martes, 21 de agosto de 2018

Sentirse como un tonto

En el momento en que esa voz anónima del teléfono que cree estar hablando con Celâl le dice a Gallip que sabe que él, Celâl y su medio hermana, Rüya, han estado jugando con  él, Gallip, noticia a lo que éste no parece haber reaccionado, se me vino una frase a la cabeza: Sentirse como un tonto.
No sé si han tenido alguna vez esa sensación, cuando te das cuenta de que has sido objeto de una burla ya consumada, no sé, cuando te dan una hora errónea y tú obras en consecuencia para luego descubrir el error, o cuando te señalan un camino equivocado y te das cuenta después de haber avanzado un largo trecho alejándote de tu objetivo que te mintieron. O cuando eres víctima de un timo del tipo de esos en que te devuelven cambio por un cantidad menor a la que tú has entregado y tú estás completamente seguro de la cantidad que entregaste y el otro se niega categóricamente a reconocer su error y además tiene cara de saber que ha sido un error o al menos eso te parece a ti con toda evidencia. O cuando, y nos acercamos al caso de Gallip, te das cuenta de que dos personas de tu mayor confianza han obrado a tus espaldas cuando creías que todo lo que pasaba entre ustedes era común a los tres fuera lo que fuese.
A lo largo de los capítulos en los que busca a Rüya como un sonámbulo y esa búsqueda se ha convertido en la búsqueda de Celâl, Gallip ha ido conociendo mejor a su primo, tanto a través de lo que ha escrito como a través de lo que le han contado otros, sobretodo envidiosos compañeros del periódico, de él, y ha descubierto un Celâl que se va distanciando cada vez más del pariente y amigo y consejero y hasta maestro que ha conocido hasta ahora. También nosotros hemos ido sospechando que la intimidad con Rüya tiene sombras o más bien insatisfacciones por parte de ella que al parecer Gallip no había advertido. (Toda la escena con Belkis, a quien aquella pareja que saludó en una cafetería, en los que reconoció a un compañero de clase en la escuela infantil en él y, casualmente, a una compañera de instituto en ella, negaron rotundamente que hubiera estado en el mismo colegio, de lo que estaban seguros porque ellos, muchas noches, se entretenían en mirar las páginas de los anuarios y recordarse historias de aquellos lejanos y tiernos tiempos, nos lo sugiere), pues, a pesar de ello creo que para Gallip tiene que haber sido una sorpresa enterarse por esa voz ajena que hay una quiebra en esa intimidad que él creía inquebrantable entre él, Rüya y Celâl, y se habrá sentido como un tonto.
¡Qué terrible sentise como un tonto! De pronto se abre un abismo entre lo que te resultaba cotidiano, corriente, normal, seguro y la realidad. Desconfías de todo, te sientes abiertamente desprotegido, toda mirada te intimida o te avergüenza, te parece amenazadora, o peor, temerosa, pero no temerosa por ser tú un peligro sino por ser tú un apestado, sientes que se apartan de ti como si de pronto se te estuviera cayendo la piel a trozos y te sangraran lo ojos, y de todas maneras los rechazarías si intentaran ofrecerte consuelo porque temes que sea otro ataque. Así se debe sentir Gallip o, probablemente, así me sentiría yo si me sobreviniera una revelación de ese tipo. Así me sentí una vez que sufrí un robo en el metro de Madrid a la vuelta de un viaje. Me metí en el vagón hacia el aeropuerto agarrando la bolsa en la que llevaba la ropa y los libros protegiéndola de todos contra la pared en el vagón atestado porque era hora punta y sintiendo manos que me hurgaban los bolsillos y voces amenazadoras porque hablaban en extranjero que planeaban ataques en cuanto surgiera la oportunidad. Miraba a aquellas gentes que habían sido testigos de la rápida maniobra que habían perpetrado los tres ladronzuelos –en el último instante le arrebaté la cartera de la mano a uno de ellos, estoy convencido de que «me la devolvió» porque estaba vacía hasta de tarjetas de crédito que había tenido la precaución de metérmelas en un bolsillo de la camisa– que me miraban no sé si con pena o con miedo, como decía antes, al apestado, pero que no hacían nada, que no decían nada y, no sé por qué, me acordé de los trenes de judíos hacia Auswicht de las películas sobre el genocidio.  Luego pensé que había sido una suerte para mi dignidad que no se dirigieran a mí porque, a igual que los niños cuando se caen sin testigos, que no lloran sino que se levantan y buscan a alguien al que contarle y romper a llorar, probablemente me hubiera echado a llorar ante cualquier gesto de consuelo. No sé qué hará Gallip en la soledad del cuarto de Celâl, probablemente escribirá otro artículo que firmará con su nombre para entregarlo en el periódico y que no despidan a su primo al que ya se le han agotado los artículos de reserva de la carpeta.

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