lunes, 16 de julio de 2018

Lapso de tiempo

En la película Lapso de tiempo (Bradley King, 2014) unos chicos se encontraban una máquina de hacer fotos que tenía la peculiaridad de que tomaba instantáneas del futuro. Cada día a las ocho expulsaba una foto que estaba 24 horas adelantada en el tiempo. Cuando los chicos lo descubrían, la utilizaban para pasarse mensajes al pasado y sacar algún provecho. Uno de ellos era jugador y se enviaba información sobre los ganadores de modo que su yo del día anterior apostaría a ganador seguro.
Hay un punto en el que se presenta una discontinuidad en esto de los viajes en el tiempo. Cuando el tío encuentra la máquina y mira la foto del día siguiente, en ese momento comprende el asunto, y a partir de entonces ya sabe que puede enviarse mensajes desde el futuro. Por lo tanto al día siguiente justo a las ocho va y pone un cartelito en la ventana «¡eh, apuesta veinte al rocinante, que va a ganar» y ese mensaje debería ser el que él estuvo mirando en la foto ayer. Pero él no recuerda que fuera eso lo que vio en la foto, cuando aún desconocía su significado, y por lo tanto se rompe la continuidad.  A partir del hallazgo él ya sabe cual es el funcionamiento de la máquina y por lo tanto al día siguiente piensa poner otro mensaje, así que en la foto de esta noche aparecerá ese mensaje que él va a colgar mañana en la ventana. ¿Y si no lo cuelga, y si cambia de idea y pone otro? ¿Cuál de los dos mensajes recibirá?
Ellos lo hacían al revés. Miraban la foto y se decían, mañana tengo que hacer exactamente esto, con lo cual la foto les estaba dictando cómo se iban a comportar el día siguiente. Tenían una especie de superstición, a raíz de haber encontrado al científico, muerto de una extraña manera, acerca de que si no reproducían exactamente lo que la fotografía mostraba ellos acabarían como él, y se exigían mantener la continuidad lógica que mostraba la ilógica fotografía.
¿Pero qué pasaría si no lo hicieran? Que tendrían una fotografía que mostraba un futuro en donde esa información es válida, pero no tienen ninguna manera de asegurar que el futuro al que ellos accederán sea ese, exactamente como en el futuro normal, porque existirían tantos futuros alternativos como posibilidades. Ellos estarían recibiendo información de uno de los posibles futuros alternativos que no sería, o lo sería con una probabilidad cualquiera, el futuro al que ellos accederían al día siguiente, y por lo tanto esa información les serviría o no, tanto como una información aleatoria. Y cuando digo «al que ellos accederían» en realidad pienso en la película, que solo puede mostrarnos un futuro, pero ellos accederían a todos los futuros, para unos ellos esa información recibida del futuro sería válida y para otros no, porque tendría que haber coincidencia entre el futuro al que acceden y el futuro del que proviene la información.

Estas películas de viajes en el tiempo te acaban haciendo concebir que somos una sucesión de instantes apenas enlazados por nuestra memoria. Y que ese segmento se acaba en el instante presente, a partir del cual se despliega una pradera infinta sin un camino claro que tomar; aunque, bueno, tal vez no tan imprevisible. Nuestro pasado condiciona, y mucho, hacia dónde nos proyectamos en el futuro. Quiero decir que toda esa infinitud potencial que se despliega ante nosotros en realidad podemos catalogarla usando probabilidades y al final encontraríamos que apenas habrán una o dos opciones con probabilidades realmente relevantes de ser escogidas. Por ejemplo que me vaya a levantar y saltar por la ventana tiene una probabilidad bajísima –aunque ahora que la menciono y la he vuelto consciente posibilidad real, acaba de subir de categoría frente a antes que ni se me había pasado por la imaginación tal tontería–.  Pero en realidad muy bien podría suceder que toda la infinidad de posibilidades de decisión que yo haya podido tomar hasta que he llegado aquí, las haya tomado en realidad y existan infinidad de realidades en donde todos mis posibles yoes se están desarrollando al mismo tiempo. Hay por ahí un yo que es el yo más perfecto que yo pueda concebir acerca de mí mismo, porque ha seguido el camino de las decisiones más acertadas en cada momento. Y también hay por ahí un yo tan absolutamente deplorable que su posibilidad ha sido relegada a las fronteras más oscuras de mi conciencia de ser, pero aún dentro de lo concebible. Todos estamos en marcha simultáneamente, y yo solo soy consciente de este que soy en este instante y del cual mañana habrá una infinidad, o algo menos, que comparten mi mismo pasado, pero que cada uno de ellos habrá dado en algún momento u otro un paso alternativo al que otro dio. Y todo eso partiría del instante mismo en que fui concebido. ¡Plop!

No es que deplore esta vida circunstancial de la que me ha tocado ser consciente, pero sería ...¿sería?... maravilloso –en el sentido de extraordinariamente interesante y satisfactorio, porque maravilloso en el sentido de fantasioso, sí que lo es– poder trasladarte a otras vidas, a este preciso instante presente de algunas de mis otras vidas alternativas a ver qué tal me ha ido. Dicen, los que lo dicen, que todo ser humano tiene varias vidas en el sentido de que a lo largo de su existencia hay una serie de puntos de inflexión en donde su trayectoria vital cambia de rumbo con suficiente brusquedad como para llamarla nueva, –nueva etapa, nuevo periodo, nueva fase–. Yo siempre he tenido la impresión de haber vivido una sola vida, que los cambios o puntos de inflexión aludidos que se puedan haber producido en la mía son de una curvatura tan leve que no me han parecido realmente un cambio de dirección. Si uno mira desde arriba, por supuesto que percibe que algunas curvas han habido: una infancia bastante despreocupada, algo fantasiosa, que echo mucho de menos –sobre todo en lo que respecta al ámbito de las sensaciones y emociones, más que al de las actividades físicas concretas– una juventud bastante más alocada que esta serena adultez que ahora acometo, etc., pero me atosiga la insatisfactoria impresión de que todo lo que me ha ocurrido ha tenido una continuidad muy poco dramática, al estilo de «Cruz no consiente que se mate ansí a un valiente» que contemplo como referente de punto de inflexión por excelencia.
Más que una máquina del tiempo lo que sería interesante es esa máquina que me permitiera fluir por los diferentes yoes circunstanciales que somos mi vida. Toda una infinidad de posibilidades, tal vez muy parecidas unas a otras –¡qué horror solo concebirlo!, ¿y si descubriera que todas mis posibles vidas alternativas se parecen salvo en los minúsculos detalles sobre con qué pluma decidí escribir un texto concreto o si me puse hoy los pantalones blancos o los azules?–, tal vez algunas terriblemente diferentes de lo que soy ahora, en un sentido –yo muriendo ahogado en mi propio vómito de borracho en una esquina oliendo a meado y rodeado de ratas en un oscuro puerto del Bósforo– o en otro –yo como uno de los novelistas más prominentes del país, promesa segura del próximo Premio Nobel de literatura–.
Trasladar tu conciencia de una a otra de esas vidas, lo que significaría ser consciente de todas las demás, al menos de aquellas por las que ya has pasado, es decir, elevarte a un nivel de conciencia por encima de ellas en el cual dispones que una conciencia que es consciente de esas otras consciencias circunstanciales. Pero ya sería otra especie de viaje en el tiempo que invade otros ámbitos para-científicos, aunque con lo de las nueve o diez dimensiones esas que dicen que tienen que existir para que las fórmulas de la teoría de cuerdas sean válidas se nos han puesto los ojitos como chirivitas de alegría a los que cojeamos con cierta deriva esotérica.
En fin, la película acaba como todas las americanadas, con muertos por todas partes, resultado de la mezquindad y estrechez de miras (dinero y sexo casi siempre) con que los guionistas conciben al género humano, probablemente a su imagen y semejanza.

1 comentario: