domingo, 30 de noviembre de 2014

Lázaro, yo


Me despierto de la siesta algunas veces abriendo los ojos y mirando hacia fuera, extrañado, paralizado, con estupor, incomprensión de estar aquí. Tal vez como debió sentirse Lázaro cuando lo sacaron a la fuerza del cálido abrazo de la muerte después de tres días de estar gozándola. ¿Qué hago yo aquí otra vez? Siempre me he preguntado qué es lo que hizo Lázaro después. En la película La Última Tentación de Cristo el tío se quedaba sentado mirando al vacío. No hacía nada. Yo me levanto y camino por la casa como recuperando el espacio, como asimilando que he vuelto y que más vale que empiece a hacerme cargo. Me consuelo pensando que es solo por un rato, que ya está próxima la noche, que ya no queda nada para volver a dormir. Tal vez Lázaro hacía igual, esperar, sin mostrar ansiedad, sin mostrar nada, solo esperar sabiendo que esto era muy breve, que ya le quedaba muy poco para volver. En la película lo mataban, no podían permitir que la gente supiera que se podía volver de la muerte. Dejarían pasar una semana y luego dirían que era mentira, que nunca resucitó Lázaro. La prueba es que estaba muerto. Hasta los que lo vieron con sus propios ojos dudarían de haberlo visto salir de la tumba transcurrido un mes de su nueva muerte. Hasta ahora cuando dudaban bastaba con acercarse a su casa y allí estaba, sentado a la puerta, como un hijo bobo de las hermanas Marta y María. No, no, allí no está, qué tontería creer que alguien ha podido resucitar. Me vuelvo a la cama. 

sábado, 29 de noviembre de 2014

Sin destino (2005) Lajos Koltai (Hungría)

Sin destino (2005). Película húngara. Director Lajos Koltai . Eran unos húngaros de Buda-Pest. El protagonista es un chico, no tendrá catorce años todavía. Sus padres están separados. Su padre vive con otra mujer y él pasa el fin de semana con él y su mujer. El padre tiene que marcharse. Lo obligan a ir a un campo de trabajo. Son judíos. Estamos en los años de la guerra.
El muchacho, como al parecer otros muchos judíos, tiene un pase que le permite soslayar el toque de queda para los judíos. Con el pase puede regresar tarde de la fábrica en donde trabajará obligatoriamente, así se lo cuenta a su madre cuando va a verla. Sus abuelos -¿son sus abuelos?- tienen una discusión, como siempre, que todos se toman ya como un acto cotidiano, sobre si debe tomar el tren o el autobús para ir a la fábrica.
Un policía detiene el autobús y hace bajar a los que llevan en el pecho, en el lado izquierdo, sobre el corazón, una estrella amarilla. No saben por qué. El policía sigue parando autobuses y haciendo bajar a los de la estrella. Mientras, los demás esperan escondidos en un terraplén. Luego los hace esperar en un edificio que parece una estación. Más tarde se los llevan a otro lugar, y luego a otro. Acaban en una fábrica de ladrillos. Pero allí los están reclutando “voluntariamente” para ir a trabajar a Alemania, donde, seguro, los tratarán mejor.
En el tren un policía les dice que están a punto de cruzar la frontera y salir de Hungría. Les dice que deben desprenderse de su dinero y de todo cuanto tengan de valor porque en Alemania no les servirá de nada. Les dice que lo mejor es que se lo entreguen todo a él,  al fin “todos somos húngaros, ¿no?”, mejor que lo tenga yo que puedo aprovecharlo a que ellos lo tiren todo a la basura. Ellos tratan de canjear sus bienes por agua, hace horas, días que no beben agua. El policía se niega. Acaba insultándolos y llamándolos judíos de mierda.
Después de muchas jornadas de viaje y de ser trasladados de un lugar a otro, el muchacho ha llegado a un campo. Creo que es Buchenwald –al menos el último campo en el que estuvo se llamaba así. El muchacho y otros cuantos están sentados en el suelo, aún medio sorprendidos de que hayan acabado allí. Se presentaron voluntarios en la fábrica de ladrillos porque creyeron que peor que como estaban allí no podían estar. Ahora tienen uniformes de presidiario y les han cortado el pelo. Los encargados de controlar a los presos directamente no son exactamente soldados, son también presos o expresidiarios. Uno de ellos le da un golpe en la cara al muchacho por pillarlo hablando en la fila del recuento.
Está en otro campo. Ya no tiene amigos. Les ha perdido la pista a todos. Conoce a un tipo que es de Budapest. El tipo es muy optimista. Trata de motivarle explicándole cómo debe actuar: lavarse mucho, esconder parte de la comida para ir royéndola poco a poco, y sobre todo no perder la autoestima; esas son sus enseñanzas.  Pero el muchacho poco a poco se va deteriorando. Tienen que sostenerlo en la fila, su rodilla está muy hinchada, lo llevan a un dispensario.
Acaba en un barracón con otros enfermos. Le traen a un muchacho que acuestan en su misma cama porque no hay sitio disponible. Cuando vienen a traerles la comida, él se encarga de cogerle la sopa y el pan al muchacho, que sigue dormido. Al intentar despertarlo se da cuenta de que ha muerto, pero decide no decir nada para poder seguir recibiendo su ración. A los tres días, el preso que reparte el rancho advierte que aquel chico duerme demasiado. Le dice al chico que avisará para que lo retiren. Comprende la razón por la que el chico se ha callado. Lo han tirado dentro de un camión donde hay otros como él que parecen cadáveres, la impresión que da es que lo van a enterrar como si efectivamente lo fuera.
Ya no recuerdo esta parte, por qué lo llevan a cuestas, tal vez es cuando él cree que lo van a enterrar como si ya estuviera muerto. Pero no lo entierran, por el contrario, lo llevan a una sala sorprendentemente limpia, con la estufa calentando, lo acuestan en una cama con sábanas blancas, y que tiene una manta enrollada a los pies. Un chico, también con uniforme de preso, pero muy lozano, le infunde confianza y le trae comida.
Ya ha acabado la guerra, al menos ya están allí los americanos. Un soldado le pregunta de dónde es. Trata de convencerlo de que no vuelva a Hungría y se vaya a Estados Unidos.
Los montan en un camión. El tipo que los dirige lo hace como si fueran una compañía de soldados. Está muy eufórico y lanza consignas patrióticas porque van a regresar a casa. Suben a la parte de atrás de un camión. El soldado que habló antes con el chico les explica que no pueden llevarlos hasta más allá de la frontera de Hungría. Ahora ese país está gestionado por la Unión Soviética.
Están en una sala donde los parientes de los desaparecidos muestran fotografías y les preguntan si han visto a tal o cual persona, marido, hijo, esposa. Un señor se acerca al muchacho y le pregunta si él de verdad ha visto las cámaras de gas.  “Si las hubiera visto no estaría aquí”. Pero tiene que confesar que solo ha oído hablar de ellas que no las ha visto. El hombre se aleja satisfecho.
El chico, ya en una ciudad completamente devastada por los bombardeos, se aparta del grupo  y toma un autobús. Un revisor le pide el billete y trata de echarle del vehículo porque no tiene y no puede pagarlo. Un señor se presta a pagarle el billete. Él lo reconoce como un héroe, un superviviente. Trata de preguntarle, pero el muchacho no es muy hablador. Qué siente, al ser un superviviente: “Solo siento odio”.
Llega a un edificio y pregunta en un departamento por alguien. Creo que es aquel que le enseñaba a sobrevivir en el campo. Siempre decía que se volvería a pasear por las calles de Budapest, y mencionaba su dirección. Dentro hay una mujer relativamente joven y otra ya mayor. Le responden que aquel por el que pregunta no está allí, que pregunte mañana y a lo mejor ya ha regresado.
Llega a su casa y pulsa el timbre. Una desconocida le abre apenas la puerta y luego la vuelve a cerrar.  En la puerta de al lado le abren sus parientes, aquellos abuelos que discutían y una abuela. Le cuentan las noticias de su padre. Muerto. De su madrastra. Muerta también. Su madre aún vive. Le dicen que ahora debe pensar en su futuro. En la escalera se tropieza con una muchacha a la que antes de que todo sucediera la había visto llorando muy enfadada porque no comprendía por qué la odiaban todos por ser judía cuando ella ni siquiera comprendía qué es lo que significaba ser judío. Ella le reconoce, aunque lo nota extraordinariamente cambiado. El solo dice que “ya no puede enfadarse por nada”.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Cosas de la vía

Anoche me robaron el dinero de la cartera. Llovía y me mojé bastante. Me quité la chaqueta, que estaba húmeda, con la cartera dentro y la dejé en un cuarto que me señaló el tipo del local, uno que tienen como almacén. Y cuando fui a buscarla para pagar, la cartera no estaba. Volví a mirar y la encontré en el fondo de una caja sobre la que había colocado la chaqueta, pero estaba vacía. Quiero recordar que habían unos setenta euros. No suelo dejar mi cartera por ahí, de hecho lo que suelo es ser excesivamente precavido con eso, pero no sé por qué esta vez no me preocupé, ni siquiera cuando volví a comprobar si se había mojado un libro que llevaba en el bolsillo y que hasta cogí el móvil y me lo metí en el bolsillo del pantalón que me parecía más seco que el de la chaqueta, ¡pero no cogí la cartera! No sé, supongo que confié en que si el tipo me decía que la pusiera en aquel cuarto, allí estaría segura.
Me sorprende que ante un acto como este, yo mismo me sienta culpable y avergonzado, hasta el punto que cuando se lo comenté a tipo del bar y él se lo tomó a broma yo no le insistí; de hecho es el único efecto que me perturba, porque el dinero realmente me resulta irrelevante. El ultraje verdadero es el que me causo yo mismo al sentirme así, ultrajado. Me sorprende también que la primera reacción de los otros, al comentarles lo que me sucedió, sea el reprocharme el error cometido sumando a esa mi ya vergüenza y culpabilidad, en realidad los otros son mi mujer a la que se lo comenté al llegar a casa. -He de excluir de esto a J que estaba conmigo y que reaccionó exactamente de la misma manera que yo, es decir, sin saber muy bien cómo tomárnoslo-. La consecuencia final de todo es que uno queda como un idiota y el ladrón -el ofensor de cualquier ultraje- como un tipo listo que supo aprovechar con astucia su oportunidad.
Todavía recuerdo otra experiencia parecida que me ocurrió en Madrid, con una banda de carteristas en el metro. Pude recuperar a tiempo mi cartera de la mano de uno de los carteristas, no sé si ya le había dado tiempo a comprobar que estaba vacía y simplemente me la estaba devolviendo, la cogí de su mano, me la eché al bolsillo y continué mi entrada en el vagón, pero en mi interior ya me sentía, de nuevo es la palabra que mejor me encaja, no por su significado sino por su sonido, ultrajado. Y frente a toda aquella gente que había sido testigo y me miraba con una mirada espantada, yo sentía como si me despreciaran y al mismo tiempo temía que de toda aquella masa hostil salieran manos que intentaran de nuevo robarme. Esa sensación de desamparo y de temor a todo el que se me acercaba me duró hasta que me encontré sentado en el avión. Cuando lo conté en la tertulia de amigos, la primera frase que escuché fue la que me acusaba de medio tonto “por haberme dejado robar”.
Todo esto me hace pensar en que uno de los males esenciales de la humanidad es precisamente este culto que le tenemos a ser ofensores y a la vergüenza de ser víctimas. En cierta medida y en todos los casos admiramos a los ofensores y despreciamos a las víctimas, incluyéndonos en ambos caso a nosotros mismos. Y enseñamos a nuestros hijos a ser antes ofensores que víctimas porque eso preserva su orgullo, su  dignidad.  El ser capaz de imponerse a otro, sea por engaño, sea por fuerza, sea por astucia, y cuando digo imponerse digo, al final, causarle un daño, es al final un mérito, un acto que nos hace sentirnos fuertes y orgullosos. El ser una víctima, no solo nos hace sentir desvalidos, sino además indignos y avergonzados de ello. Y no solo nosotros nos sentimos así, sino que, al menos en una primerísima reacción, aunque luego sobrevenga un sentimiento de compasión y solidaridad con la víctima, los demás sienten por ellas un cierto desprecio.
Una de las primeras ventajas que tienen los ofensores de todo tipo es precisamente esta vergüenza que hace que uno sienta temor, por esa vergüenza, a la denuncia. Pasa con las mujeres violadas o maltratadas por ejemplo y pasa con las víctimas de timos y estafas en las que muchas veces queda más patente la estupidez del timado que la infamia del timador.  No sé cómo se podrá cambiar todo esto si no es por educación, una especie de adiestramiento del orgullo de no sentirse víctima, erradicar el famoso victimismo que nos hace sentirnos merecedores de los males que nos ocurren simplemente porque no hemos sido capaces de reaccionar como debimos. Esto me recuerda otra ocasión, y creo que es la última, quiero decir que estas tres son las únicas en las que he sido víctima de un latrocinio, al menos que se me hayan quedado grabadas en la memoria: estábamos mirando un escaparate y de pronto advertí que alguien estaba tirando del bolso de mi mujer, ella apenas tampoco se estaba dando cuenta de lo que pasaba, entonces salí corriendo detrás del tipo hasta que un coche se paró a su lado y el fulano se metió dentro y huyeron. Mientras corría me preguntaba qué coños iba a hacer si lo atrapaba, pues al final no se había llevado el bolso. Sin embargo esa reacción creo que menguó bastante la sensación de ultraje, de hecho continuamos paseándonos como si nada hubiera ocurrido. No obstante, muchos años después, cuando volví a ponerme una chaqueta que hacía tiempo que no me ponía, me di cuenta de que todo aquel tiempo había dejado de usar esa chaqueta porque me daba un aspecto de persona respetable, es decir de sujeto propicio a ser atracado.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Cuéntame algo


Este texto, como toda mi obra, tiene un fin moral. Lo anima el ilustrar una enseñanza. Muchos tenemos amigos que nos toman por el pito del sereno, sobre todo cuando se enteran de que tenemos afición a contar historias. De pronto están aburridos y con gesto de rey dirigiéndose a su bufón le ordenan: cuéntame algo
Estoy cagando muy bien últimamente. En realidad siempre he cagado bien, lo que he notado estos últimos tiempos es la regularidad y la homogeneidad en la conformación de la mierda, una mierda muy consistente que forma un churrete casi diríamos canónico. Apenas variando en el color, claro que ya sabes que cuando tu dieta es muy ligera, refiriéndome con ligera a verduritas, pues la mierda te sale muy pálida, enfermiza, diría yo, mientras que cuando comes buenas grasas te sale un color más sano, más definido. Eso sin llegar a la exageración de una mierda después de haberte cogido una buena mierda con vino, valga la redundancia, que una vez salí del baño gritando de miedo porque pensé que había echado las tripas y que me iba a morir, por lo feísimo que había salido aquello, no sé por qué pienso en las tripas como una masa oscura y putrefacta. Pues en los últimos tiempos, y yo sospecho que gracias al vaso de agua tibia que me tomo cada día, justo al levantarme, y antes de desayunar, echo unas cagadas que dan ganas de fotografiarlas y ponerlas en el facebook de lo bonitas que me salen. Es que leí un artículo de esos de remedios milagrosos que dicen, los japoneses, por lo visto, que si te tomas un vaso de agua tibia todos los días en ayunas eso te cura de todos los males, y no es que me lo crea, pero como solo se trata de agua que apenas me cuesta, no como el vaso de zumo y el bocadillo que me pego después para desayunar que por eso solo me soplan cinco euros, pues lo estoy haciendo, y para dejar contenta a mi mujer, que remedio que lee en internet remedio que se aplica. Pues algo debe estar funcionando porque me salen unas mierdas preciosas; vamos, que dan ganas de volvérselas a comer. ¿Te he dicho que yo he comido mierda? No, claro, así de comerla con plato y cuchara, que si hablamos de lo que he comido en plato y cuchara probablemente habrían cosas que después de probarlas las habría cambiado por un plato de buena mierda; no, apenas sacar la lengua y probar un poco, a ver a qué sabía. En verdad te digo que la repugnancia, el asco, no es una verdadera emoción animal, mi perro se pirraría por zamparse cada uno de mis moñigos, bastante tengo que vigilarlo en los parques para que no se coma los de los mendigos que cagan entre los arbustos. No sé por qué me dio por hacerlo un día que estaba pensativo sentado en el retrete dándome el tiempo necesario para no meter prisa a las tripas que muchas veces no se toma uno tan en serio como debiera esto de cagar. Y que probablemente ya habría leído no sé qué libro de Henry Miller en el que el personaje hacía una cosa parecida. Opus Pistorun, creo que se llamaba.
Ahora me limpio el culo con la mano izquierda. Bueno, aún estoy en periodo de entrenamiento. No creas, aprender a limpiarse el culo con la mano izquierda es tan difícil como aprender a escribir. Es cierto que cuando uno ya sabe hacerlo con una mano comenzar a hacerlo con la otra ya tiene unas ciertas bases en el cerebro, pero en cualquier caso no es una tarea trivial. Pues en eso ando ahora. Estoy harto de que la mano izquierda permanezca la mayor parte del tiempo ociosa. Y que como yo voy mucho al baño, que entre cagar y mear me paso la mitad de la mañana, porque también meo litros y litros que a veces me pregunto si no me estaré deshidratando, porque no puedo beber tanta agua como meo. Pues como decía, que como voy tanto al baño, siempre me encuentro gente a saludar justo al salir de uno de esos trances, que en el trabajo el retrete está en un sitio de paso, que, de verdad, los arquitectos deberían pensar que a uno, en estos sitios, le gusta estar con cierta intimidad; pues no, se conoce que siguen consignas de productividad y de que cuanto menos tiempo esté uno en el baño mejor para la empresa, que acabarán haciendo los baños con paredes de cristal para que uno permanezca en ellos el menor tiempo posible; pues claro, saludar a cualquiera con la mano que ha estado trasteando por el culo unos minutos antes siempre resulta un poco incómodo. Y no es que no me lave, que soy muy escrupuloso, pero en la mirada del otro siempre está esa prevención al presumir qué es lo que hemos estado haciendo por ahí dentro. A eso tenemos que sumarle que no suelo secarme las manos, sino que me las dejo húmedas y que se vayan escurriendo: comprendo que darle la mano a un tipo que tiene las manos húmedas recién salido del baño, por muy buena voluntad que se tenga siempre da reparo. Pues como te decía, le enseño a mi mano izquierda a limpiarme el culo, que ya está bien de estar ociosa. Y que no sé donde, he leído por ahí que el tener ambidestreza es signo de inteligencia, de hecho los tipos más inteligentes eran ambidiestros, como Leonardo da Vinci que escribía simultáneamente dos textos distintos con ambas manos. Pues yo estoy en camino de ello. Y nada de privilegios, como los hijos de los empresarios cuando entran a trabajar en la empresa del padre: hay que empezar por lo más abajo, por los trabajos más serviles, sí señor. Así se enseña a un hijo, y a una mano izquierda. Estoy seguro de que con esto estoy mejorando mi nivel intelectual. En cuanto haya aprendido todas las minucias del limpiarme el culo pienso enseñarla a escribir. Y mañana quién sabe hasta donde puede llegar.
Al final no me he atrevido a poner la foto de una auténtica mierda

lunes, 17 de noviembre de 2014

Asesino potencial, más no de facto

De vez en cuando violo la ley. No por comodidad o por descuido sino conscientemente y en situaciones en que me debo forzar a ello. Lo hago para recordarme que no respeto la ley por miedo o por coacción, sino por simple convicción. Ayer mismo le machaqué la cabeza a una niñita que jugaba en un parque. Es verdad que lo hice con su martillito de juguete, que cada vez que la golpeaba el martillo hacía chuuiick y la niña reía hasta dar miedo, pero eso es irrelevante; en mi ánimo estaba el acto delictivo y la convicción de que si no realizo esas horrendas acciones es simplemente porque me lo prohíbo por medio de  mi razón, convencido de que la vida en sociedad requiere una normas.

jueves, 13 de noviembre de 2014

La luna

Gordon es un astronauta que ha viajado a la Luna y ahora no se acostumbra a vivir en la Tierra.

Allá en la Luna uno se olvida de todo, amigo.  De las tristezas del amor, del presupuesto de gastos espaciales, de la declaración de rentas, del lío de los hijos... de todo. Creo que hasta de la muerte – continuó. Se había puesto un poco solemne, y X pensó que ese era el estado perfecto para un astronauta, para un hombre que ha vislumbrado la belleza del espacio y ha sido desterrado para siempre de él, condenado desde entonces a vagar por la atiborrada superficie de la Tierra en perpetua nostalgia.
Lo malo -declaró Gordon enseguida- es no poder volver.
Alguien dijo, discúlpeme, no sé si fue Horacio o Virgilio, que siempre partimos del lugar donde hubiéramos sido eternos y felices.
(esto lo dice X)

(Extraído de La Nave de los Locos de Cristina Peri Rossi)

Hay muchas lunas

hay muchachas luna

de las que nunca se apetece volver
pero se vuelve
siempre se vuelve, como dicen que dice Horacio
o Virgilio,
de los lugares en los que hubiéramos sido eternos
y felices.

 

lunes, 10 de noviembre de 2014

Pascual Calabuig, iniciador al amor por la literatura. ¡Pues no faltaba más!


Resulta que, leyendo el otro día Paradiso, la novela inabarcable de Lezama Lima, don José, llegué a una secuencia en la que Bernardo, tío de José Cemí, leía una carta que le había enviado otro tío del personaje central de la novela, el tío tarambana, Alberto. La lectura de esa incomprensible carta, se decía en la novela, despertaba a José Cemí a la palabra, queriendo con esto decir que, y es mi particular interpretación, el niño descubría una fuente nueva de placer: el sonido de las palabras, sus reverberaciones en -ya es antiguo decirlo, pero queda bien cuando se habla de estas cosas- el alma, el arte de componerlas para transportar el espíritu a un mundo inaprensible, que expande hasta el infinito las tristes limitaciones de los sentidos. Me dio por pensar en qué momento de mi infancia, si ocurrió, recibí yo esa iluminación y me sorprendo descubriendo que fue escuchando en la radio los comentarios deportivos de PascualCalabuig, aquellos que siempre terminaban con la frase: ¡Pues no faltaba más! Me sorprendo porque ni entonces ni ahora he sentido nunca la más mínima atracción por la actividad deportiva, lo cual, para mi entender, refuerza la poética de ese mi despertar a la palabra.
Vaya esto como homenaje a este hombre que sin saberlo fomentó en mí este amor inquebrantable, inagotable hasta el éxtasis por las letras. Liberándolo, por otra parte, de toda clase de responsabilidades, que asumo gozosamente, por los perjuicios que ello haya podido ocasionar a la sociedad al haber dado pie a un tipo de tan poca utilidad, alimentando una de esas bocas inútiles que se mencionan en la últimísima novela de Julio Verne. 


¿Y si?




Tus y si te comerán
te masticarán pacientemente
con cuchillo y tenedor,
y un vaso de hiel
para pasar el bocado.
Tus y si te aherrojarán
en la torre de tus fantasías,
mi pobre Segismundo.
Mas, no siendo un pez,
ni un ave, ni un bruto,
¿tengo menos libertad?

viernes, 7 de noviembre de 2014

Aprofesionalidad

No sé si es por mi espíritu de vagabundo (dentro del armario), o por mi arraigado complejo de inferioridad, por mi espíritu de poeta maldito o por mi vocación de pereza ya anunciada desde mi apellido, o tal vez mi simple condición de español, pero albergo una inherente repugnancia por la palabra profesional y por todo lo relacionado con ella.
Lo profesional, desde las personas más rectas y comprometidas, hasta los más siniestros y arteros, ávidos de beneficios y prestigios, o en las cosas, desde lo primorosamente confeccionado hasta los más abstrusos documentos minuciosamente redactados, edificios perfectamente acordes con las normativas más coherentes con el  medio en el que se alzan o aquellos alardes de ostentación desajustada de que algunos arquitectos se envanecen, todo lo que me huela a perfecto orden sea real o simulado, escondiendo debajo de una impecable fachada un foco de podredumbre,  me provoca desconfianza, temor, repeluz, como lustrosas ratas húmedas procedentes de las más infectas alcantarillas.
El profesional es el que se despoja de su ser persona para adoptar su ser función. Es el que asume completamente en su vida que ésta es su oficio. No que hagan un oficio de su vida, sino de su oficio lo hacen su vida. Dejan de ser personas para ser ejecutivos, obreros de la construcción, funcionarios de ventanilla, camioneros. Esos son los que van por ahí reprochándole la falta de profesionalidad a los otros, los que detestan a España por ser país de pandereta. 
Lo profesional se me antoja completamente opuesto a espontaneidad, que creo que es una palabra esencial si hablamos de seres humanos, o al meno si hablamos de mí. Aunque mi espontaneidad se manifieste en quedarme mirando a la pared durante horas proyectando en ella las fantasías extraviadas que me cruzan por la imaginación. Reclamo mi derecho a la pérdida de tiempo y de recursos, reclamo mi derecho a la chapuza, a la mala letra y la falta de ortografía (no sistemática, claro, la ignorancia pertinaz y sistemática es también una forma de profesionalidad), reclamo mi derecho a la confusión, a la duda. Reclamo mi derecho a hacerlo más o menos bien o como se pueda. Reclamo mi derecho a no buscar beneficios, económicos o curriculares en todo lo que emprendo. Reclamo mi derecho a la contradicción, a la utopía.
Pero no soy iluso. Sé en qué mundo vivo. Este es su mundo, Los Profesionales mandan. A ellos no les importan mis reclamaciones, sino mis contribuciones, mi efectividad, mi competitividad, mi currículum, a ellos no les importo yo sino mi Fuerza de Trabajo. Por eso no reclamo, les dejo el mundo de arriba y yo bajo a las alcantarillas de la simulación.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Cordura sin vocación

Cuánto nos cuesta soltar lo que tenemos retenido y que es ya inútil por miedo a quedarnos vacíos. Por miedo a admitir que somos como todos, que no somos ese héroe mitológico que creemos íntimamente ser porque nosotros sí que somos sinceros, y eternos, en todo lo que prometimos. Y no es verdad. Lo digo y no quiero creerlo. Lo sé y no lo admito. Resignarnos a ser la poca cosa que sospechamos ser: NUNCA. Al menos nosotros, al menos nosotros sí. Pequeña hoguerita inútil que no nos calienta del frío. Se me resbala de las manos y aprieto más fuerte. Y ese nos engañoso detrás del que me oculto. Y ese recuerdo persistente de la imagen de una foto que se desvanece, que ya no veo con los ojos. Triste condición esta cordura sin vocación.