sábado, 30 de octubre de 2021

La academia y los profetas

 I want to believe (agente mulder)


Uno no tiene la virtud, o peca, según se mire, de ser precisamente muy academicista. Cree, ese uno, entender perfectamente la función de la academia que es la de proteger al conocimiento de los vaivenes cotidianos, fijar unos cánones a los que todos podamos acudir como referencias irrebatibles, mientras no se consigan rebatir oficialmente, es decir, mediante los métodos establecidos por la propia academia como los más objetivos. Que, a su vez, serán los métodos oficiales mientras no sean recusados con suficientes argumentos aceptables por la academia. Y hacer progresar ese conocimiento cuando por medio de esos métodos se demuestra que hay tierra más allá de los límites hasta ahora conocidos. 

Es cierto; al final, el sistema de referencia es siempre la academia y por lo tanto es susceptible de ser acusada de endogamia, pero es que la alternativa es que no haya sistema de referencia y que por lo tanto no haya conocimiento como unidad y única dirección, sino movimiento browniano de múltiples conocimientos que no llevan al sistema a ninguna parte, porque cada uno tira en una dirección diferente y muchos chocan entre ellos anulándose resultando en un progreso mínimo.

Uno, aquel uno al que me refería al principio, entiende también que la academia no es otra cosa que un conjunto de señores (y unas pocas señoras) que cuando se juntan son la academia, pero en su casa son fulano y fulana de tal con determinadas necesidades que en la actualidad son satisfechas por la academia mensualmente en forma de salario, aparte de las otras satisfacciones que proceden del trabajo bien hecho, clarostá; y que muchas veces toman decisiones que tal vez tienen menos que ver con la conservación, pureza y fijación del conocimientos que con asegurarse el garbanzo de fin de mes. Es decir, que la academia, como institución que es, tiene un objetivo principal de existencia, que es ese que hemos comentado de fijar, limpiar de espúreos, expandir el conocimiento de manera estable, y un segundo objetivo principal, tan importante como el primero, que es su propia conservación como institución (principio de supervivencia, todo ser vivo hará siempre lo posible, consciente o inconscientemente, por mantener y asegurar su propia supervivencia) y esto le lleva en muchas ocasiones a, incluso, traicionar sus propios principios primarios, es decir, retraerse de seguir una u otra línea de progreso, o seguir una u otra línea de supuesto progreso en función de una más suculenta financiación.

Es normal que existan profetas que desde fuera de la academia griten contra ella e incluso intenten entrar en ella y desbaratarles el chiringuito, el mercadeo que se traen con los bienes superiores del conocimiento. Y hasta es normal que alguno de esos profetas consiga con el tiempo ingresar en la academia, esa u otra, y acabar imponiendo sus propias consideraciones en el sentir general de la academia y por lo tanto en el sentir general de toda la sociedad, al menos de toda la que confía en esa academia. Es, también, normal, que la mayoría de esos profetas acaben crucificados, porque lo que no es normal es que todos tengan razón y que la academia, que no son uno, como ellos, sino muchos, no se haya dado cuenta de que tienen razón. Y si ellos tenían razón y murieron en la cruz, pues es muy probable que esa razón, más adelante, acabe saltándole al paso a la academia que la redescubrirá y se atribuirá el mérito, lo que es un detalle menor, pero incorporará ese conocimiento al corpus general de conocimientos que conserva que es lo que verdaderamente importa. Mientras que las estupideces de los demás profetas que murieron en la cruz en sacrificio por sus ideas, quedarán enterradas con ellos, o comidas por los pajarracos del pseudocientificismo que también deben tener su huequito en las tierra. 


Y sí, defiendo la academia, aunque me caigan mal todos esos señores, y algunas señoras, gordos y con chaqueta, pero me caen peor esos charlatanes que andan gritando al las multitudes que son idiotas por seguir como borregos a la voz de su amo, la academia, y no seguirlos a ellos en plena libertad, que son mejores aunque todavía no se les note porque las malas artes de la academia no les deja desarrollar con suficiente soltura sus extravagantes ideas y no han adquirido el suficiente poder para hacernos sentir su verdad sobre nuestras cabezas. Y me caen peor, dicho sea de paso, los que les siguen, cambiando de amo y creyendo que eso es un ejercicio de libertad. Y quizá lo sea si la estupidez lo es. 


(me doy cuenta de que hay conservadurismo en este texto, ya he perdido, y ya va siendo hora, ese espíritu rebelde y libertario que nunca tuve en la juventud. Pero se cansa uno de que por un lado unos lo traten como idiota por que no los veneramos como se merecen, y por otro lado los otros lo traten imbécil, a uno, porque no los seguimos a ellos que son los que tienen razón)

lunes, 18 de octubre de 2021

 ¿PERO QUIÉN ES LA GENTE?


LA GENTE en esencia NO SOMOS NOSOTROS. 


Aunque hagamos lo mismo, pensemos lo mismo y respondamos igual ante los mismos estímulos. NO SOMOS NOSOTROS.


Yo no soy así. 

Al menos hoy, ahora. 

A lo mejor alguna vez, puede que... 


Pero es que LA GENTE LO ES SIEMPRE. 


LA GENTE SIEMPRE ES COMO YO SOLO SOY ALGUNAS VECES. 


Por eso LA GENTE es detestable y yo soy razonablemente tolerable. Pese a mis pequeñas manías, mis simpáticas fobias, mi liberal manera de conducir, mis descuidos inapreciables, mis enfados, mis pequeñas picardías, 

circunstanciales, siempre circunstanciales y perfectamente argumentadas. 


NO COMO LA GENTE  

que actúa al túntún

a mala leche

para joder

con ignorancia culpable.

miércoles, 13 de octubre de 2021

La cucaracha

 Ayer, mientras comíamos, oí, bendita ilusión, que mi mujer me decía que había visto una cucaracha coronando mi cepillo de dientes. Había entrado en el baño, encendido la luz y ahí estaba la cucaracha, una de esas cucarachas grandes, estándar, españolas, sentada en lo alto de mi cepillo de dientes erguido en el vaso sobre el lavamanos. Se reflejaba perfectamente en el espejo tras ella. Y no movió ni una antena cuando mi mujer entró y quedó paralizada mirándola.

Dijo, mi mujer, mientras yo me llevaba la cuchara a la boca, que había cogido el vaso con mucho cuidado y lo había puesto sobre la vertical del retrete. Luego había hecho un movimiento brusco para que la cucaracha cayera al agua. Después había tirado de la cisterna, pero el bicho se había quedado enredado en el remolino de agua y se mantuvo a flote cuando todo se calmó, aunque ya no se movía. 

La conversación siguió por otros derroteros mientras acabábamos de almorzar, pero la imagen de la cucaracha sobre mi cepillo de dientes se me quedó congelada en la mente y llenó mi boca de una sensación de pastosidad, de urgencia por el cepillado que me repelía. Me fui a dormir la siesta. 

En el duermevela notaba la imagen ahí, presente, pero sin mostrarse. La cucaracha en lo alto de mi cepillo de dientes, con sus largas antenas oteando el corto horizonte del baño, en la semioscuridad. Esperándome. Mi boca pastosa, necesitada de un cepillado. Sed.

Por fin me levanté y fui directamente al baño. ¿Qué hacía una cucaracha subida a mi cepillo de dientes?, ¿por qué no escogió el de ella que siempre está tirado sobre el lavamanos descuidadamente, y húmedo?, ¿cómo se subió hasta allí si primero tenía que escalar las resbaladizas paredes del vaso y luego emprender la aún más complicada ascensión por el mástil del cepillo que tampoco ofrece los necesarios agarres? ¿Y por qué no escapó cuando ella encendió la luz del baño y se mostró en toda su presencia?, ¿por qué no hizo ningún movimiento  cuando ella cogió el vaso con propósitos criminales? Todo me parecía tan onírico que tomé el cepillo y me lo llevé a la habitación para escudriñarlo bajo una potente luz y una lupa de 10 aumentos en busca de alguna huella de sus quitinosas patas entre las cerdas de mi cepillo. Nada anormal. Todo muy extraño. Todo este asunto tenía un aire oníricamente inverosímil. Volví a preguntarle –estaba medio dormida aún, delante de la televisión–, ¿estás seguro de que no lo soñaste?: todo había sido real, afirmó. Volví al baño. Había algo, una conclusión, una moraleja, o una advertencia o premonición, en todo esto, pero era incapaz de extraerla. En fin. Enjuagué el cepillo con jabón y luego me cepillé los dientes.