jueves, 26 de agosto de 2010

Sexo, esoterismo y batatas (Agricultor esotérico)

Porque había leído un extraño libro de magia y conjuros que encontré en una biblioteca municipal, en un barrio perdido de la ciudad, cuyos libros habían sido donados, en su mayoría, por un viejo con fama de brujo, intenté durante un año cultivar una mandrágora.
Se dice de la mandrágora que crece al pie de los patíbulos. Que su semilla ha sido el semen de los ahorcados, que al pender de la cuerda por el cuello, de manera automática debido a la presión del peso del cuerpo sobre los haces nerviosos que atraviesan la columna, experimentan una erección que, rota la columna, dura un instante, el suficiente para expulsar la reserva de semen que el procesado no hubiera empleado en más gozosos menesteres.
Así que preparé un pequeño huerto junto a una higuera, bajo la cual, se dice, no crece ninguna otra planta que la mandrágora, y cuya sombra es nociva para los humanos. Esponjé la tierra, la aboné abundantemente, le medí y corregí el ph y vertí mi semen de manera voluntaria, para eludir el definitivo trámite del ahorcamiento.
Absténganse los cínicos de hacer comentarios irónicos acerca de que mi interés agrícola apenas logra disfrazar un desasosiego sexual. Sepan que entre plantación y plantación dejaba transcurrir un mes durante el cual me mantenía completamente casto para que, en el momento de verter la semilla, esta estuviera colmada de energía vital.
En efecto. No hice un único ensayo y todos resultaron fallidos. Lo intenté de las más variadas maneras, al modo indio americano: dejando caer el semen desde mi altura sin mediar ningún contacto entre la eyaculación y el abrigo de la tierra; al modo africano: tumbándome en la tierra y copulando con ella como si fuera una mujer; al modo indostaní: depositando el semen en mi mano – la izquierda –, mezclar en la palma el semen con un poco de tierra para formar una bola aovada que será el símbolo de la semilla que habría de enterrar. Incluso probé el modo inuit: congelar el semen y enterrar en la tierra las cápsulas congeladas.
Cuando más cerca estuve de mi objetivo fue con una curiosa raíz de batata que creció en mi quinta prueba, hacia el mes de mayo, y que resultó de unos restos del potaje que mi señora depositó en el cubo equivocado del compost. He de confesar que experimenté una alegría suprema y que nunca nadie cuidó una batata como yo mimé aquel tubérculo. Compraba morcillas y las batía con agua, pues la mandrágora hay que regarla con sangre, y como yo soy muy melindroso en lo que respecta a hacerme cortes en la carne, ideé este método alternativo. Sea por esta causa o por otras naturales, adquirió una forma bastante antropomorfa que era probablemente lo que me confundía y  disuadía de que acudiera a la wikipedia a verificar la auténtica naturaleza de mi planta. Cuando llegó el momento de cultivarla fue cuando me decidí a consultar los libros y comparar las hojas. Fue un momento de gran desilusión.
Herido por la frustración probé a hacer crecer, al menos, injertos, para lo cual, en lugar de verter mi semilla directamente en la tierra, lo hacía en el interior o envolviendo a otras semillas. En una patata practiqué un hueco que colmé de mi fluido vital, pero la patata se pudrió. Luego lo intenté con rábanos. Y en efecto salieron unos rabanitos precioso pero con un aspecto de lo más inofensivo. Por cierto que de sabor exquisito lo que me ha hecho preguntarme si no habría descubierto un nuevo método – carísimo, eso sí – para mejorar la especie.
Lo intenté con otras semillas: zanahorias, boniatos, nabos… Tras un año de esperanzados intentos perdí la fe en mis capacidades como agricultor esotérico.
He vuelto a la biblioteca, aquel viejo tenía unos gustos muy variados. Ahora estoy leyendo un curioso librito llamado El libro de Urantia, veré qué sale de todo esto.

martes, 24 de agosto de 2010

La vida cotidiana

Hablar de nada. De la vida cotidiana. Sin aventuras. Sin impacto emocional. Lo de siempre. Hoy me levanté un poco tarde para lo que tengo por habitual. Saqué al perro y conversé con la vecina que acaba de venir de Salamanca y su perro tiene siempre la lengua fuera. Volví a casa y le puse de comer al perro. Luego hice el café. Mientras el café sale, continúo leyendo el libro: Una fábula, de William Faulkner. Como el libro me resulta difícil escribo un resumen después de terminar cada capítulo. Luego me quedo remoloneando en el ordenador visitando páginas y mirando a ver si alguien me ha hecho algún comentario en el blog. Después saco una kit de construcción que estoy completando y le añado un par de filas de bloques a mi casita. Ya me voy aproximando al techo, tengo que ir dejándole las inclinaciones adecuadas para el tejado. Más tarde leo otro poco, tal vez una hora y si me canso me meto a jugar en el ordenador, una aventura gráfica de la serie Myst que tengo bloqueada desde hace ya algún tiempo. Así llega el medio día. Si no hay nada en el congelador me pongo a cocinar alguna cosa. Incluso cojo el carrito de la compra y me voy al mercado. Después de comer me pego una siesta.
Así es la vida.

domingo, 22 de agosto de 2010

Vivir es insustancial. ¿Qué se puede hacer: buscar la comida, dormir, pasear por la playa o por los centros comerciales, hablar, leer? No hay nada realmente
FUN-DA-MEN-TAL
que hacer. Es por eso que hemos instaurado la rutina. La rutina le aporta al vacío de vivir una dimensión. Hay que volver al mito del eterno retorno. La rutina es la repetición que hace que cada acto cotidiano se vuelva
RE-LE-VAN-TE.
Las vacaciones rompen con la rutina. Para poder llenar ese vacío que la falta de rutina ha desvelado nuevamente, hacemos turismo. El turismo es una huida. La mayoría de la gente que viaja va a sitios que ya conoce de sobra – Londres, Nova Cork, Berlín, Bamako, Kuala Lumpur – No quieren conocer nada nuevo – ya hablaremos del pavor a lo nuevo, y, en cambio, el ansia de novedad – solo quieren huir del vacío de la vida que la falta de rutina ha desvelado. Hacer turismo - ¿por qué no tenemos una palabra para “hacer turismo”? – es distraerse del vacío de vivir mientras “disfrutamos” de un periodo de angustiosa ausencia de rutina.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Poema de la semana

NOTA: Este poema es el índice de la novela "Una fábula" de William Faulkner

MIÉRCOLES

LUNES
LUNES POR LA NOCHE

MARTES POR LA NOCHE

LUNES
MARTES
MIÉRCOLES

MARTES
MIÉRCOLES

MARTES
MIÉRCOLES
MIÉRCOLES POR LA NOCHE

MIÉRCOLES POR LA NOCHE

JUEVES
JUEVES POR LA NOCHE

VIERNES
SÁBADO
DOMINGO

MAÑANA

jueves, 12 de agosto de 2010

Levedad-Pesadez

Según el comienzo de La insoportable levedad del ser de Milán Kundera, esta “levedad” se debe a que la vida no se repite. Es decir todo cuanto hagamos en la vida por más trascendente que lo consideremos, por mayor importancia que le demos a título personal o reconocida por todo el mundo, la vida de todos los seres que viven, han vivido y vivirán en el futuro, es efímera, irrelevante, porque solo ocurre una vez y luego desaparece sin dejar ningún rastro.
Se contrapone a esto el “Mito del eterno retorno” en el que no se ni como ni porqué, la vida sería una repetición sucesiva, siempre igual. Entiendo que no es exactamente el proceso de sucesivas reencarnaciones hasta alcanzar un estado supremo de iluminación sino algo más vano y mecánico. Una simple repetición sin modificaciones desde la primera ocurrencia. Una simple repetición sin modificaciones desde la primera ocurrencia. Una simple repetición sin modificaciones desde la primera ocurrencia. Una simple repetición sin modificaciones desde la primera ocurrencia. Una simple repetición sin modificaciones desde la primera ocurrencia. Una simple repetición sin modificaciones desde la primera ocurrencia. Una simple repetición sin modificaciones desde la primera ocurrencia. Una simple repetición sin modificaciones desde la primera ocurrencia. Una simple repetición sin modificaciones desde la primera ocurrencia. Una simple repetición sin modificaciones desde la primera ocurrencia. Una simple repetición sin modificaciones desde la primera ocurrencia. Una simple repetición sin modificaciones desde la primera ocurrencia. La novedad estaría en que cada acto adquiere la mayor importancia porque cada acto será repetido hasta el infinito, para siempre jamás. Así la vida adquiriría una pesadez contundente pues cada acto está condenado a ser representado eternamente. En Funes el memorioso, Borges, el personaje que charla con Funes durante toda la noche, sintió en algún momento la pesadez, la gravedad de esos momentos que estaba viviendo, pues tenía la seguridad de que cada gesto, cada palabra suya estaba siendo grabada por la mente de Funes y, sin duda, sería recuperada por este en muchas de sus largas noches de insomnio.
No sé a santo de qué nos suelta este rollo Kundera, al principio de su libro, ni tampoco he leído nunca a Nietsche para saber dónde quiere llegar aludiendo al ese mito del eterno retorno. Pero creo ser capaz de comprender que nos proponen dos modelos de vida: uno en el que se vive de una manera despreocupada porque al final nada de cuanto hagamos tienen ninguna relevancia puesto que cualquier consecuencia de ello se terminará extinguiendo. Por otra parte vivir una sola vez no te permite rectificar ninguno de tus actos por lo que cada acto es definitivo. Al final: hay que vivir a como salga sin esperar demasiadas consecuencias. La otra propuesta es vivir como si cada acto fuera de la mayor importancia, como si estuviéramos permanentemente bajo la observación de EL DESTINO, que juzga cada uno de nuestros actos, que deberían ser cuidadosamente meditados porque su efecto permanecerá para siempre.
Y tal.

jueves, 5 de agosto de 2010

Abducción

Se fundió la luz de la habitación de la plancha. Como no tenía un bombillo de repuesto, eché mano de una lámpara de pié que tengo en la otra habitación. Pero al ir a cogerla se le fue el pié y me quedé con el bastón en la mano. El pié es un círculo de hierro macizo en el que va enroscado el bastón, pero la rosca en el hierro se debe haber borrado porque no agarra el bastón por más vueltas que le de. De todas maneras puse el bastón por allí, apoyado en la tabla de planchar para remediar el problema.
Por la tarde ella me dijo, medio en broma medio en serio, que la trampa que le había puesto había fallado. No supe a qué se refería hasta que vi el bastón en el suelo, pegado a la pared para que no estorbara. Le expliqué lo que había pasado y ella concluyó que había que tirar esa lámpara de una vez y comprarnos otra si es que era necesario. No puedo tirar las cosas así como así, les cojo cariño; le respondí que primero iba a ver qué se podía hacer, si no encontraba un arreglo la tiraría y me compraría otra.
Esa tarde salí con la bicicleta para el centro de la ciudad. No me gusta llevar el coche por ahí debajo, es un caos. El bombillo es de una clase rara, no habitual, así que no se encuentra en cualquier tienda, recordé un sitio donde podrían vender esa clase de bombillos y allí me dirigí dando un paseo. Por el camino, junto a un contenedor de basura, había una silla de oficina medio desmontada. Alguien se había ahorrado el paseo hasta un punto limpio y confiaba ciegamente en la eficiencia de los basureros del ayuntamiento. Me acerqué a echar un vistazo y visualicé mi lámpara de pié, encastrando el bastón en el pie de aquella silla. Después de manipular un poco conseguí desprenderle el asiento y me lo llevé un poco aparte, para esconderlo detrás de un mato. Mas tarde volvería a buscarlo con el coche.
El resto de la tarde transcurrió como era habitual. Pero esa noche, a las 04:44 de la madrugada me desperté. Sencillamente abrí los ojos y, como estaba vuelto hacia el lado del reloj luminoso, vi que era exactamente esa hora. Sentí que ella se revolvía y le comenté el hecho curioso. Ella hizo un ruido extraño que no me aclaró si estaba dormida o despierta. Volví a dormirme enseguida.
Por la mañana puse el bombillo en la lámpara y luego estuve manipulando la base de la silla. Para que pudiera servir para lo que yo tenía imaginado, tuve que quitarle un aparato hidráulico que permite que la silla varíe su altura. Se trata de un tubo en el que hay inserto una vara de hierro. Cuando se empuja la vara dentro del tubo se comprime el aire. Un botoncito permite bloquear el mecanismo. Al pulsar el botoncito el mecanismo se libera y la presión del aire expulsa la vara – que tendría como cometido elevar el asiento. Conseguí luego encastrar el bastón de la lámpara en la base de la silla y lo aseguré con papel y cola que encontré por la casa.
Esa noche me volví a despertar a las cinco menos cuarto. Me pareció curioso que el cuerpo tuviera esa precisión horaria. Pensé un momento sobre ello y al cabo del rato volví a dormirme. Por la mañana, al ir a lavarme la cara advertí en mi mano derecha una marca en forma de circunferencia. No se me quitó con agua y jabón, así que no se trataba de una mancha al apoyar la mano en alguna parte. Mientras tomaba el café estuve pensando dónde podía haber metido la mano para dejarme impresa esa marca, pero no logré averiguarlo.
A lo largo del día me volví a tropezar varias veces con ella, verificando que tampoco se trataba de una simple marca de apoyo, que suelen desaparecer al poco tiempo cuando la presión sobre la piel deja de producirse y la piel recupera su tensión. Como no encontraba explicación, la olvidaba, y cada vez que me miraba la mano volvía a surgir la curiosidad.
Esa noche, por tercera vez, me desperté a la 4:44 de la madrugada. Ahora, instintivamente me miré la mano. En la oscuridad, tan sólo bajo la levísima luz que irradiaban los dígitos del reloj se podía ver perfectamente el círculo rojo tenuemente iluminado.
Esa mañana me levanté preocupado. Me empezaba a escamar la puñetera mancha en la mano. No desaparecía. Le comenté la cosa como si fuera una casualidad: la hora a la que me despierto y el hecho de que me diera por mirarme la mano. Me di cuenta de que contado así parecía un fatalismo aunque mis palabras simularan quitarle importancia. Ella también lo advirtió y sugirió la posibilidad de que fueran los signos inequívocos de que estaba siendo abducido por extraterrestre, que la marca fuera el equivalente a un pinchazo para extraerme sangre –ellos usarán sus aparatos extraterrestres que no tienen por qué ser agujas – y la hora era exactamente el momento en que me dejaban de nuevo después de haberme hecho todas la pruebas. La historia estaba muy bien tramada, pero en esencia lo que me estaba queriendo decir era: déjate de gilipolleces. Es el tipo de consejos que siempre le agradezco porque me retornan a la tierra de la cual soy muy propenso a salir volando.
Acabé de pintar mi nueva lámpara de pie y luego cogí el tubo hidráulico y me puse a pensar en qué es lo que haría con él. Lo más inmediato era tirarlo a la basura, pero me resisto a tirar las cosas, y esta no era una simple cosa, sino todo un mecanismo. Si no le encontraba una utilidad ahora, sin duda más adelante le saldría una. Mientras meditaba, empujaba la barra, para lo cual había que apoyarse firmemente sobre ella, con la palma de la mano empujando el botón, echando el cuerpo encima. Una vez insertado toda la barra dentro del tubo había que liberar el botón inmediatamente para dejarlo bloqueado. A la tercera vez que hice esto me di cuenta de cual era la mano que apoyaba sobre el botón y cuál era el origen de la marca circular en mi mano. [Eran las 16:44 de la tarde.]