miércoles, 27 de julio de 2022

Un hallazgo

 Bueno. Pues esta mañana, mientras paseaba a Poncho y leía a Juan José Saer (La pesquisa: por ahora no estoy entendiendo nada. Empieza con un tipo contándonos acerca de un policía, Morvan, que está locolacabeza con un asesino que se dedica a matar viejitas, pero a lo bestia, con descuartizamiento y efusión de sangre a tutiplein. Y no tienen pista ninguna por donde tirar para atrapar al tipo. Todo lo más es el tipo el que los tiene a ellos, a Morvan y al equipo especial que se ha formado para investigar los crímenes, acorralados en un barrio determinado en donde han ido concentrándose los últimos crímenes. Y de pronto se interrumpe la narración y cambiamos a otra parte. Aquella ocurría en París y esta ocurre ahora en Argentina. Un fulano, al que llama Pichón, ha regresado, desde París donde reside, a la Argentina, con la excusa de resolver unos asuntos de herencia, pero en realidad, tal vez, deducción mía, para averiguar qué le queda de todo aquello que fue antes su vida. Allí le reciben otros dos amigos, también con nombres raros, Pinocho – a veces llamado Soldi – y Tomatis. Con ellos recorre los paisajes en torno al río Paraná; van a visitar a la hija de un extinto amigo, Washington,  que custodia celosamente sus manuscritos, entre los cuales el principal es una novela de temática clásica – Grecia, la Ilíada y esas cosas – por la que ellos están muy interesados y que no consiguen  que la mujer, con la que hace tiempo se han peleado, les preste para estudiarla en detalle – Pichón sospecha que la novela, que ha podido mirar un instante,  no es de la autoría de Washington, pero por el momento no ha desvelado su sospecha –. Pues esta se interrumpe de nuevo y volvemos a Morvan, pero ahora descubrimos que es Pichón el tipo que les está contando la historia a sus dos amigos, sentados en una terraza de la que nos describen con opulencia de detalles todo  lo que se ve desde allí, desde el color de los ladrillos – rojos – de una pared en frente, hasta la disposición de otras mesas; lo mismo ha hecho, – descripción demorada – mientras paseábamos por el río. Y aquí me he quedado; sin sospechar a estas alturas cual es el destino de este río, hacia qué remotos mares me está llevando. Mi primera impresión de este Saer, al que leo por primera vez, es que es un poco envarado, rígido, intelectual, y que estas historias que cuenta son probablemente una distracción para contar otra cosa que está debajo, tal vez en los detalles que con tanta minucia describe. No descarto tener que releerla para comprender de qué va todo su rollo) cuando de pronto atisbo a lo lejos, al pie del contenedor de basura, al que me dirigía con la caca de mi perro en la mano – no propiamente en la mano sino envuelta en un papel de periódico – una bolsa negra, grande, a un lado de la cual se apoyaba lo que parecía un libro – aún casi no ha amanecido y yo soy medio cegato - . Esta es una zona propicia para este tipo de hallazgos, a la gente ya no le gusta tener libros en casa. Solo son capaces de ver en un libro un depósito de polvo, y prefieren dejar vacía la estantería o sustituirlos por una pieza de cerámica que son mucho más cómodas de limpiar. El libro de fuera era uno de Elvira Lindo, autora que, diosmeperdone, no despierta mi compasión, sin embargo dentro de la bolsa había una serie de tomos de estas ediciones, tan antiguas ya, de Planeta, que contenían toda la obra en varios tomos de autores de mucha fama en aquellos momentos, y que nutrieron mi adolescencia en las aburridas y calurosas tardes de verano, como Frank Yerby, Frank Slaughter, Baronesa d'Arcy o Pearl S. Buck; tampoco despertaron mi compasión pero sí mis recuerdos y con ellos mi melancolía de tiempos idos, mucho más esperanzados, simplemente porque lo que había de venir aún no había llegado. No es que lo que haya llegado sea malo, pero ya llegó y en eso radica su carencia de esperanza. Ver estos libros así es como ver una camada de gatitos y no poder llevárselos uno a casa para salvarlos de las atrocidades del mundo, al menos yo no lo hago porque por encima de mi compasión está mi comodidad pequeño burguesa y un respeto profundo por los ciclos naturales, que no quiero perturbar ni desequilibrar con mi  intervención antropo-sentimental (aunque el sentimiento sea una característica humana en sí, quiero decir con esta conexión que obedece a una de esas actuaciones que son  absurdas, casi perjudiciales o peligrosas, pero que nosotros, como seres humanos, consideramos que hay que realizarlas por cuestiones  sentimentales, es decir, desde una visión egocéntrica e irracional). En fin. Solo sucumbí a llevarme uno de los gatitos, que era tan hermoso que no podía abandonarlo, un primer tomo de las obras completas de Carmen Laforet. Luego, conteniendo las lágrimas me alejé de allí para no escuchar los maullidos de mi corazoncito de lector clamándome por la vida de aquellos pobres libros.

El retorno ya no lo cuento porque no vale la pena. Enseguida, vuelto a zambullirme en la lectura de Saer, olvidé el episodio. Poncho tiró de mí para continuar su propia investigación del mundo y cuando todo estuvo cumplido, como en las escrituras, regresamos a casa.