miércoles, 26 de septiembre de 2018

Dárshan



Muchas veces -tan pocas veces- nos sucede que no sabemos reaccionar ante la belleza (define belleza diría Cat, un personaje de la película de Wim Wenders El final de la violencia), cualquier forma de belleza, que es cuando el disfrute de la percepción de un fenómeno externo nos desborda hasta el punto de padecer por no poder acaparar más de ese goce y por la certeza de que se extinguirá de un momento a otro.
Entonces tenemos que hacer algo: gritar, masturbarnos, llorar, o todo a la vez (qué visión más patética) y sentirnos profundamente insatisfechos. Y es cuando nos damos cuenta de lo desoladoramente limitados que somos o estamos (más bien los segundo que lo primero, pues comprender esa belleza no hace sentirnos limitados en nuestro cuerpo)

Entre los hindúes hay una actividad que practican los discípulos con sus maestros. Es la, llamémosla, contemplación (Dárshan), que consiste en que el maestro está ahí y los discípulos lo miran. Lo miran arrobados, extasiados, en silencio, y el maestro les mira, les sonríe, a veces les dirige la palabra, o les toca, si es que se pasea entre ellos o hace un gesto para que algún afortunado se acerque.

Y ya está. No se trata de que les exponga unas enseñanzas o de que realice unas ceremonias, eso queda para otros momentos que también los hay. Ahora, durante el Dárshan, él está ahí, se pasea o no entre ellos, les habla o no, y ellos le miran como enamorados -otra de las formas de la belleza.

Ellos creen que esta simple contemplación les transmite energía; les carga de esa energía que les empuja a persistir en el camino hacia la trascendencia, la purificación, la refinación del alma hasta conseguir atravesar esa apariencia que es la realidad e ingresar en la auténtica realidad que subyace detrás. O algo así.

Será verdad o no. Nosotros, aquí en Occidente, transcurrido un instante de éxtasis e impotencia, nos secamos las lágrimas, no lavamos las manos, pedimos disculpas por el leve descontrol al que nos hemos dejado arrastrar, y a otra cosa, mariposa.

3 comentarios:

  1. Antes pasaba mucho tiempo mirando animales. Ellos estaban ahí, siendo animales, pero yo como que poco a poco comenzaba a verlos de otra forma más monstruosa y terminaba siempre con algo de pena. No hay tanta profundidad en Occidente. Nos asustamos muy fácilmente.

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  2. Puro existencialismo. Como el tío ese de _La Nausea_ que va a lanzar una piedra y de pronto se da cuenta de que la jodía piedra tiene tanta existencia como él. Se pone uno a mirar los animales y acaba poniendo en cuestión la superioridad moral e intelectual de la Raza Humana, llegando a descreer que seamos el ápice de la evolución hacia una forma de vida trascendental al final de la cual estará el mismísimo Dios esperando impaciente, a ver cuándo llegan estos, que por qué se demoran tanto si se los di todo hecho...

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  3. A mí mirar animales me da paz. Casi siempre aves, gallinas, mirlos, gorriones, palomas y urracas mayormente, que son los pájaros que tiene uno a mano. En lo suyo, picoteando aquí y allá. No creo que tenga nada que ver con la cosa oriental de mirar al maestro. Pero bueno, me da paz (no energía), que ya está bien.

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