lunes, 24 de julio de 2017

Una relación

Tengo pensado, un día (así, con la mirada puesta en el horizonte) escribir un libro en el que, con la excusa de la ciencia ficción pueda echar a rodar todo este torrente imaginativo que creo tener (otras veces pienso que como no le de curso acabará secándoseme). 

Hace unos años tuve una relación. Entonces ella era una chica rubia, bajita, con una carita muy angelical y un cuerpo rotundo, pero equilibrado. Trabajaba, y trabaja aún, en el Hospital Estatal, de ayudante de replicación. Por eso tenía el privilegio de replicarse cuantas veces quisiera. Y le gustaba replicarse de una manera enfermiza. Aquel año se habían puesto de moda las Marilyn, esa actriz de cine antiguo que en realidad muy pocos habían visto en películas originales, y todos querían ser Marilyn o tener un rasgo suyo, por eso ella, mi chica, era rubia y tenía poco más o menos aquellos rasgos –su diseñador solo conocía a Marilyn por holografías y entornos virtuales, que la reproducían con dudosísima fidelidad–. Cuando se me presentó, le hice saber, con muy poco tacto, que tanto se podía parecer a Marilyn como a su cuñada. Después de aclararle el término «cuñada», quedamos para salir, porque a ella le encantaban los frikis y a mí las locas.
Fueron un par de años muy frenéticos. A ella le gustaba salir y encontrarse con mucha gente, hablar,  colocarse, follar. Yo trataba de seguirla, al principio con mucho entusiasmo, pero me resultaba imposible llevarle el ritmo. De vez en cuando me escapaba a una cinemateca estatal donde podía ver casi cualquier película que me apeteciera de los buenos tiempos y ahí me pasaba horas, prácticamente escondido y sin hacer caso al holográfono. Una vez la llevé a ver una de Marilyn y se disgustó mucho con su estilista. Al día siguiente me vino de morenaza, altísima, con un peinado tan extravagante en su tiempo como ahora, pues, al parecer, copiaba a una cantante antigua «de cuando había un país que se llamaba América o algo así».
Sus cambios constantes no me molestaban, al contrario, era fascinante explorar las posibilidades sexuales que su nuevo aspecto nos sugería. Ella me incitaba a que yo también me replicara «lo que complicaría aún más el puzzle de nuestra relación» (para ella, un aliciente más), pero yo no disponía de sus privilegios, ni de sus recursos, y, además, me gustaba mi aspecto y no me apetecía replicarme por moda («no es por moda, cariño, es por amor», replicaba ella enfadada). Además, se tomaba a mal que le insinuara que permaneciera unos cuantos meses con el mismo cuerpo, y me llamaba aburrido.
Me acostumbré a sus cambios inesperados, viniera de hombre o de mujer. También variaba en edad, aunque inevitablemente siempre era un personaje atractivo, ideal. «No cuentes conmigo», respondía alterada cuando yo le susurraba que me encantaría echar un polvo con una anciana, acariciar una piel arrugada, unos senos fláccidos.
De hombre se replicaba poco, apenas un par de veces, porque decía que se disfrutaba poco en el sexo. Esta razón fue la más convincente que pude escuchar nunca de sus labios para, al menos, pensar en la posibilidad de replicarme y contribuir a la complejidad de nuestra relación.
Yo lo había hecho solo una vez, a consecuencia de un accidente en el que perdí las dos piernas y la conciencia. Como no tenía declaración de voluntad me replicaron con mi mismo cuerpo, claro que completo. Si me hubieran preguntado, si no hubiera estado inconsciente, lo mismo ahora me parecería a … mí. En fin, tengo alma de «natural», aunque no me atreví, en su momento, a dejar una declaración de voluntad para confirmarlo en caso de accidente.
El colmo de nuestra relación fue cuando se empeñó, y lo hizo, en replicarse, durante unas vacaciones del Hospital, claro, como perro caniche. Se escapaba todas las noches a follar con perros callejeros. Eso no me molestaba. En cambio, que me metiera el hocico frío por los testículos me bajaba completamente la libido, y, esto no se lo dije nunca, me daba mucho asco.
Lo dejamos poco después, cuando empezó a traerse amigos a casa. Una vez vino con un pirado que se había replicado en centauro mitológico –todo esto fue antes de las leyes de restricción, cuando las cosas ya estaban bastante desmadradas– con la idea de que montáramos un trío. Estaba la moda mitológica y ella iba de Medusa, es decir, un cuerpo imponente pero había que mantenerse alejado de la cabeza. Yo ya no pude soportarlo más.
Tuve que marcharme de su piso y volver a un cuchitril del estado. Lo único que eché de menos, aparte de algunos privilegios en comida, fue el virtualizador, con el que me daba larguísimos paseos por mundos extraordinarios sin necesidad de salir de casa, pero cansándome igual. Volví a mis frikismos, que de todas maneras nunca había abandonado: a la cinemateca, a solicitar libros y audios antiguos en la biblioteca, y a pasearme por el extrarradio buscando un poco de tierra. Hasta he pensado ponerme a trabajar, tal vez en una biblioteca, y así mejoraría mi situación, sentaría un poco la cabeza y me alcanzaría para pillar algunos privilegios.  En cuanto al sexo, después de tanta variedad y extravagancia, volví a la sencilla placidez de las pajas mirando la holovisión.