miércoles, 28 de noviembre de 2018

Yo tenía que haber sido Bernardo Soares

Yo podía haber sido Bernardo Soares. Tengo todos los papeles para haber sido Bernardo Soares, pero salí mal. Salí yo. Incomprensible. Un fallo en la  maquinaria de la naturaleza. Una mutación de algún gen, una mala lectura del ARN. O simplemente que seguí el camino equivocado; que no puse la voluntad suficiente; que fui débil. No puedo culpar a los otros de no haber sido Bernardo Soares. Solo a mí.
Ya de pequeño le tenía afición a la melancolía; lloraba por cualquier cosa. Por un amanecer con gallos. Por el olor de la lluvia en la calle. Porque mi madre no me dejaba el pijama debajo de la ropa de ir al colegio. Por cualquier cosa. Pero no un llanto perretoso de niño con caprichos sin satisfacer, no, sino un llanto de estar encogido en las esquinas, arrugado sobre mí para que no me vieran, para que  no me oyeran, para que no supieran que existía.
Después, de adolescente, también cumplí como debía. Huía de la gente. Andaba como sonámbulo, medio sonriéndole al aire. Me abrazaba a los árboles. Escuchaba las farolas. Y lloraba en silencio dejando que las lágrimas corrieran por mi cara como caballos, como viento.
Y me hice aún más grande, como tenía que ser. Y me dí a la bebida. Me di mucha bebida. Y babeaba mucho y les recitaba, ebrio, poemas a las chicas, ebrias, que aún no había huido. Me aprendí muchos poemas con esa intención. Pero los olvidé todos porque la bebida es muy mala, sobre todo en la resaca.
Todo iba bien, estaba a punto de eclosionar Bernardo Soares. Pero me agosté.
Conocí a esta mujer, que de buena, de inocente, le torció el brazo al destino sin saberlo. Y el destino salió gañendo como perro maltratado. Y me dejó sin destino. Con el hueco limpio y reluciente para uno nuevo. Y ella lo rellenó con algodoncitos, y encajes.
Yo peleé. No crean que no peleé al principio. Que no lloré por mi destino huido, el muy cobarde. Que no quise seguirlo. Pero, ¿adónde?, me decía ella muy razonable. Y yo lo comprendía bien, ¿adónde?
Terminé los estudios mientras me lo pensaba. Y luego me hice funcionario. Ya ven. ¿Qué perro había que me quería decir algo? Más tarde tuvimos un hijo y luego dos. Y entonces vino un perro. Y lo sacaba a pasear. Y así todo. Ya saben.
Y un día encontré ese libro.  Y no podía creerlo. Yo era ese Bernardo Soares. Quiero decir. Yo tenía que haber sido ese Bernardo Soares. ¿Quién es ese Fernando que me lo ha robado? ¿Cómo se me adelantó tanto tiempo? Una luz se me encendió allá adentro. Una luz muy tenue. Y lo comprendí todo. Una comprensión efímera, si me entienden lo que digo, que se te va entre los dedos antes de que empieces a sentirla. Lo supe.
Supe quién debí haber sido y quien era. Supe que también estaba bien, que tampoco estaba mal. Que no era ni mejor ni peor. Que habrían días buenos y días malos. Que el destino se había cumplido porque había habido un Bernardo Soares. Aunque no hubiera sido yo.
Tal vez haya un pobre que haya descubierto, por ahi tirado en alguna cuneta, manchado de vómito, costras en los pantalones y en el pelo, entre neblinas pegamentosas de pensamiento, que haya descubierto, digo, al verme pasar del brazo de mi señora, de la mano de mis hijos juguetones, con mi perro, que él tenía que haber sido yo, y que falló algo; tal vez él, como fallé yo, en lo mío.

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