jueves, 26 de julio de 2018

El ser que soy

16 Debo ser yo mismo (*)

En el artículo de Celâl de hoy se habla del dudoso hecho de ser uno mismo. Todo viene traído por la visita de un barbero, lector de su columna, que le hace dos preguntas trascendentales: ¿Le cuesta trabajo ser usted mismo?, y ¿Existe algún medio para solamente ser uno mismo?
Celâl, que está muy ocupado porque tiene que entregar en un momento un nuevo artículo para su columna, se sacude al barbero con un par de chistes que además incrementan su fama de columnista sarcástico entre sus compañeros, reunidos alrededor, habituados y, al mismo tiempo, instigadores de la vena humorística que el famoso columnista suele exhibir ante los lectores que se atreven a importunarlo en su despacho con sus pequeñas alabanzas. Pero cuando llega a casa, sentado en su sillón a solas, con las piernas estiradas y en el silencio –el que sea posible en una casa de vecinos en un barrio populoso de una enorme ciudad–, reflexiona sobre el asunto y, a mi juicio, llega a las dos siguientes respuestas: Sí y No.
Claro que cuesta trabajo ser uno mismo. Celâl parece pensar que él mismo es ese que está en silencio, en su casa, sentado sin hacer nada y sin tener que demostrar nada ante nadie, sin tener que fingir, sin tener que expresar con seguridad ideas de las que no está muy seguro, sin tener que sonreír por amabilidad, sin tener que compartir a desgana la compañía de otros que le aburren solo porque hoy se siente solo, en fin, sin tener que actuar –una actuación distinta para cada uno– ante unos y otros como habitualmente viene haciéndolo desde que le conocen.
Yo por mi parte sostengo que no tenemos ninguna razón para creer que ese que somos en la soledad de un cuarto seamos más nosotros que cualquiera de los otros que somos ante los demás. Porque somos muchos, tantos, casi, como personas que conocemos. Porque ante cada cual nos comportamos de una manera diferente. Tal vez en un principio aún no hayamos adoptado esa manera, tal vez, solo al principio, quien nos conoce por primera vez, conozca a alguien que luego se perderá, alguien que usaba unos gestos, una sonrisa, unas expresiones, un sarcasmo que ya no usa con nosotros. Todo eso se perderá en su contacto con nosotros y nosotros lo olvidaremos y adoptaremos de plena fe al que actuamos ser cuando estamos con ellos.
No estamos actuando en el sentido de un actor de películas de cine o de teatro que sabe que él no es el personaje que está fingiendo ser, no. Pero actuamos, porque no somos el mismo que somos según con quien estemos. Y hasta, me atrevo a decir, pensamos de manera distinta o, como mínimo, nos atrevemos a expresarnos de manera distinta, o no con la misma intensidad con que lo hacemos ante un auditorio diferente –lo que desde fuera puede llevar a la sospecha de que pensamos diferente, es decir, mentimos–. Es una actuación en la que creemos porque no sabemos que actuamos. Es por eso que experimentamos una cierta inquietud cuando se nos mezclan amigos de diferentes grupos, porque surge un conflicto y nos vemos pillados entre ambos, ¿cuál es la pose que debemos actuar, la de estos o la de esos otros?, y tendremos que quedarnos en un ambiguo término medio que extraña a los dos y nos incomoda a nosotros que de pronto nos damos cuenta de que no sabemos exactamente cómo somos.
¿Es posible llegar a ser uno mismo? Supongo que sí, pero yo no sé cómo. Tal vez hay caracteres tan asutosuficientes, tan seguros de sí, que no necesitan de esa actuación, que se imponen a sí mismos en toda circunstancia y ante todo auditorio. Tal vez hay caracteres tan apacibles, tan sin conflictos que no temen nada del otro, me refiero a que no temen ser sí mismos en toda circunstancia porque no ocultan nada por temor a ofender o irritar al otro, porque no temen no estar a la altura de nadie, porque se conforman con como son y no aspiran a ser otra cosa, no sé, tal vez hay gente así. Yo no lo soy. Y como no quiero sentirme raro, finjo que soy tan normal como el otro. Y como me gusta que me admiren, finjo incluso ser mejor de lo que habitualmente creo ser y hablo de lo que hago con naturalidad como si hubiera realizado gestas heroicas –¡y entonces planté aquel árbol y lo regué durante semanas hasta que se hizo grande, y después tuve un hijo …!– y como me gusta la compañía de vez en cuando, finjo que me interesa lo que los otros tienen que contarme, y finjo que quiero contarles a mi vez cosas interesantes.
Tal vez por eso escribo. ¿Qué mayor fingimiento que este en el que finjo ser otro que finge ser el tipo admirable que a mí me gustaría ser?

(*) Continúo con la lectura de El libro Negro, de Orhan Pamuk, y continúo aprovechándome de él para piratearle temas sobre los que escribir, no por otra razón sino porque en alguna medida coinciden con mis temas de reflexión, presentes o futuros.
Celâl, les recuerdo, es un columnista del Milliyet, primo de Galip y medio hermano de Rüya. La novela alterna capítulos en los que Galip anda por la ciudad, Estambul, buscando a Rüya, que se ha ido de casa sin una razón ni siquiera sospechada, y también a Celâl que simplemente ha desaparecido, con los artículos de Celâl que me fascinan tanto; casi menos por sus temas, que los considero familiares, como por cómo se desarrolla el artículo, que parece ir fluyendo, brotando con naturalidad, llenándose de matices y comentarios que parece que lo van a alejar del tema pero siempre te dejan con una idea precisa de lo que ha tratado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario