sus mejores galas y que colma el cagadero si el intérprete es de prestigio, o apenas lo abarrota si es un actor nacional. Siempre los llena aunque se trate de un aficionado local. 

Como en todo espectáculo el público entra ruidoso y expectante, y se va sentando mientras comenta los aspectos de la iluminación, las características del retrete, (el intérprete y su equipo tienen potestad para determinar la forma, color medidas, etc., de la vasija. Incluso hay quien exige agua perfumada y coloreada para broche final, a pesar de que el público no llega a apreciar esto. De hecho, se considera una falta de aplomo artístico el tirar de la cisterna. Y en los concursos internacionales, está prohibido hacer desaparecer las heces, formando parte del veredicto final la inspección ocular del resultado).

Poco a poco el público se va silenciando. Es un público muy disciplinado, consciente de la alta concentración que requiere el intérprete y de la sutilidad de algunos de los efectos sonoros (otra de las características a tener en cuenta en la elección adecuada de la vasija), y tras algunas toses finales  un manto de disciplinado silencio cae sobre el teatro. Entonces hace su aparición el intérprete. Aplausos cerrados, magnificados según la notoriedad del artista, que terminan en el justo momento en que este se sitúa, en pie aún, delante del cuenco fecal, saluda con una leve inclinación y se lleva las manos al cinturón. (El intérprete va correctamente vestido de frac. No es baladí el gesto de bajarse los pantalones, luego los calzoncillos y a continuación extender la cola del frac adecuadamente para que no caigan dentro de la vasija ninguna de sus dos bandas; todo ello sin hacer una exhibición descarada de las partes pudendas) Entonces pueden escucharse unos levísimos, ¡aaah!, emocionados desde el público. Y empieza el espectáculo.

Al principio todo es silencio. Si se alarga mucho, no es extraño escuchar alguna tos de disconformidad. Lance mal recibido es la emisión por parte del intérprete de algún gemido que denote esfuerzo para convocar el evento. El cagar más apreciado es el que no se hace esperar demasiado, ni se precipita, el que no se obliga. El más celebrado es el que se anuncia con pompa y exaltación, aunque en esto hay gustos. Hay quien aprecia más un sonido arrastrado, gutural, licuado, y hay quien prefiere los golpes secos, limpios, airosos. Todos celebran con aplauso un chapoteo perfectamente definido por considerarse la expresión más exacta del acto. Sin embargo los heterodoxos, sin despreciarlo, prefieren otras formas de emisión menos canónica.

El espectáculo finaliza con un suspiro del intérprete o bien un prolongado silencio que determina la discontinuidad. Intérpretes hay que saben sorprender al público en este último momento emitiendo un, así llamado por imitación de otras artes, bis, que si consigue prolongarse medianamente es signo de dominio en este arte. Aunque últimamente hay demasiados que parecen haber aprendido la técnica y se está volviendo ordinaria.

El aplauso final determina el éxito, claro. El intérprete no se limpia ni se levanta hasta que no se ha cerrado el telón. No forman parte del espectáculo, las abluciones anales ni la higiene del intérprete en general. Si el público lo exige con la duración de la ovación, el intérprete, ya correctamente aseado y engalanado, sale a saludar. El número de salidas escala la  satisfacción del público. 

Solo algunos pocos admiradores e, indefectiblemente, los críticos, pueden acercarse a observar el resultado para dar cuenta del broche final el acto. Algunos intérpretes, sobre todo aquellos que ya están instalados en la fama, no se arriesgan a esta confirmación final y prefieren tirar de la cisterna antes de correr el riesgo de una mala crítica que manche la brillantez del acto. 

El público desaloja la sala comentando el espectáculo y llena los restaurantes de la zona en la esperanza de tropezarse con el intérprete.

Al día siguiente aparecerá en los diferentes medios la crítica del espectáculo que establecerá definitivamente el éxito o condenará al fracaso la obra. 

miércoles, 21 de octubre de 2020

Mi vida sexual tal y como podía haber sido si todo esto fuera cierto

 Mi vida sexual no ha sido plena, pero puedo también fabular sobre ella, lo que la haría crecer en calidad y colorido. Podríamos decir que empezó cuando atisbé el sujetador de la maestra sustituta que me corregía algunas faltas de ortografía allá por primero o segundo de EGB. 

Acostumbrados a la brutalidad de La Directora, a la que también teníamos por maestra, cuya más preciada herramienta de trabajo era una palmeta de un centímetro de grosor ,que debían comprarse en ese entonces en las papelerías y que actualmente sólo se venden en los sex-sado-shop, la llegada de la sustituta nos volvió a todos los chicos sumisamente obedientes y a las chicas absurdamente celosas, lo que era raro en ellas que, reinando la directora, no nos dirigían ni los insultos – salvo Amalia y Monserrat que estaban en nuestra mesa, y creo ahora que eran un poco machonas, que nos insultaban a modo y hasta nos metían mano en nuestros aún inertes pitos. Tras su marcha todos quedamos muy apenados y yo me enamoré, para compensar, de Alicia, la cual, literalmente, no podía soportar mi presencia a causa de un pertinaz moco que se empeñaba en quedarse siempre colgando de mi nariz y que yo me había acostumbrado a desalojar con la lengua. El momento culmen de esta relación inexistente fue cuando en la función, tal vez de Navidad, haciendo de enanito, trasportábamos su cuerpo inerte para depositarlo en la urna de cristal, ella, claro, era Blancanieves, y yo sufrí un acceso de éxtasis prematuro cuando mi mano tocó la tela de su vestido de tul o lo que fuera (de manera completamente honesta y justificada).

Un salto de seis o siete años me sitúa, estando en la clase del Patineta – nunca he conseguido ubicar el tiempo por años, ni siquiera por mi edad, así que debo recurrir a la clase en la que estaba en ese entonces y de ahí deducirlo -, en la piscina del colegio en donde mi hermano era un gran nadador y yo aún era capaz de soportar que un jodío enano gordito me ganara sin apenas esfuerzo en todos los estilos. Mi hermano y su pandilla se envolvían la cuca con papel higiénico para que hiciera bulto – la piscina no tenía agua caliente – y pasaban y repasaban por delante de la chicas, entre las cuales, se decía, alguna llegó a picar. Pues la hermana de esa se enamoró de mí. 

Yo aún no pensaba en chicas, pero a ella no le importaba. Me seguía a todas partes, con gran fastidio mío, y se colaba en el vestuario cuando estaba yo cambiándome. Ella fue la que me introdujo en la adolescencia precisamente utilizando ese mismo verbo con una parte de mi cuerpo y otra parte del suyo, no necesariamente complementarias. Salimos un tiempo, ahora sé que muy corto, y tengo que confesar que nunca sentí nada por ella. Me dejaba llevar y traer sin participar demasiado hasta que se hartó de mí y no volvió a dirigirme la palabra.

A pesar de esta precoz - ¿y tal vez traumática?, pues no estaba preparado para ella y me preocupaba mucho más lo del puto gordito – iniciación, conservé mi timidez en toda su fiereza, aunque aprendí a hacerme pajas.

Ya con catorce años o así, los tiempos de las baladas de Santana, ya sonaba Supertramp, me introducía tímidamente a Led Zeppelin, - aunque en secreto me gustaba Richar Cocciante y los cantantes italianos románticos -, mi primo se pasaba las vacaciones en mi casa. El tipo se las daba de hombre de éxito entre las mujeres, y en lo que yo puedo certificar no mentía. Aunque era algo mayor que yo me había tomado afición y juntos vagábamos por ahí en busca de aventuras. Si he de ser justo, mi papel en todas las relaciones de amistad que he tenido ha sido siempre el que en las obras de teatro clásicas sería el criado o el bufón. Acompañaba y asistía al galán, pero me quedaba un poco rezagado en sus lances. De vez en vez, la afortunada o desafortunada dama en perspectiva, era asistida a su vez, y mi papel consistía en entretener a ésta mientras los galanes se cortejaban. A mí me presentaron a la hermana de una que en cierta ocasión me preguntó que si se muriera una tal Meli, cómo me sentiría yo. Respondí naturalmente que no conocía a la tal Meli y entonces ella me respondió que así es como la llamaban en su casa. Ante esta lógica lo único que se me ocurrió fue abrazarla y besarla con toda la torpeza de que era capaz en aquel entonces. Ella me rechazó tras un retardo lo suficientemente largo como para recordar aún el sabor de aquellos labios. Estábamos sentados en un banco del parque, tras la iglesia y serían alrededor de las cuatro de la tarde de un brutal día de agosto. No había nadie por los alrededores a causa de la siesta, pero ella me dio esperanzas justificando su actitud: Aquí no, tonto, ¿no ves que nos pueden ver y  me conoce todo el mundo?  Luego mi primo y su hermana rompieron, no recuerdo por qué causa y yo traté de alargar nuestra relación a pesar de la falta de justificación teatral. Pero se metió por medio uno de la localidad que me la robó por la mano. He de reconocer que el tío le ponía más énfasis que yo.

Los años de instituto no fueron muy fructíferos para mí. En tercero me arrimé con unos cuantos tipos de la fila de atrás y me cogí mis primeras borracheras durante los recreos. Volvíamos luego a clase completamente borrachos – no siempre, claro, y no tanto – y nos quedábamos dormidos con las tonterías de la de física y discutíamos a favor de Nietzsche contra el de filosofía. Fue en tercero cuando el instituto se convirtió en mixto –hasta entonces estaban separados los chicos y las chicas en institutos masculinos y femeninos – y conocimos a unas muchachas de primero. Eran dos hermanas y una tercera  amiga de ambas. A mí me gustaba una de las hermanas. Poseía una nariz muy peculiar que me ponía literalmente cachondo cuando hablaba con ella. Conservo su firma, la de la chica, en el disco de Mike Oldfield, Tubulars Bells, que había intercambiado por un casete doble de Yes, creo,  con uno de los colegas. Nos magreábamos en la cafetería del instituto, un cuchitril oscuro que abrieron tiempo después de que nos prohibieran salir del centro durante los recreos, y que no despachaba bebidas alcohólicas. Allí siempre estaba sonando Angie de los Rolling Stone.

En Cou fue el intento de golpe de Tejero. La chica ya me había olvidado, pero yo a ella no. Pasé todo el curso deprimido o borracho. Los tres amigos nos veíamos por las tardes y los fines de semana. Una vez asistimos a un partido de base ball del equipo en el que jugaba uno de los tipos contra un equipo de la flota cubana. Unas cubanas que estaban en el partido hicieron en seguida buenas migas con nosotros. Las cubanas literalmente se nos lanzaban encima a arañarnos medio en broma medio en serio cada vez que los nuestros marcaban un tanto. Nosotros no conocíamos para nada las reglas de ese ni de ningún otro deporte así que prácticamente medimos la victoria por el grosor de nuestros miembros que aumentaban su tamaño –licencia poética- con cada tanto a favor. Cuando éramos nosotros los que perdíamos nos pasaban una botella de ron para que lo celebráramos con ellas. Por lo borrachos que acabamos el partido muy bien podíamos haber empatado. Después nos fuimos con ellas a las afueras de la ciudad y acabamos gloriosamente en un bosquecillo que rodeaba el cementerio de Santa Brígida.(Lo que queda de ese bosquecillo es ahora patio interior de las urbanizaciones de lujo que brotaron bajo él como la mala hierba)

Y después del Cou vino a la universidad, a la que llegué solo, porque mis amigos decidieron que ya estaba bien de estudiar. Uno ahora es taxista y sospecho que alcohólico (no, no es incompatible en algunas ciudades, al parecer) y el otro trabaja empleado en un almacén. Hace años que no los veo.