lunes, 29 de junio de 2015

Imputación

Esos cristales que son transparentes en una dirección y te dejan observar todo lo que pasa fuera, pero que en la dirección opuesta es solo un espejo y lo único que te permite observar es a ti mismo y a todo lo que hay en tu mismo lado, sin sospechar que detrás hay alguien mirándote actuar como si estuvieras solo, comportándote de esa manera secreta en que nos comportamos todos cuando nadie nos mira salvo nosotros mismos.
Y de pronto se enciende una luz y el espejo desaparece y descubres que todo el tiempo has estado siendo observado en esa tu intimidad que nunca habías desvelado a nadie –que probablemente no podrías mientras supieras que te están observando– y te sientes violado, traicionado, intimidado, temiendo lo que el observador haya podido descubrir de ti, como si hubiera entrado en tu interior sin tu conocimiento y pudiera interpretar a su gusto y sin tu control todos tus pensamientos y emociones más privadas, que lo hace poseedor, ahora, de un secreto robado, irrecuperable ya, y a ti culpable de no sabes qué imputación.

Y el del otro lado, el observador subrepticio, solo ha podido descubrir que tu único secreto es que no tienes ningún secreto que te distinga de cualquier otro y tal vez esa sea la más terrible de las imputaciones, la que más temes.

domingo, 28 de junio de 2015

Ojalá Egidio no vuelva (Antonio Lobo Antúnez)

Ojalá Egidio no vuelva  (Antonio Lobo Antúnez) (Visita el original)

Con el fallecimiento de mi hermano, nuestra vida, la de mi madre y la mía, cambió. Vivíamos los tres desde que, hace cerca de ocho años, el autobús 32 atropelló a mi hermano en la parada, cuando él avanzó un paso, con el brazo extendido, y los frenos fallaron, todavía estuvo unos días entre aquí y allí en el hospital, el médico nos prevenía

—Mas allá que acá, váyanse preparando

a pesar del suero, que es aquello con que se cura a las personas, el allá ganó, vino muchísima gente del trabajo al funeral, lo que agradó a mi madre

—¿A todo el mundo le caía bien, viste?


incluyendo una enamorada que se acabó casando con un primo nuestro y tiene tres hijas, de las cuales la de en medio, por casualidad, es ahijada mía, y, por casualidad, es la más fea, pero no me intereso menos por ella a causa de ese hecho, qué culpa tiene la niña de torcer la mirada, y mi madre y yo nos quedamos uno con la otra, que a mi padre ni llegué a conocerlo, se hundió en Venezuela antes de mi nacimiento y, si continúa en la superficie, debe andar por ahí tocando boleros, más que olvidado de la gente. Lo mismo aparece cualquier día por ahí, pero mi madre ya me juró mil veces que no lo recibe, dado que en todo este tiempo ni una postal de muestra, cuanto más que las venezolanas, como todas las brasileñas, saben amarrar a los hombres con sambas y hechizos. Magia negra, me explicó mi madre, de esa que viene en los periódicos con los retratos de los brujos negros al lado, el profesor Kalumga, o el profesor Karamba, o el profesor Euá, una docena de ellos, que juntan personas, y tratan piedras del riñón con oraciones y danzas, muy serios y de corbata para subrayar la competencia. Por debajo de los nombres, las calles, normalmente del otro lado del Tajo, supongo que llenas de muñecos terribles atravesados por piernas de gallina, que alivian a la gente si no nos morimos antes de miedo, y ellos nos bailan alrededor, desnudos de cintura para arriba, disolviendo las piedras a gritos; cuando el vecino del piso de arriba grita, por ejemplo, a la mujer, mi madre ya me confesó que le hace bien a la gota, y el vecino de arriba no es Profesor ninguno, es jubilado de Compañía del Gas. Por tanto, volviendo al principio, con el fallecimiento de mi hermano, nuestra vida, la de mi madre y la mía, cambió. Ahora solo soy yo el que trabajo en la limpieza, y los fines de mes, a veces, son difíciles, pero, corvina más corvina menos, por ahí vamos aguantando, sin hablar en los desayunos de los domingos en el Centro Parroquial, que ayudan a equilibrar y, de vez en cuando, siendo necesario, una investigacioncita en los contenedores, donde hay siempre alguna cosita que aprovechar, restos de fruta, huesos de pollo, en una ocasión un bebé, pero eso ni pensarlo, pobres criaturas, cerramos la tapa y seguimos, debe haber muchísimos niños creciendo así aquí en el barrio, cuando crecen saltan fuera y comienzan a comerciar con drogas y a robar a los viejos a la salida de misa, que hoy en día la juventud ya no tiene educación ninguna y se ha ido perdiendo el poco respeto que había. Como acabaron con el autobús 32 y nadie es atropellado, las personas crecen como setas. Solo nos entristece que la muerte de mi hermano haya servido para eso, pero siempre vamos quitándole un anillo que otro a algún drogado que ronca en algún portal, y el señor Bienvenido, que negocia con oro, a veces nos da unas monedas por ellos, que la gente transforma en zanahorias en las casas de intercambio de mercancías. Zanahorias, cebollas, tomates, vitaminas diversas que nos prolongan la existencia. Claro que, con mi hermano por aquí, no lo necesitábamos, porque siempre ganaba un sueldo como auxiliar de canalizaciones, pero nos vamos manteniendo. Mi miedo es que los drogadictos cambien de barrio y deje de haber niños en los contenedores. Espero que no, porque este barrio es demasiado pobre para interesar a la policía y no es cosa de llenar los orfanatos del estado, sobre todo con lo cara que está la leche, sin mencionar la ropa, la educación, las vacunas, los chupetes, los pañales. ¿Para qué, si más tarde o más temprano emigran para Venezuela abandonando a las familias, como hizo mi padre? En todo caso, en la eventualidad de un retorno improbable, mi madre y yo tenemos una tranca colgada en la pared, junto a la puerta, y si por casualidad un viejo se aproxima, se va a llevar un palo en la cabeza, y se pondrá a gemir y a protestar a gritos,

—Soy yo Cacilda, soy yo, Cacilda

o sea, el nombre de mi madre, y desaparecerá insultándonos en venezolano, una lengua que los vecinos no entienden. A mí tanto me da, pero a mi madre es de esas personas que se quedan unos minutos en la solana murmurando

—Egidio

con un soplo de melancolía, y después se le sube una furia a la cabeza y tengo que agarrarla con fuerza antes de que se ponga a correr detrás del viejo dispuesta a estrangularlo; supongo que todavía está celosa porque toda la gente sabe que las mujeres son así.

viernes, 26 de junio de 2015

Cereñoña


Estamos aquí reunidos –mi nieta se ríe– para unir en santo cuévano a este ectoplasma y a esta extasiada alma de cantonés lírico. Todas y, por supuesto, todos tenemos que testicular, y he ahí nuestro compromiso –una maricosa sale repitando desde debajo de la alfombra–. Durante la cerezania las monas y los otros se tomarán del ano y se sacudirán convulsa-mente mientras yo, ceremoníaco ebrio de lubricidad –lávense las uñas– gesticulo y cacareo para confirmar por jumento esta bestial consagra-acción. Acto seguido, la feraz pareja ubicará sobre la alfombra ante todos los presuntos –absténgase de medrar los taumaturgos– en fóbica coyunda hasta caer prendidos y, por qué no, sacrificados de lema, puma, esternón y otros cachivaches que las buenas damas de la saciedad hayan apretado amancebadamente contra sus globos especulativos. Las borras vendrán a constitución, desfilando de a dos por el fechillo ventral, jacarandosamente como corresponde a tan dignos digtálopes. Aplaudiremos toros gotosamente hasta caérseles los senos. A la una será el tuno que cantará dos mojones tres meses y , ahora sí, comenzará la bestia a balar. Que nadie se ría porque es un monumento trascultural. Si algo o alguien, por remoto que pudiese perecer, follase, habría que iniciarlo todo de huevo –gallinas cacacagando.  

El sudoku y yo

Mientras hacía el sudoku me he dado cuenta de un comportamiento que hasta ahora consideraba «normal» por habitual. El tal comportamiento es que me empeñaba en resolver el sudoku de una sola tirada, sin borrar, sin anotar ningún número al margen, sin, naturalmente, aventurar propuestas que no fueran perfectamente lógicas. Según mi entender, este juego, para que sea un juego lógico, no puede permitir más que una única respuesta y por lo tanto cada número va en una localización exacta dada la configuración inicial, de modo que simplemente analizando el estado actual del tablero debe uno conseguir averiguar la siguiente tirada. Sin embargo ocurre que a veces hay ambigüedad, y uno se ve en la obligación de imaginar qué pasaría si colocamos este dígito en esta posición; a menudo esas tiradas hipotéticas se ven  coartadas un poco más adelante por una situación imposible, que a un dígito no le quede más remedio que ir en una casilla en cuya fila, columna o recuadro ya está ubicado, por lo tanto uno decide que la hipótesis  inicial era falsa y, como consecuencia, la buena es la otra. Cuando es al revés, cuando uno no alcanza en poco tiempo una situación de incoherencia, entonces no puede afirmar que esa incoherencia no se dé más adelante, así que no puede asegurar que la hipótesis de partida sea la correcta. Bien, todo esto lo hacía yo con la imaginación y la memoria, de manera que si después de haber aceptado una hipótesis llegaba a un punto de incoherencia, pues me consideraba derrotado y dejaba el juego con una sensación de no haber estado a la altura. Al final, de desvalimiento.
De pronto me he dado cuenta de la estupidez de este comportamiento. O, más que estupidez, del error en mis objetivos al jugarlo. Aunque yo creo que el objetivo es resolver el sudoku, en realidad mi objetivo está siendo resolverlo de una manera, digamos, «pura», es decir, no estoy resolviendo el sudoku, estoy probándome a mí mismo que tengo una especie de superpoderes. Si fallo, es una demostración de que no tengo superpoderes, y me frustro porque es signo de desvalidez. Este es el fallo que he detectado en mi comportamiento. Porque estoy completamente convencido de que, el problema, soy capaz de resolverlo, y sin embargo eso no me basta, quiero hacerlo en determinadas condiciones para demostrarme a mí mismo mis supercapacidades.
Creo que a menudo descubro en mí esta idea de que más que demostrarme mi capacidad de resolver problemas quiero demostrarme que soy capaz de resolverlos en determinadas condiciones de dificultad, que probablemente voy complicando a medida que lo anterior me resulta trivial. Esto no es malo, lo malo es creer que soy incapaz cuando no supero estas pruebas que yo mismo me impongo, cuando, en la mayoría de los casos, soy perfectamente capaz de resolver el problema, que es realmente lo que importa.
En fin, que ahora ya me permito anotar y hasta aventurar propuestas alternativas en otro papel, empeñado en resolver el sudoku, no en demostrarme que lo puedo hacer de tal o cual manera, que es otro juego distinto.
---
Es obvio que, lo del sudoku, siendo exactamente lo que ha pasado, es una metáfora que representa asuntos más serios en la vida, social o laboral; pero, aun siendo obvio, lo quiero aclarar para no quedar como un gilipollas que cree que sus problemas con el sudoku le pueden importar a alguien. Prefiero quedar como un gilipollas que cree que sus problemas con su propia personalidad le pueden importar a alguien.

lunes, 22 de junio de 2015

Energía Limpia contra el Sistema de Mercado

El ser humano no está a la altura de sus propias fantasías. Creo que esta es una gran frustración que perciben sobre todo los artistas, que son los que más profundizan en el ámbito de la fantasía y sienten más agudamente el contraste. El resto de los humanos, simplemente vivimos las contradicciones sin percibirlas con claridad, resignadamente. Se evidencia mucho este contraste en el mundo de las emociones, el amor principalmente. Observar cómo idealizamos esta experiencia en los miles de canciones, poemas, novelas, películas y cómo contrasta esa idealización con nuestras experiencias reales del mismo es algo que a un loco romántico como yo a veces vuelve un poco loco. Tal vez el siguiente proceso evolutivo de la humanidad sea enfocar la realidad que vivimos con nuestras fantasía hasta tener una imagen precisa de una nueva realidad.
La idea de progreso me resulta muy partidista. Ya tenemos una frase para esto, «la historia la escriben los vencedores», son ellos los que deciden que hemos progresado. Pero yo muchas veces tengo dudas de que «esto» sea mejor y no simplemente otra cosa. Desde luego que yo pertenezco a «esto», y me resistiría tanto como cualquiera a trasladarme a una alternativa, pero eso no lo hace «mejor». Lo que nos mueve a adoptar nuevas ideas a menudo no es la idea principal de progreso, sino muchas ideas locales entre las que predominan las que tengan mejor aval en el momento en que surjan, las que se vean apoyadas por los líderes, los capaces  de convencer o imponer a otros sus particulares ideas o preferencias. Y también existe, o se va creando, un cierto mecanismo de defensa sedentario, guiado por el miedo, que se opone a todo cambio, una vez que la última revolución se ha asentado. Por eso se desechan grandes ideas que podrían haber acelerado el progreso (algunas de las cuales son retomadas tiempo después como novedades revolucionarias). Un ejemplo patente, hoy, es la obtención de energía. La férrea oposición de las grandes instituciones a adoptar las cada vez más proliferantes tecnologías de obtención de energía limpia.
Las energías fósiles proporciona energía de forma más rápida y estable. Esto provocó en su momento la aceleración de los cambios tecnológicos, y como consecuencia los cambios sociales, a una velocidad superior a las necesidades reales. Por eso, a mi juicio, se impuso el capitalismo mercantil, para dar movilidad a los excesos de producción. Esta dinámica nos ha llevado a una situación en la que producimos –a velocidad siempre creciente– no para satisfacer necesidades sino para satisfacer consumo que, a su vez, es fomentado no como satisfacción de necesidades, al menos del individuo, sino del mercado. (“Hay que consumir”, grita alguna vez en público Zapatero, intentando reactivar la economía nacional, al comienzo de la crisis de 2008). Es obvio que actualmente no se produce para satisfacer necesidades, sino para movilizar el mercado. Se crea primero el producto y luego se fomenta la necesidad de su consumo, (los teléfonos móviles son un magnífico ejemplo). Este modo de obrar dispersa el esfuerzo que debería estar encaminado hacia un verdadero progreso (que faltaría por definir, en realidad, porque, ¿a qué estamos llamando progreso?) y a la satisfacción de las verdaderas necesidades (el hambre en el mundo, por ejemplo, la mejora de las condiciones sociales del planeta), que actualmente ocupan un lugar secundario, si no residual, de asistencia, en los objetivos de la producción, siendo el principal el mero consumo y la sustentabilidad del sistema de mercado (cuyo desmoronamiento es considerado apocalíptico).
Para adoptar como estándares de obtención de energía las tecnologías limpias es necesario que el sistema se ralentice, de otra manera la excusa que siguen utilizando para no incorporarlas de lleno sigue siendo válida, la irregularidad y la cantidad de energía producida no alcanzaría para sustentar este sistema de locura productiva orientada al consumo. Como contra ataque las grandes corporaciones proponen grandes entramados de obtención de energía, con extensos campos de paneles solares, o paneles reflectantes, en EEUU hay alguno creo haber leído, que están causando ya sus correspondientes perjuicios en el ecosistema. Creo que este tipo de energía descarta a las grandes corporaciones de suministro en favor de una distribución de los medios de producción (autoconsumo). La batalla, en serio, ya ha comenzado; cada vez hay más noticias sobre nuevas tecnologías para obtener energía limpia (me encanta esa pulsera que al agitar la mano se recarga y que servirá para recargar el móvil o el tablet, aprovechar la energía individual incluso en los momentos de «ocio») y cada vez hay más iniciativas de adopción de estos medios –ya tenemos muchas farolas alumbrando presuntamente con  paneles fotovoltaicos, hasta los contadores de aparcamiento tienen uno, hay por ahí una carretera que produce energía con el paso de los vehículos. Hay países, ¿República Dominicana?, o islas, como el Hierro, que pretenden depender exclusivamente de este tipo de energía–. Necesariamente se irán imponiendo a pesar de leyes protectoras de las grandes corporaciones y sus medios abusivo –en todos los aspectos– de obtención y distribución de energía fósil o sucia. Y esta imposición lenta pero segura, necesariamente, la Humanidad futura me oiga, impondrá cambios sociales, ralentizará esta locura absurda del sistema mercantil y preparará un futuro más acorde con las fantasías sobre él que la raza Humana ha soñado siempre.

viernes, 19 de junio de 2015

Mi calle

Cuando era pequeñito había una chica a la que llamábamos “bocachicamarciana”. No recuerdo nada de ella. No era de mi calle, sino amiga de unas chicas de mi calle. Concretamente de sobrinas de mi vecina, Solita, una señora gordísima que cuando murió la tuvieron que sacar de la casa con una grúa. Solita se llamaba Soledad. La única hija que vivía con ella también se llamaba Soledad, quiero inventar ahora que la llamábamos Solona. Todos eran negros, pero sin ningún acento que extrañase, así que, que fueran negros no era un asunto relevante. Solo pensábamos que era negro uno de sus hijos, no sé por qué, supongo que porque era más oscuro que los demás o porque lo veíamos menos o porque era homosexual. No me acuerdo de su nombre. Me acuerdo, en cambio, de otro de sus hijos que se llamaba Joaquín, que aparecía poco por la casa. Vivíamos en el cuarto y último piso, puerta con puerta con Solita y las puertas nunca se cerraban.  Considerábamos la azotea, que era comunal, como nuestro patio de juegos; hay una foto de mi hermana en esa azotea delante de un piano de juguete que no puede ser porque mi hermana nació el mismo año que nos mudamos de casa, o a lo mejor sí. Mi bloque era el  último de una hilera, y frente a él estaba el barranco. Así que era como una zona protegida, con muy poca circulación de coches, por eso los niños siempre estábamos en la calle. Todo esto ocurría durante mis primeros siete años. Me recuerdo mucho en la calle, haciendo hogueras, jugando al boliche, o a las casitas cuando llegaron unas chicas nuevas al barrio que introdujeron esas costumbres... y yo me enamoré de alguna de ellas. Luego, cuando dejaron de ser novedad, volví al boliche, las hogueras y las correrías por el barranco, huyendo de los Mocolindos o atacándoles según tocaba. Algunas veces íbamos a robar papas a la tienda (mientras unos pedían chicles otros nos echábamos papas en los bolsillos) para luego asarlas en una hoguera. Los Mocolindos era la banda del bloque de abajo del barranco. También éramos enemigos de la banda de la calle de arriba, que no tenía nombre, que nos tiraban flechas ardiendo a nuestra hoguera de San Juan, para que se quemara antes de la noche y que la suya luciera más. De “bocachicamarciana” no recuerdo nada más que verme hablando con ella y sus primas delante del portal de su zaguán. También había un chico misterioso, al que veía ocasionalmente leyendo tirado por los rincones del patio del colegio. No sé por qué ese chico y esa visión forman parte de mi mitología hippy particular. En algún momento decidí que era hippy. Era de mi calle, precisamente de ese zaguán en el que me recuerdo hablando con la “bocachicamarciana”, pero nunca participó de nuestros juegos.  Del colegio también recuerdo a una pareja, Agustín y Juan Carlos. Agustín era alto y delgado, con gafas, y Juan Carlos bajito. Eran inseparables, vivían en el mismo zaguán, pero de otro bloque. Agustín tenía en su casa gusanos de seda que alimentaba con las hojas de la morera que había en el parque. Alguna vez he creído ver a Juan Carlos por ahí, pero es un tipo tan serio que me ha dado reparo hablarle y recordarle que lo conocí en la infancia y preguntarle por Agustín. De mi calle recuerdo a Orlando y a Bruno, este era otro sobrino de Solita. Y después a Juan y a Paco, hermanos de aquellas niñas que vinieron nuevas. Fueron una revolución en la calle. Sobre todo Juan que era mayor y tenía muchas iniciativas. También recuerdo vagamente a los primos de Orlando que a veces venían de visita. Uno debía de llamarse también Juan porque lo recuerdo sentado encima de la montaña de trastos preparada para quemar, en una silla vieja, y a alguno que se le ocurrió iniciar el fuego por abajo. Ahora recuerdo esa montaña de trastos altísima, más alta que yo, debían de ser unas hogueras enormes. Una vez tuve un sueño en el que ascendiendo por la pendiente del barranco, al llegar a la cima posaba mi mano sobre los rescoldos de una hoguera. Todos los niños me acompañaban a mi casa para que mi madre me curara, lo que hizo echándome unos polvos blancos sobre la palma. Creo que fue un sueño porque recuerdo a alguien en la escalera impidiendo que los niños subieran detrás de mí, probablemente uno de mis hermanos, mientras yo estaba siendo curado. No recuerdo prácticamente a mis hermanos en esos tiempos. El pequeño sí, que era muy pequeño, a pesar de lo cual una vez se escapó de casa y lo encontraron vagando por la zona de la casa de mi abuela que estaba a unas buenas calles más allá. De eso quedó una historia graciosa que él contaba, era que cuando iba andando por ahí pasó por delante de una tienda de pollos asados y que el dueño de la pollería gritaba: “al rico pollo”, a todo el que pasaba, la tienda se llamaba El Rico Pollo. Creo que alguien lo reconoció y lo llevó a la casa de mi abuela que luego nos avisaría. En esa época era imposible que supiera leer así que probablemente esa historia la inventó a posteriori, cuando ya le habíamos explicado cómo se llamaba la pollería. Mi hermano el mayor se cortó una vez con un cristal de una ventana que se rompió y le cayó de punta en la mano, todavía tiene la cicatriz detrás del dedo gordo (¿de qué mano?). Los sábados al medio día nos íbamos al campo, a casa de otra abuela. Nunca pasamos un fin de semana en Las Palmas en aquellos tiempos. Bueno, tal vez nunca sea excesivo, pero yo no lo recuerdo particularmente. Una vez, nos habían comprado unos aviones de un material muy ligero que al lanzarlos describían un gran vuelo y regresaban, yo lo tiré hacia el barranco y lo perdí. Estuve buscándolo mucho rato hasta que me llamaron para marcharnos, era sábado, y nunca más lo encontré (o tal vez sí lo encontré, recuerdo exactamente cómo era). Desde la azotea de mi casa tirábamos globos llenos de agua a los chiquillos que veíamos pasar por abajo, puede que incluso a adultos. Un año llovió tanto que el agua corría como un barranco por las calle y desembocaba en la mía que era la última de una gran pendiente. Nosotros lo mirábamos desde la azotea. Al final del barranco había una gran explanada y un año comenzaron a construir enormes edificios. Los construían no bloque a bloque sino pared a pared, con material prefabricado. Luego se contaron muchas historias sobre los habitantes de esos edificios, como que unos gitanos habían subido un burro en un ascensor y cosas así. El barranco se volvió zona de guerra porque los chiquillos del Polígono lo patrullaban. Una vez nos persiguieron y nos echaron un líquido caliente que luego por el olor supimos que eran orines.
La última vez que vi a Orlando y a Bruno fue ya casado y viviendo en donde vivo ahora. Esto no puede ser porque no pudimos habernos reconocido. Tal vez fue antes y en otro lugar pero recuerdo con cierta vaguedad el encuentro delante del mercado, en el parque de los Juegos Olímpicos de México. Nunca volví a ver a ninguno de los demás, si es que a estos sí.



No puedo asegurar que nada de esto que cuento ocurriera en verdad. Todo está en mi cabeza pero mezclado. Mezclando épocas, caras y lugares, que son mi pasado ahora. Me llama la atención esto de la memoria; cómo uno reconstruye su pasado a partir de las piezas sueltas de su recuerdo. Al contarlo se alza de ahí un mundo que uno percibe claramente –tal vez menos claramente el lector; o tal vez el lector perciba otro distinto– y que también se va a incorporar a la memoria que aflorará en un futuro transformando otra vez aquel pasado ya transformado. Las fotografías y los vídeos tal vez corrijan esa aberración de la memoria. Pero muchas veces nos quedamos petrificados delante de una imagen, absolutamente en blanco, incapaces de recordar el momento, así que su efectividad no es mucha. Así que mi pasado es fiable solo en las líneas gruesas, no en los detalles ni en los colores. Puedo fabular y crear uno nuevo, fortaleciendo así mis raíces, o, por el contrario, puedo descreer de mis recuerdos, quitarles épica, adelgazarlos hasta perder consistencia y dudar de mis propios fundamentos. Todo está en eso, al final es una cuestión de carácter, del recordador y no de lo recordado.

martes, 16 de junio de 2015

La felicidad ja ja ja ja

Cuando soy desgraciado me parece que la felicidad no existe. Pero cuando soy feliz siempre lo soy con la amenaza de la desgracia sobre mi cabeza. Yo creo que esto se debe a que, para ser feliz es necesario un aporte energético de la voluntad, mientras que para ser desgraciado simplemente hay que dejarse. El hecho de que la búsqueda de la felicidad −lo que quiera que eso sea− implique estar siempre esforzándose por ello es lo que nos da la sensación de que nunca la alcanzamos, porque la felicidad no es un estado, sino una magnitud. Es la misma relación que entre el frío y el calor. Si no aportas energía caes en el frío, si aportas energía te alejas de él. Si aportas demasiada energía el calor se puede volver insoportable, por eso hay que mantener un equilibrio. Lo mismo ocurre con la felicidad, un exceso de felicidad acaba quemándote, es decir, volviéndose tediosa. ¡uf, qué aburrimiento ser feliz! Y es cuando uno empieza a cometer tonterías.

martes, 2 de junio de 2015

Primera salida de don Quijote



y entonces viene el miedo y te desnuda de sueños
dejándote solo en la calle y con frío
para probarte
y tú corres y suplicas por un abrigo y un poco de pan
antes aún de empezar a sentir frío y hambre
y luchas denodadamente para volver al lugar
del que te habían echado porque no querías estar allí
y ya a salvo calentito y harto
te vuelve esa sensación de que te han engañado otra vez
no sé cómo, pero te han vuelto a engañar