domingo, 11 de abril de 2021

Un árbol no hace el bosque

 Se dice “Los árboles no te dejan ver el bosque” cuando nos centramos demasiado en los detalles y dejamos de percibir el conjunto. Eso pasa mucho en política, cuando los políticos, y el eco desmesurado de la prensa, nos enfocan los problemas centrándose en lo que dijo uno o dejó escapar otro en una conversación privada, concediendo tenaz atención a los líderes de los partidos ignorando al resto de sus dirigentes o afiliados de base, y dejando de analizar el conjunto completo de lo conseguido o por conseguir, que es obviado en favor del error cometido circunstancialmente.

Pero se usa poco el caso contrario  que diría “de un árbol haces un bosque” o algo así, donde la actuación de un individuo es extrapolada a toda la población, tribu, clase, grupo o partido al que pertenezca el infame personaje, que se convierte en culpable en conjunto de un acto concreto de uno de sus integrantes. Digo infame, porque habitualmente no hacemos lo mismo cuando de lo que se trata es de un acto generoso o admirable; en ese caso no extrapolamos sino que atribuimos el mérito y concedemos la admiración a ese individuo concreto.

Supongo que se trata de un mecanismo primitivo de defensa equiparable a aquel que empleaban en tiempos no tan remotos, cuando para eliminar determinados conflictos que provocaban algunos individuos de cierta comunidad, se procedía a eliminar a todos los miembros de la comunidad. La frase, tan memorable, que representa, cínicamente, esa forma de actuar, y que se atribuye a algún personaje de la Iglesia Romana, referida a los Cátaros y el terrible problema de que querían formar confesión aparte es: “Mátenlos a todos que ya Dios escogerá a los justos”. Tal vez la frase no sea verídica, sino uno de esos bulos históricos, pero desde luego el modo de actuar de matarlos a todos para acabar con el problema es una solución universal que aún hoy día se sigue ensayando. (A mí me parece que es lo que hace Israel con los Palestinos, por ejemplo)

Pensaba en esto mientras leía la historia de Ester, en la Biblia, donde un poderoso se empeña en acabar con toda la judiada porque un tal Mardoqueo, judío él, se negaba a postrarse ante su superior autoridad. También me viene esta reflexión a la mente cada vez que se habla del problema de los inmigrantes, sobre todo en voces de dudosa moralidad política que con facilidad convencen a la población de que existe un problema de seguridad nacional cuando pillan a un inmigrante cometiendo un delito. 

Hay que hacer un esfuerzo constante de desasimiento de estos arcaicos hábitos de defensa que son usados y manipulados por quienes poseen capacidad de difusión, porque todos caemos en ellos constantemente, y ninguno (salvo tú, oh preclaro racional, que estás por encima mediocridad de los mortales en esta y otras muchas bajezas) nos salvamos de la comodidad de atribuir al bosque las culpas del árbol y exigir que lo talen para librarnos del problema.

sábado, 3 de abril de 2021

Parchís

 Me levanté a las siete. Con el cambio de hora, a las siete ya empieza a clarear. Sin embargo, cuando salimos, el día estaba muy oscuro. Dudé si en realidad no sería más temprano. La verdad es que la última vez que había mirado el reloj eran las menos veinte. Después no sé cuánto tiempo habré seguido durmiendo. Me desperté y me levanté de un salto sin volver a mirar, pensando que ya era tarde. Lo de que eran las siete simplemente fue una conjetura.

El caso es que el cielo parecía muy oscuro para ser las siete. Estaba muy nublado cuando salimos. Así se explicaba la falta de claridad. Lo mismo nos pillaba el chaparrón anunciado para el fin de semana por el camino. De todas maneras no tenía ganas de ir muy lejos hoy. Así que dejé que Poncho decidiera tirar. Tiró por donde siempre. 

Cruzamos la Avenida Escaleritas. Atravesamos el parque. Bordeamos el Pepe Gonçalvez. Cruzamos el aparcamiento. Y entonces se puso a llover. Tuve que guardar el libro aunque apenas era un goteo. Como no creía demasiado en la persistencia del fenómeno animé a Poncho a continuar, innecesariamente. Pero un poco más abajo arreció (me gusta emplear esta palabra). Había que meterse en algún lado. Cruzando la carretera estaban los aparcamientos del edificio. Aunque eran muy altos, si te metías bien adentro no te alcanzaba la lluvia. 

Una señora con su canito (una cosa ridícula para llamarla perro) se había refugiado ya allí. Dudé, por no intimidar, mi vestimenta matutina es bastante sospechosa, por no decir claramente amenazadora. Sin embargo la señora pareció conocerme porque aludió a mi afición lectora.

—¿La lluvia no le deja leer, eh?

La miré, era más bien bajita y vestía muy sobriamente como para fijarse en ella, pero cuando lo hacías, se veía bonita. Tendría unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Escurrida, menudita, con cara muy luminosa. 

—Ya habrá tiempo –contesté –Dejemos paso a la lluvia primero – me salió así la pedantería.

—Qué caballeroso –sonrió ella.

Nos quedamos mirando cómo caía el agua. Mirando al cielo. Incómodos, al menos yo, porque no se me dan bien las conversaciones espontáneas.

—Parece que persiste. No vale la pena esperar aquí. ¿Por qué no sube y echamos una partida al parchís? –rompió el incómodo silencio.

Me quedé estupefacto. La miré con cara de sorpresa, pero en su rostro no había más que inocencia y esa luminosa sonrisa sin una brizna de malicia. 

— Venga, anímese, vivo aquí mismo –y comenzó a andar hacia el portal. Poncho la siguió instintivamente (tal vez no exactamente a ella sino a su perrita) y yo con el mismo instinto seguí a Poncho sin voluntad de reaccionar.

En el ascensor fue un momento incómodo. Ella miraba hacia arriba, como previsualizando el piso al que nos dirigíamos y yo miraba a Poncho como interesado en su pelaje. Poncho miraba a la perrita y la perrita no miraba nada, parecía medio estrábica. 

— Aquí es –dijo ella cuando se paró el ascensor. Salió dándose prisa en adelantarme y abrió la puerta de su vivienda. Yo titubeé antes de entrar, pero Poncho, con más mundo que yo, cruzó resueltamente el umbral, y nos encontramos en un amplio salón muy luminoso. En frente había un gran ventanal por el que se podía apreciar que aún llovía. También se veía el Hospital y más allá las montañas, y el mar y todo lo demás.

—Puedes soltar al perro –Me di cuenta de que había empezado a tutearme –, estará bien con Samia.

Ella le mostrará la casa.

—Oh, Samia, qué nombre más curioso –repliqué, sin saber todavía muy bien a qué atenerme –. Él es Poncho. 

—Corre, Poncho, vete con Samia a la cocina que hay comidita –se dirigió ella a Poncho, que la miró con esa indiferencia suya, y luego, con la misma indiferencia, se dirigió hacia una puerta en cuyo umbral estaba esperándole la perrita –. Siéntate, enseguida vuelvo. Voy a ponerme más cómoda –. Y desapareció por otra puerta, como en un vodevil. 

Cuando regresó vestía, su cuerpo ya desvestido, un camisón largo muy ligero y abierto, apenas sujeto a la cintura. Se apreciaba su desnudez interior sin mucho esfuerzo. Ella andaba hacia mí muy resuelta y vivaz. Ese rostro siempre brillante de sonrisa alegre. En las manos llevaba un tablero y una cajita que me pidió que cogiera cuando ya estaba lo suficientemente cerca. En efecto se trataba de un tablero de parchís que colocó sobre la mesita que había delante del sofá. Ella se colocó al otro lado sentada en el suelo sobre la alfombra con las piernas recogidas en plan sirenita. Yo me senté en el sofá, casi en el borde en una posición algo incómoda, tal y como me sentía. De la cajita ella sacó las fichas, el dado y el cubilete.

—Como solo somos dos tendremos que coger casas opuestas. Si no te importa yo me quedo la roja. Es un color que me apasiona. Es tan… sensual –. Yo seguía estupefacto mirándola ordenar sus fichas ensimismada. Las colocó perfectamente dentro del círculo rojo formando un cuadrado. Torpemente yo coloqué la mías en la casilla amarilla. 

Desde mi altura tenía una visión clara de su cuerpo a través de las aberturas de su camisón. Aunque sus transparencias apenas estorbaban a la vista. Tenía una piel muy blanca, casi transparente, sin manchas, y unos senos pequeños, infantiles casi, donde resaltaban sus pezoncillos apenas. Una leve sombra de bello tiraba de la vista hacia su ombligo, muy coqueto. Había tenido el pudor de ponerse, o no quitarse, las bragas, nunca mejor llamadas braguitas. También blancas, sin adornos.

—Bueno, pues nos jugamos a ver quien empieza. El que saque el número más alto, ¿vale? –Yo asentí. Ella tiró y salió un tres. Gané yo con un seis así que empecé el juego.

Su estrategia era bastante arriesgada. Sacó todas sus fichas en cuanto pudo. En cambio yo preferí lanzar solo dos y reservar las otras dos hasta que hubiera avanzado bastante las primera. Como ella tenía que mover simultáneamente sus cuatro fichas y yo solo dos, las mías avanzaban más rápidamente. Mi primera ficha ya estaba alcanzando el seguro de la zona roja cuando la más avanzada de las suyas apenas llegaba a sobrepasar la sección verde. Mi segunda ficha, más rezagada quedaba al comienzo del pasillo de la zona azul. Ella repartía sus tiradas entre todas las suyas. Yo hacía avanzar más rápidamente la mía de vanguardia y solo ocasionalmente, con los números más altos hacía dar un paso a la rezagada. Así alcancé a pillar a su ficha postrera en los alrededores de la de seguridad en la casa amarilla. Su siguiente tirada la colocó justo dentro, protegiéndola de mi ataque, pero un cinco me permitió comerle la siguiente. Se disgustó mucho con este movimiento y por unos instante desapareció la placidez de su rostro. Temí haberla ofendido con mi entrega al juego. En cambio mis miradas hacia su cuerpo no parecían preocuparle en absoluto. Por fortuna la siguiente tirada le permitió vengarse comiéndose mi ficha más avanzada. Eso la hizo tan feliz que todo su cuerpo resplandeció de movimientos y grititos de alegría. Yo me dispuse a emplear toda mi fuerza en la siguiente, y en cuanto pude puse en juego las otras dos, simulé un gesto de empeño luchador, que en absoluto tenía, pero que ella captó como aceptando el reto. 

Los movimientos se volvieron más enérgicos y concentrados. Casi nos robábamos el dado y el cubilete antes de que este hubiera dejado de trepidar. Ella casi gimió cuando su primera ficha, coronando el pasillo, entró en la meta. Resultaba tan deliciosa su celebración que casi preferí perder para disfrutar al menos otras dos veces de ese espectáculo. Pero también había en mí un cierto impulso de victoria y conseguí a mi vez alcanzar mi meta, aún a costa de la pérdida de otra de mis fichas. 

Con su segunda ficha en la casilla de meta ella limpiaba su tablero porque las otras dos habían sucumbido en la batalla. En cuanto a mí, la que me restaba aún estaba muy lejos de su destino. Declaré solemnemente su victoria con una inclinación sumisa. Ella sonrió ampliamente, se levantó y me tomó de las manos para celebrarla. La acompañé en un extraño baile alrededor del salón. Algo rígido yo que nunca he sido muy expresivo, pero disfrutando tanto como ella de su alegría. 

Cuando se sació de celebrar pareció como despertar del sueño.

—¡Qué mala anfitriona soy!, no te he invitado ni a un café.

—No te preocupes. Ya es bastante tarde. Ha dejado de llover y tenemos que volver. Nos esperan para desayunar.

—Oh, qué lastima. Yo pensaba darte la revancha. Tal vez otro día. 

—Otra lluvia quizás –repliqué yo mientras le ponía la correa a Poncho. Ella me miraba hacer con un gesto algo contrito que me produjo mucho alborozo interior. Me dirigí hacia la puerta como esperando su aprobación. Ella se echó a andar adelantándome para abrirme la puerta. Crucé a su lado recibiendo la dulzura de su mirada y un suavísimo adiós que acarició mis oídos todo el camino de vuelta a casa.

Había sido una extraña partida. Y ni siquiera nos habíamos intercambiado los nombres. 

viernes, 2 de abril de 2021

Música de por ahí.

 Cuando era pequeño, en casa de mi abuela, solíamos acostarnos con la radio encendida. Porque dormíamos en "la habitación de la radio" también llamada "habitación de la máquina (de coser)", por razones que siempre me resultaron absolutamente incuestionables. El programa que solíamos escuchar era La Ronda


Como dice la que subió el vídeo, la escuchábamos a oscuras y muy bajito. Lo que yo recuerdo es que era un programa en el que se dedicaban canciones, no siempre folklóricas. A lo mejor estoy equivocado y el programa era otro, pero ahí se queda el recuerdo. 

Cuando había mal tiempo, tiempo del este, sobre todo en verano, con las polvajeras, se perdía la señal y se escuchaban clarito, clarito, las emisoras marroquíes, o vaya usted a saber de dónde, porque aquello era la Onda Media, que traía sonidos de todo el mundo. Aquellas melodías árabes me transportaban a mundos lejanos, ensoñados, como los amables mundos de las películas donde oriente era visto no como una amenaza sino como una fantasía sin temores.  Por eso hoy me suena a infancia sonidos como el de Farid al Atrash

De él dice la sinco(Wiki)pedia que es uno de los 4 grandes. Esos nombres que atraviesan toda la arabia que es el país en el que se habla esa magnífica lengua que nunca seré capaz de aprender ni siquiera a leer y que permite (es otra ensoñación) que no te sientas extranjero desde Marruecos hasta Iran, (ya sé, ya sé que no es así, déjenme ensoñar) Farid es Sirio pero todos ellos, al parecer, triunfaron gracias a la gran época del cine egipcio, quien lo ha visto y quien lo ve. 

Otra de los cuatro grandes fue Umm Kalzum. Esta sí era egipcia, pero yo he oído (leído) su nombre en los subtítulos de películas libanesas y hasta turcas.


Siguiendo con la enumeración y por seguir introduciendo a los cuatro grandes mencionados, seguiría Mohammad Abdel Wahab del cual se dice que ha compuesto los himnos de Libia, Túnez y los Emiratos Árabes. A mí me recuerda a Tony Leblanc, de aspecto. Aunque tampoco me cuesta imaginarlo imitándo a Wahab

Todos han triunfado en el cine también como actores. Supongo que de ahí su fama panarábica. Y todos cantan en árabe (o eso creo), supongo que de ahí su falta de fama occidental (aparte que occidente, entretenida en su propio ombligo nunca ha tenido tiempo para nada) 
Me falta el cuarto, que es  Abdel Halim Hafez, el cual, sorprendentemente, teniendo la cara más accidentada y con aspecto más macho, a mi juicio y por la foto de la wiki, es considerado, dice allí, un tipo muy sensible y tierno que contrasta con la estereotipada virilidad y rudeza del árabe.



El imperio (americano) nos tiene muy mal acostumbrados. Somos incapaces de escuchar música en otro idioma que no sea el inglés o el propio, y nos justificamos porque "no entendemos lo que dicen" como si entendiéramos lo que cantan en las canciones en inglés que tanto amamos. Lo cierto es que nos acostumbramos a un sonido que nos meten en la cabeza a fuerza de repeticiones y al final nos olvidamos de todas la alternativas que tenemos para ejercer nuestra libertad y nos limitamos a las cuatro cosas que nos ofrecen a escoger. 

Lo que más me sorprende de todos estos vídeos es lo que ha cambiado el mundo desde allá hasta hoy.  Esos países como Egipto, Síria, la misma Turquía, que no sale por aquí, parecían entonces tan abiertos, tan "occidentalizados" que es como nosotros creemos que es estar bien, y ahora se han vuelto tan... ¿cómo? ¿independientes?, ¿reclamando su propia identidad?... no, digo represivos, digo que para proteger los valores propio lo que hay que hacer no es reprimir todo lo que les oponga, sino compartir y difundir con orgullo esos valores, como se hacía en esos tiempos...  bah, tonterías, ensoñaciones, ya digo.
 



jueves, 1 de abril de 2021

Cine contado. Peeper

 Peeper (Peter Hyams, 1975)

Es gracioso el comienzo. Un tipo con pinta de detective (gabardina, sombrero Stetson), avanza hacia nosotros por un sórdido callejón, se apoya en un bajante de aguas, se enciende un cigarrillo raspando el fósforo en la tubería y nos cuenta, con voz rasposa, el reparto de la película. 


Tucker, detective. Está en bancarrota. Por más que teclea en la calculadora no consigue salir de los números negativos. Lleva toda la tarde haciendo números y no le sale ni uno bien. Son más de la doce y está en la oficina. 

Oye ruidos fuera. Alguien pasa corriendo. Sale a echar un vistazo. Cuando regresa a la oficina, otro alguien se le ha colado dentro. Es Anglisch. Quiere que encuentre a su hija, Annya. La dejó hace veinte años en un orfanato. Pero la sacaron de allí dos años después. Él no ha podido regresar antes. Ahora tiene dinero y quiere dejarle una buena herencia a la chica. Pero antes tiene que encontrarla. En el orfanato había un tal Jasper que tiene que saber algo. También hay unas fotos. En una de ellas sale un tal Prendergast.

Tucker empieza por las fotos. Identifica una casa de Beverly Hills. Se mete por la casa para adentro sin que a nadie parezca preocuparle demasiado qué hace un extraño por allí. Habla con un tipo, Frank, que dice que es el cuñado del de la foto. Con una chica, Mianne, con un perro ferocísimo (Anglisch dice que a su hijita le gustaban mucho los perros), y que tiene una hermana a la que le quedan muy bien las batas desabrochadas. Ella es Ellen. Consigue hablar con la madre pero solo saca de ella un escupitajo en una de las fotos y un poco de mermelada en la otra. Nada que aclare el asunto. Pero al menos obtiene una cita con Ellen en un local al que ella acude habitualmente. Lo único raro es lo habituados que están en esa casa a ver extraños paseándose y haciendo preguntas por allí. 

Anglisch ha tenido problemas. Hay unos tipos de Tampa, Florida, que andan detrás de él. Lo llama al despacho para que lo auxilie. Cuando llega al lugar el golpe en la cabeza no parece grave. Previendo otros encuentros, le ha enviado un paquete por correo, no sea que le ocurra algo. Pero aún no ha ido a ver a Jasper, tendrá que hacerlo Tucker. Y allá que va. Justo coincide con Ellen que va al mismo piso. Jasper no parece estar, pero está aunque de una manera algo ausente. Y boca abajo. Colgando de los pies. Extraña forma de descansar. Entonces aparecen dos tipos. Quieren saber dónde está Anglisch. Después de algunos mamporros y algunos tiros consiguen llevarse a la chica. Persecución. Se acaban metiendo en un local. Hay un humorista contando chistes en el escenario. Después saldrá una señora a desnudarse. Pero los tipos consiguen escabullirse, aunque dejan a la chica. Tucker manda a la chica a casa y vuelve a la oficina.

Por lo visto aquí nadie respeta la propiedad privada. Hay un tipo dentro hurgando con una linterna. Menciona a Jasper. Un tal Paté. No se sabe muy bien qué lo relaciona con Anglisch y los Prendergast. Mientras están tratando de esclarecerlo recibe una llamada de Anglisch. Ya ha encontrado a la chica. Ya le enviará el cheque. También le pregunta por el paquete, pero todavía no hay paquete. 

Tucker va a la cita con Ellen, pero ella no se presenta. A las tres horas llega Mianne. La del perro fiero. Ella le aclara toda la historia. La madre tuvo un pasado dudoso. Por la dudas, supongo, tuvo gemelas y las mandó a un orfanato. Pero el señor Prendergast, un hombre recto, quiso rescatarlas y criarlas en su casa, así que envió a su hermano Frank a buscarlas. Pero no les quedaban gemelas. Solo una, Ellen. Para completar el par se llevó a otra, la hija de Anglisch, Mianne, que resultó ser Annya. Ahora Frank quiere hacerle chantaje a la chica contándole a la madre el fake. La chica está preocupada y quiere que Tucker asuste un poquito a Frank para que no perturbe a la ya bastante perturbada madre. 

Hay algo raro, Tucker desconfía. Anglisch, por teléfono, le había dicho que ya había encontrado a la chica. Pero esta Mianne-Annya no parecía haber encontrado a Anglisch, o tal vez olvidó mencionarlo. Vuelve a la oficina preguntándose dónde demonios andará Ellen y dónde demonios andará Anglisch. Pues bien, la respuesta a la segunda pregunta se la encuentra tumbada en su cama plegable y con un cartelito al cuello que dice, Cerrado. Justo en ese momento llega el paquete. Y, detrás, Ellen. 

Mientras están hablando, ella le cuenta la misma historia que le contó Mianne, pero sospechosamente le presta mucha atención al paquete recién recibido, alguien hace un llama cuelga. Son los malos que están abajo. Hay que largarse y eso hacen. Mutis de los dos actores y el paquete. 

Persecución por los sótanos. Consiguen perder a los malos escondidos en un estrecho cuarto de herramientas. La proximidad crea confianza. Pero cuando van a salir ella le atiza con una tubería y trata de huir con el paquete. No lo consigue. El se queda en el suelo y aprovecha para echar un vistazo a lo que hay envuelto. Es una maleta llena de dinero.

Bueno. Pues Tucker vuelve a la casa de los Prendergast. Está vacía. Se pone a curiosear por ahí y oye un ruido. Sorprende a Paté rebuscando entre los papeles. Este le confiesa que es el abogado de Frank. Que Frank se ha largado con las chicas y la madre a Brasil o por ahí. Ellos han pillado todo el dinero de la madre y piensan largarse. Pero nada de lo que dice parece fiable. Y qué demonios anda hurgando por todas partes, ¿qué busca? Tucker lo arrastra consigo fuera de la casa. Pero hay un coche negro esperándolos. Persecución. Paté escapa. Los malos quedan atrás. Tucker consigue llegar al muelle.

Se mete en el barco. Allí encuentra a Paté. Con Paté no hay nunca ningún resultado. Es un tipo escurridizo en todos los sentidos. Vuelve a escapársele. Pero da con el camarote donde está Frank y Ellen. Allí tienen narcotizada a Mianne. De la madre nada se sabe. Cuando vamos a saber de qué va todo esto se oye un rasguño en la puerta. Es Paté, que cuando ve a Tucker sale corriendo. Tucker va detrás de él, siempre sin soltar la maleta (No lo he dicho, pero desde que descubrió lo que era, Frank no ha soltado la maleta. Un camarero del barco se la arrebató una vez, y la fue a poner justo encima de veinte maletas exactamente iguales a la suya. Tucker quiso recuperarla pero la mujer se lo impidió, es mi maleta, dijo. Llega un oficial que obliga a la mujer a abrir la maleta. En efecto, es la suya. Tucker pilla otra. Queda la duda de si será la correcta)

Detrás de Tucker corren Frank y Ellen. (Estos dos están definitivamente conchabados como explicó Paté)

Al final todos se encuentran en el comedor. Resulta que la señora Prendergast también está allí, con Paté. Ella y Paté aclaran a Frank y Ellen que sabían perfectamente todos los tejemanejes que se traían entre manos con su dinero y que, naturalmente, han tomado contramedidas. Tucker cuenta a la señora Prendergast lo de Anglisch y Mianne y decide entregarle el dinero para que ella se lo haga llegar a la chica. Pero cuando va a darle la maleta resulta que ya Ellen ha salido corriendo con ella. "Odio este trabajo", murmura Tucker, y sale en su persecución. 

Por el camino encuentran a los malos. Pelean. Caen del barco, en un bote, Tucker y uno de los malos. Del otro no se sabe nada. Ellen casi se lleva el maletín, pero Tucker consigue volver al barco. Escena final. Beso. La chica es mala, pero está buena. El dinero irá a su destino, Mianne, pero Tucker se queda con la mala.