domingo, 22 de agosto de 2021

El mito del eterno retorno

 Según dice Mircea Eliade en El Mito del Eterno Retorno, las ceremonias, las tradiciones, son actos repetitivos que imitan a los actos primigenios realizados por los dioses al comienzo de los tiempos.  Esta repetición no es considerada en sí una imitación sino una verdadera repetición del acto, es decir, que mientras se está realizando se vuelve al comienzo, al mismo momento en que los dioses realizaban aquel acto. Con esto se anula el transcurso del tiempo puesto que se repite incesantemente. Se anula más bien la idea de historia, es decir, de sucesión de actos irrepetibles que se pierden una vez realizados y que nos hace tomar conciencia del transcurso del tiempo y por lo tanto de la aproximación al fin.

Esto explica por qué me siento más cómodo durante el curso, durante mis jornadas laborales con mis días iguales unos a los otros, mis semanas iguales unas a las otras, y cuando llegan las vacaciones esté todo el tiempo con una vaga inquietud, notando cómo se va perdiendo atrás cada segundo porque no hay dos días iguales (unos no hago unas cosas, otros no hago otras, pero nunca pienso por adelantado qué es lo que voy a dejar de no hacer cada día; se aplica verdaderamente esa máxima que me extraña que venga en la Biblia: dejemos que cada día tenga su propio afán). 

Dice también que solo la repetición confiere realidad a las cosas, a los sucesos. Esto está luego corroborado por Hegel, según parece, vaya usted a saber, que quería tratar de explicar en qué consistía la historia. Eliade dice que la historia es esa sucesión de ocurrencias imprevisibles, irrepetibles –por lo tanto, para fijarlas, para darles una cierta eternidad, hemos terminado por inventar la escritura, para poder, al menos, de palabra, repetir  lo que sucedió y que así no se pierda irremisiblemente, de nuevo, haciéndonos plenamente conscientes del transcurso del tiempo –que componen nuestros días cuando no actuamos bajo un patrón previsto sino que vivimos a lo loco respondiendo a los estímulos que nos van acosando a cada instante. Por eso de vez en cuando necesitamos pararnos y hacer algo previsto, una ceremonia, en la que controlemos exactamente qué es lo que vamos a hacer. De ahí las bodas, los bautizos, las fiestas repartidas a lo largo del año en las que ponemos tantas esperanzas, aparentemente porque libramos un día del abuso del trabajo, pero en realidad porque es un día previsible de caos, de interrupción, de fiesta (orgía) que precede a la nueva creación del mundo.

La mentalidad arcaica no tiene historia, tiene mito. Como yo, que apenas recuerdo por fechas o por números o por referencias, lo que sucedió. A partir de un año atrás todo ocurrió en un tiempo mítico,  in illo tempore, que repite Eliade, un tiempo en el que todavía habitaban los dioses; y por eso todo lo que recuerdo despierta esa nostalgia de paraíso perdido, incluso si el recuerdo, mejor razonado, hace sospechar que en el momento, aquello que nos estaba pasando no nos estaba gustando nada. Los sucesos se van acumulando intemporalmente en el mismo saco y cuando se forman patrones que vagamente despiertan el eco de algún suceso inaugurado por los dioses en aquel paraíso, se crea un nuevo mito: ejemplo, vas andando por tu casa despistadamente pensando en qué demonios es lo que querías hacer ahora, que se te ha olvidado, cuando ves una cucaracha en la puerta de la cocina. Plaf, zapatazo, y sigues para adelante. Pero eso queda; y tres días después estás contándole a los colegas cómo aniquilaste a aquel monstruo que te atacó sin sentido y sin provocación alguna y que una vez que acabaste con él, con el caos primigenio, de sus partes derrotadas y separadas construiste una vez más el mundo: las alas formaron el cielo, las patas sostuvieron la tierra, las antenas… pues con esas montamos los rayos cósmicos y con el líquido baboso que sale del cuerpo, el mar original, el cuerpo aplastado el mundo,  etc. Tus amigos no se lo creen, por supuesto, porque son muy escépticos y piensan que estás haciendo toda una cosmogonía de haber simplemente aplastado una cucaracha, pero ellos no saben que yo he purificado mi espíritu de los pecados de la transitoriedad porque he recomenzado de nuevo con el mundo nuevamente creado, mientras que ellos, en el mundo viejo y acabado siguen en el carro de la temporalidad que se dirige cada vez más rápido hacia el caos que precederá, quién sabe cuánto tiempo después, a una nueva creación que yo ya había previsto. 


jueves, 12 de agosto de 2021

Un día en la playa, un percance, una buena lectura, muchas que no llegan

 ¿Por qué suceden las cosas en el orden en que suceden? ¿Por qué pasa tanto tiempo sin que me ocurra nada relevante y de pronto se presentan las ocurrencias –generalmente malas, que son a las que uno le presta esta clase de atención; las buenas, simplemente las disfruta– seguidas unas detrás de otras? ¿Será esto verdad o es simplemente que cuando a uno le pasan cosas malas ya todo lo que le sobreviene lo interpreta con tintes fúnebres atándolo todo en la misma hebra, hasta que no da con una solución de continuidad–una idea que desactiva la cadena o simplemente que se olvida uno después de un tiempo en que nada llama tu atención? 

Tengo la teoría de que hay temporadas en que de algún modo estoy magnetizado negativamente. Me afecta sobre todo en mi relación con las máquinas. Después de trabajar con ellas sin percances, me ocurre que en la misma semana o el mismo día, me falla el computador, se me descompone el móvil y las máquinas expendedoras se tragan las monedas sin devolverme el producto señalado. Después, al día siguiente o al otro, el ordenador vuelve a arrancar sin percances, reseteo el móvil y recupera toda su vitalidad y la máquina expendedora me devuelve dos por uno. 

Estos días ando algo desinquieto porque no pillo un libro con el que me sienta cómodo, voy dejando a medias uno tras otro: el amante lesbiano, de Sampedro, el cónsul, de Lucién Bodard, tierras de occidente, de Burroughs, viaje por marruecos, de Alí Bey, la ciudad de la alegría, de Dominique Lapierre... etc, porque hay más. Todos a medias porque no consiguen arrancarme el espíritu y meterlo dentro de su historia. Me quedo de este lado, esforzándome por avanzar una página tras otra, tratando de eludir la idea de pararme y preguntarme ¿qué necesidad tengo yo de subir esta cuesta? Esto lo considero un signo de mal agüero. El único que me trae un poco de consuelo es Juan Tallón con su mientras haya bares, artículos muy reconfortantes sobre nada en particular, pero que exhiben una vitalidad y una actitud desenfadada y despreocupada que dan mucha envidia. El problema es que solo lo leo cuando voy a la playa, porque yo soy muy militar en esto, las ordenanzas colocan a cada libro a su hora del día y en su lugar, y el libro de Tallón, aunque es prestado, como tengo a bien consignar en la hoja de guarda, desde el 2017 y ya va siendo hora de que devuelva, tiene su lugar en la apenas hora y media que me paso algunas mañanas en la playa. Voy poco a la playa, es verdad, aún tengo el marca páginas por la mitad poco más del libro, pero entre esas sensaciones placenteras que le sobrevienen a uno cuando está en otra cosa, como en medio de una clase, o haciendo cola para entrar al médico, caminando de prisa para llegar a tiempo a un lugar al que no nos importaría que bombardeasen, está esa sensación de lectura medio adormilada tirado en la arena como si no hubiera ninguna obligación ni ninguna preocupación en el mundo, después de haberse dado uno un baño a primero hora sin nadie más en la playa, y con el agua aún fría de la noche, que parece que está uno estrenando el mar.

Pues en esa actitud de éxtasis optimista y relajado, regresamos al coche cuando el sol empezó a picar y me encuentro con que han saboteado mi preciado vehículo. Le han birlado una pieza, poco importante para su funcionamiento general, pero cuya falta da una apariencia de fea herida. Naturalmente me irritó, pero con una irritación, por lo menos al principio, apagada, y lo único que acierto a pensar/decir a mi cónyuga es ¡oosh, qué contrariedad! Vámonos de aquí. Porque en esos momentos tras una agresión, supongo que de cualquier tipo, lo primero que sientes es vergüenza y lo siguiente repulsión por el lugar y las circunstancias en que han ocurrido. Después he conseguido no pensar en el asunto demasiado, aunque no puedo evitar, por momentos, el temor de ser el centro de una conjura siniestra de ladrones de piezas de coche que han pillado el mío por banda y hasta que no lo dejen pelado como los huesos de un pollo asado no se van a sentir satisfechos.  Así que ya hoy no fui a la playa.  Y no pude leer a Tallón para consolarme. La excusa en realidad es otra, más consistente, pero la sensación de alivio por no tener que volver a aparcar el coche en el lugar donde fue ultrajado, es evidente. 

Supongo que estoy sacando las cosas de quicio al comparar la insatisfacción de no encontrar un libro que me colme el ansia lectora con este suceso que me ocurre precisamente después de un rato de lectura gozosa, pero ya se sabe que el azar a veces se manifiesta con una coherencia sospechosa que hace pensar que esa secuencia de localizaciones de la flecha en momentos consecutivos tengan una relación de causa y efecto unas de otras. Absurdo para una mente racional, pero completamente evidente para una mente fantasiosa como la que solemos tener los que perdemos infaustas cantidades de tiempo en esta actividad inútil de desencriptar grafogramas, vulgo leer.  

Releyendo lo que he escrito y sin saber cómo concluirlo, me resulta, sin embargo, evidente, que somos, tal vez solo soy,  mentes emocionales que buscamos alimentarnos de emociones –por supuesto, positivas, gozosas, y no amenazadoras, tengo tan poco espíritu guerrero como un oso perezoso– y que cuando nos falta ese alimento nos sentimos inquietos y amenazados, incómodos e insatisfechos y cualquier suceso por banal que sea –y que te roben una pieza estúpida del coche es una cosa banal, que te roben el coche entero es una cosa banal, que te caiga un piano en la cabeza o te descubran un cáncer terminal en la oreja es una cosa banal, la vida es una cosa banal– nos pilla con los nervios afilados como mis gatos cada vez que pasa el Poncho por su lado, a pesar de que Poncho es más bueno que un perro de porcelana.

Este artículo no es más que un intento poco convincente de imitar el estilo jubiloso y despreocupado de Tallón al mismo tiempo que es una especie de conjuro contra las malas sensaciones que me ha dejado el asunto del latrocinio banal. La escritura tiene como otro de sus grandes beneficios el reinterpretar la realidad, distanciándola, mostrándola como de manera objetiva, explicándola de modo que uno mismo al hacerlo trate de ubicarse en la perspectiva de los otros es decir de la de uno mismo si el suceso fuera ajeno, lo que desactiva en gran parte el veneno que este tipo de picaduras te inficiona que, sin llegar a ser mortal, ciertamente te puede dejar cojeando para unas cuantas semanas si no lo tratas bien. Escupido el veneno, un poquito de betadine, esparadrapo y fin.

miércoles, 4 de agosto de 2021

Hablando del tiempo

 Siempre digo, “perder el tiempo es una de mis actividades favoritas”. Es mentira, a nadie le gusta perder el tiempo, porque el tiempo gasta, aunque él mismo no se desgaste, como el viento. Y uno se siente que cada segundo pierde algo. Y más lo sientes cuanto más atento estás, es decir, cuando no estás haciendo nada, perdiendo el tiempo. 

No me obsesiono con eso, me gusta perder el tiempo cuando no se me ocurre otra cosa mejor que hacer o cuando no me decido a hacer otra cosa de tantas que me gustaría hacer y terminar. Pero son tantas y tantas que me gustaría empezar hasta terminar que no me decido a empezar ninguna por miedo a dejarla a medias. Son tantas y tantas ya las que he dejado a medias por empezar otras nuevas, que me da miedo iniciar una nueva porque dejo a medias otras tantas que no he terminado. 

En momentos  como ese echa uno de menos los milagrillos que nos relatan cuentos como el de Borges, no sé si recuerdan, aquel del señor que va a ser fusilado y pide a su dios un aplazamiento para terminar una obra, y su dios, un poco demoníaco, me parece, se lo concede, congelándole exactamente ese instante, dejando en el aire la bala que está a punto de entrar en su corazón, durante todo el tiempo que necesita para terminar la obra. Eso sí, va a tener que esforzarse mucho porque lo tendrá que hacer todo de memoria mientras está allí, congelado, mirando esa bala, inmovilizado en el gesto de terror de saber su final inminente. 

Más benévolo fue el dios o hado que la tomó con aquel personaje de El día de la marmota que lo dejó congelado en todo un día. Un único día repetido mil veces, tantas que le da tiempo de aprenderse cada detalle de lo que va a suceder a lo largo de ese día. Modificarlo incluso, adelantarse o hacer que suceda poco después. Da lo mismo, al día siguiente todo se va a repetir exactamente igual que el primer y único día que se repite indefinidamente, cambiando cada día en la medida en que el personaje puede cambiarlo, pero sin que afecte, salvo en lo que a sí mismo respecta, al día siguiente y los que vendrán. Este personaje, al principio desconcertado, luego aprovecha el tiempo: aprende a tocar el piano, dando siempre una primera lección con la profesora; creo que también aprende idiomas, igualmente con un profesor que cada día se sorprende de lo que sabe este nuevo alumno que empieza hoy. No me acuerdo cuál era la lección que tenía que aprender en la película, la moraleja, pero muchos hemos envidiado unas vacaciones de la vida exactamente como ahí se describe. A ser posible eligiendo el día, aunque… tal vez no, el mejor día de nuestra vida repetido mil veces acabaría por chafarnos un buen recuerdo. Mejor un día cualquiera, uno de esos destinados al olvido. 

Esto no tiene nada que ver, a mi juicio con la aspiración a la eternidad, el vivir para siempre y todo eso, sino más bien con darse tiempo, con darse un pequeño reposo del transcurrir tan acelerado del tiempo, no sé. 

Lo digo porque enganchando con este pensamiento me vino a la mente un cuento de Mircea Eliade, que creía que coincidía con el de Borges en lo de detener el tiempo, pero luego, tratando de recordar mejor no iba por ahí. El personaje, un anciano a punto de morir, recibía un rayazo en plena cocorota, que en lugar de matarlo empezaba a rejuvenecerlo, algo de eso creo recordar. Lo mezclo con otra historia acerca de un hombre que estudiaba los orígenes del lenguaje y venía a dar con un segundo personaje que sufría una especie de mutación que lo retrotraía hacia los orígenes de la especie o algo así.  Pero aprovechando esta confusión me sobrevino el relato corto de Alejo Carpentier en el que el personaje en lugar de cumplir años descumple años y don Alejo relata minuciosamente ese proceso de retroceder o progreso reversivo de una vida. Lo mismo les pasa, pero ya sin tanto detalle, a los personajes de Cuatro Corazones con Freno y Marcha Atrás, de Jardiel Poncela que es lo mismo que le ocurre al de la película Benjamin Button, protagonizada por Brad Pitt, pero con menos gracia, porque Jardiel es Jardiel. Y eso me lleva, porque estaba buscando dónde había hablado de Eliade y no lo encontré, a la película El infinito (2017) de Justin Benson y Aaron Moorhea. En esta película ocurre lo mismo que en la de la marmota solo que aquí es una fuerza extraterrestre caprichosa la que encierra a diferentes grupos de personas en bucles de tiempo de diferente amplitud que se repite infinitamente, algunos tienen suerte y ese bucle tiene una amplitud suficiente como para hacer cosas distintas y darles la sensación de que tienen cierto control, pero hay uno en particular que es pillado justo en el momento de suicidarse y la amplitud de bucle es apenas ese gesto que el hombre repite y repite sin poder descansar un momento. Lo terrible es que lo que no se reinicia es su conciencia así que el hombre asiste al horror de su propia muerte infinitas veces.  No sé si este u otro de los personajes decía que lo peor que llevaba era no poder soñar, porque el bucle le impedía dormir. 

Dormir es precisamente otra de las cosas que más me gusta hacer en el mundo y precisamente porque sueño mucho y llego a atisbar una pizca de lo que sueño cuando despierto y solo con eso ya me gustaría encontrar la manera de que uno de esos bucles me pillara precisamente dentro de uno de esos mundos oníricos que soy capaz de crear en el interior de mi mente. (no es un deseo, tú, deidad maliciosa, que estás tentada de satisfacerme, es solo por completar la frase). Pero esto ya sería otra historia.