lunes, 17 de diciembre de 2018

El filo de la navaja

Lo primero que me llamó la atención es el rodeo que hace para llegar al personaje central –o al que yo consideraba que sería el personaje central del libro a partir de la idea que de él me había dejado la película, que, por cierto, hace tiempo que no he visto y que no recuerdo más que vagamente–. Maughan, que es un escritor, conoce a Elliot, un snob americano en París que tiene buenos contactos con la gente elegante. Elliot le cobra cierto afecto a Maughan y sus encuentros menudean. Así Maughan acaba conociendo, en uno de sus viajes a Estados Unidos, a la hermana de Elliot, Mildred y a su hija, Isabel, la cual está en relaciones, por el momento informales, pero muy estrechas, con un tal Larry.
¿Es Larry el personaje central del libro? No estoy muy seguro, pero sí es el que lo coordina todo. Hay, a mi juicio, una contrastación entre Larry y Elliot en la que sin menospreciar a este último sale ganando, moralmente, el primero. Estoy a mitad del libro, así que las cosas pueden torcerse.
Repugna un poco el ambiente social profundamente, o altísimamente, elitista en el que viven todos ellos. Elliot con plena conciencia, su buen trabajo le cuesta. Isabel y Mildred, y Grey, el marido de esta, de una manera «más natural», y lo entrecomillo porque desde mi punto de vista esa forma de vivir en el mundo es lo menos natural que pueda despacharse. Es como vivir en las nubes y quejarse ante el roce de una brizna de algodón.
Ahora Grey e Isabel están completamente arruinados, a causa de la crisis del 29, y viven en París, acogidos por Elliot. Grey sufre unos espantosos dolores de cabeza y solo se distrae jugando cada día al golf. Isabel se atarea cuidando a las niñas ...(en las varias escenas en que aparecen, entran de la mano de una nurse, saludan a mamá y al invitado y luego se retiran discretamente. Son deliciosas)
Han transcurrido más de diez años desde la última vez que vimos a Larry. Ahora aparece con serenidad, un autocontrol, un distanciamiento. Semejante al que ya tenía desde antes, pero más elaborado. Ya no muestra aquella inquietud, aquella insatisfacción por conocer. Aún me falta ese, estoy seguro, encuentro con Maugham que nos aclarará todas las vicisitudes por las que necesariamente ha tenido que pasar durante tantos años, tantos viajes. La última vez que supimos de él andaba vagabundeando por Alemania.
Seguiremos informando.  

viernes, 7 de diciembre de 2018

La muerte de (el libro de) Knausgard


Pues me acabé el libro de Karl Ove.  Y sigo sin comprender las razones por las que lo escribió. No fueron, ciertamente, las de tratar de comprender al padre, explicarnos por qué un hombre normal, un padre de familia, profesor de instituto, acaba muriendo como muere ese hombre. La única conclusión apenas perceptible del libro es la comprensión del propio Karl Ove acerca de que tenía a su padre muy metido dentro; a pesar del rechazo que experimentaba por él, muchas de las cosas que hacía lo tenían como referencia. Las inexplicables lágrimas vertidas, a mi juicio, solo pueden provenir de la necesidad de un padre, que ahora ya, definitivamente, estará insatisfecha.
Ese  párrafo final acerca de lo que es la muerte, me parece a mí que es, también importante, pero más racional, más para, eso, dar una razón a la escritura de este libro.
Así que cierro el libro, me lo meto en el bolsillo, llamo a Poncho y emprendemos el regreso. Se oyen los gritos de los entrenamientos en el Pepe Gonçalvez. Nosotros subimos hacia la Avenida Escaleritas por el parquecillo que hay enfrente.
Un anciano empieza a bajar las escaleras, a un lado el bastón, al otro la barandilla. Cada paso es dado con una lentitud minuciosa. Me ofrezco, mira tú qué jechura, a ayudarlo. El anciano me mira, luego mira hacia adelante, hacia abajo y continúa su proceloso descenso.
– No, gracias, muchacho, no hace falta. No tengo prisa por llegar a ninguna parte. Nadie me empuja. Esa, solo espera –dice señalando con un gesto de la cara hacia atrás. Miro hacia atrás, pero no hay nadie.
» Todo lo más –continúa– hace tintinear las llaves. No sé para qué lleva unas llaves. Pero las hace tintinear. Y pese a mi sordera las oigo perfectamente. Y oigo perfectamente cada grano que cae. Y sigue cayendo, y no se acaban nunca. Que si no fuera por esta artrosis y el dolor de cadera le aflojaba un bastonazo a esa puñetera clepsidra que ibas a ver tú si se acababa o no se acababa todo de una vez...
Así siguió bajando y hablando y bajando. Poncho y yo lo miramos un buen rato. Dejamos de entender lo que decía. Me aseguré que llegaba sano y salvo al siguiente descansillo y luego continuamos escaleras arriba. Vamos Poncho. A ver si miramos qué vamos a leer ahora.

Postdata: Voces de Chernobyl, de Svetlana Aleksiévich

martes, 4 de diciembre de 2018

Singularidades ausentes, ¡ay!

Sinceramente, cuando leo los titulares de la mayoría de las entrevistas de algunas revistas de orientación literaria, me digo: no sé por qué quiero ser confundido con toda esa panda de gilipoyas (así, con y griega, porque me parece más natural). Lo digo porque a veces siento pena de mí, de no disfrutar de esa atención por parte de los otros, esa pequeña relevancia que parece que nos ayuda a creer más en nosotros mismos, a tener más confianza en el lugar que ocupamos, en el resultado de lo que hacemos; aunque no hagamos nada, que muchas veces somos como el personaje del chiste que le pedía a Dios que le concediera un premio de lotería  pero no se le ocurría que primero tenía que comprar el número.
Pero después me pienso, o me oigo, o me leo con percepción de otro, que me pasa mucho esto de percibirme desde fuera como si yo fuera otro de mí, y, por ciero, casi nunca el resultado es satisfactorio, salvo en algún que otro texto, entre los que no voy a incluir, por cierto, este, por no entrar en una dinámica excesivamente autoreferencial, y me doy cuenta con horror de que yo también soy uno de esos gilipoyas que digo, y que probablemente pienso las mismas o parecidas gilipolladas (esta, en cambio, me gusta con elle, no sé, caprichos de gusto), y que también las digo con orgullo, como ellos, como si estuviera sentando cátedra o arengando a los discípulos, o como si gritara en el desierto mis razones ciertas que la plebe embrutecida es incapaz de comprender, y que si a mí, como a ellos, no me parecen estupideces, generalmente estereotipadas, que se repiten incansablemente, que repetimos incansablemente todos los que en algún momento creemos tener razones para odiar el mundo porque el mundo no nos valora como nosotros nos merecemos, es solo porque las digo yo, y porque me las creo de verdad si es que de verdad las digo creyéndolas y pesan en mi ser, por decirlo poéticamente, refiriéndome a que las creo fundamentos de mi pensamiento y de mi comportamiento vital y cotidiano, o no me las creo pero las digo irresponsablemente porque suenan bien y eso es lo que en el momento de decirlas me parece más importante.
Y, en resumen, que pienso que diga lo que diga, digan lo que digan, nada se salva de esta dialéctica cerrada, circular, o esférica, donde solo lo que yo digo tiene la validez de que lo he dicho yo y sé las razones por las cuales lo he dicho, y en cambio lo mismo expresado por otros suena irremediablemente falso, flagrante mentira o inconsciente falsedad de un gilipoyas que es incapaz de mirar con un poco de lucidez el mundo que le rodea.
En cualquier caso, hay tanta carencia de singularidad.