jueves, 5 de julio de 2018

Chinches

Cuando venía en el coche esta mañana, mientras conducía y escuchaba a los Beatles, de los cuales he encontrado por casa un CD con un montón de discos que abarcan desde 1965 hasta los setenta, – ahora, mirándolo en la wikipedia (por cierto, ¿en qué habrá quedado la votación en el parlamento europeo, que se realizaba precisamente hoy, acerca de las nuevas resticciones que pretendían imponerle a internet en aras de salvaguardar el sacrosanto derecho a la propiedad de todos los ciudadanos?) me doy cuenta de que no están ordenados, ya he escuchado Abbey Road, que es del 69, seguido de Let it be, del 70, para luego saltar a Revolver, del 66 y ya veremos cómo sigue, que aunque no es la primera vez que lo escucho de cabo a rabo, no me aprendo el contenido ni a tiros – noté un cosquilleo en el dorso del antebrazo. El causante era un bichito minúsculo que avanzaba aprovechando la escasez de bello de esa zona, tal vez buscando acomodo en algún pliegue más arriba. Recordé que ayer, de vuelta a casa en el coche después de un par de horitas echadas en el campo, recogiendo hierba y acumulándola en montones con la intención de que se pudra  y vuelva de nuevo a la tierra en forma más o menos acompostada, advertí que en el parabrisas había otro bichito que intenté espantar con el dedo, lo que me fue imposible porque el bichito estaba por la parte de afuera. Me sorprendió que aguantara allí pese al empuje del viento que se forma a la, por otra parte, moderadísima velocidad a la que suelo circular. Como estaba conduciendo, ya digo, y requería la atención para esos menesteres, terminé por olvidar aquel bichito que me volvió a la memoria mientras observaba a este otro que continuaba su avance brazo arriba y ya iba llegando hasta el hueco del codo – sangradura dicen que se llama, probablemente un neologismo debido a que es la zona más cómoda para la extracción de sangre debido tal vez al menor grosor del tejido, lo que me lleva a recordar que estos bichos, que ya pronto identificaré, son hematófagos –  y pensé y deseché casi al instante la idea de que fueran el mismo. Con la otra mano, maniobra imprudente, he de reconocer, pues debo soltar el volante, y desviar la mirada de la carretera,  pillé al invasor, al que ya había reconocido como una chinche, que me trajo a la memoria que en un descanso del trabajo me había tumbado en el suelo, sobre la tierra, a reposar, y probablemente fuese en ese instante el que aprovechó este y tal vez alguno más para saltarme encima, aunque en cuanto llegué a casa me duché y me cambié de ropa, con lo cual no podía ser mi cuerpo ni mi ropa actual el lugar en el que había estado agazapado todo el tiempo antes de aparecer en el brazo; bajé el cristal de la ventana, agradeciendo inconscientemente la existencia de los elevalunas eléctricos, y lo lancé fuera, contraviniendo claramente una normativa de tráfico que impide arrojar objetos desde los vehículos.
El resto del camino me vine rascando porque imaginaba la existencia de toda una plaga, tal vez asaltando la fortaleza de mi cuerpo, que en ese instante no podía defenderse con la celeridad que tal ataque requería, y hasta llegué a proponerme, colmo del ataque de histeria, que un día de estos tendría que volver a limpiar el interior del coche.
En cuanto alcancé mi destino, me metí en el baño y me quité la ropa completamente, revisándola costura a costura en busca del enemigo sin encontrar ningún otro ejemplar. Es ahora, que vuelvo otra vez a mencionarlos y es sentir cosquilleos por todas partes que  me impulsan a levantarme y volver a quitarme los pantalones para verificar si eso que me pica por detrás de la rodilla -corva o hueco poplíteo- es o no es un ser vivo incordiando, pero esto, teniendo en cuenta que mi trabajo, en parte, es cara al público, merecería otra nueva historia si alguien llegara a entrar en ese preciso momento por la puerta y me encontrara con los pantalones bajados explorándome minuciosamente de cintura para abajo.

1 comentario:

  1. La gloria del detalle: el bichito terminó estando en la mente. Fue un ser vivo transformado en hipocondría. Por cierto, soy el Sémola escribiendo desde mi trabajo.

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