martes, 30 de septiembre de 2014

PERSUADE A RIFORFO SER ÉL MISMO LA INQUIETUD DE QUE DESEA HUIR

PERSUADE A FABIO SER ÉL MISMO LA INQUIETUD
DE QUE DESEA HUIR

Si otra patria, otras leyes, otro fuero,
otra edad o fortuna te deseas,
no es porque con razón infeliz seas,
es que hallas en ti mal compañero.

Huye de la borrasca el marinero,
y más que el mar le turban sus ideas:
mudarás de sudor, no de tareas;
de heridas mudarás, mas no de acero.

Si cual ciervo la flecha en la herida
tus pensamientos tiñes de corales,
estafeta es de penas tu huida,

tú y las penas corréis cursos iguales:
a un tiempo huyen muerto y homicida;
huye, Fabio, de ti, no de los males.


Juan Bautista Poggio y Monteverde (Santa Cruz de La Palma 1632-1707)

viernes, 26 de septiembre de 2014

Disposiciones para cumplir después de muerto



Para después de muerto me comprometo a no sentir
el sentimiento sin cuerpo es cosa vana
el espectro o la sombra que seré
vagará ausente como en vida hice
y todo será igual, pero sin pena ni gloria.
Para después de muerto me comprometo a mirar
aunque haya sombras allá donde esté miraré
escrutaré el misterio de la nada
hasta que se ilumine el misterio aún más profundo que habrá detrás;
tengo toda la eternidad para aguardarlo.
Para después de muerto, ay, me comprometo a no olvidar
ni un gramo, ni un centímetro, ni un aire
de cada instante vivido con gozo
han sido tan pocos que caben en la clepsidra sin límites que seré
e irán cayendo grano a grano, gota a gota
y brillarán con minúsculos destellos;
no se agotarán nunca porque allí no hay física que cuente
y los más brillantes estarán llenos de ti.
Para después de muerto me comprometo a no volver
ya antes de muerto estoy bastante escarmentado
todo lo que no pude ser me ha dado la espalda
o no tuve el ánimo de enfrentarme a la sospecha
que secretamente anidó en mi cobardía fundamentándola.
Para después de muerto me comprometo a no esperar
no repetiré, espero, ese error tantas veces cometido
simplemente estaré sin estar y no haré nada
apenas notaré el cambio en la transición.
Y una gran paz, seguramente, y un gran tedio
y... en fin, qué puedo esperar si estaré muerto.

jueves, 25 de septiembre de 2014

lunes, 15 de septiembre de 2014

Crónicas Marcianas o Elogio de la vulgaridad


En una entrevista que leí hace tiempo a David Foster Wallace, el hombre decía que uno de los motivos por los cuales muchos leíamos -me incluyo yo, fuera de cita indirecta- es porque encontrábamos en los libros esa afinidad que no encontrábamos en las personas. No pasa siempre, pero ocasionalmente uno lee frases o párrafos en los que se reconoce completamente, identifica un pensamiento que creía suyo original, y que, hasta el momento, no había escuchado expresar a ningún otro, y entonces tiene lugar ese momento mágico en el que uno cree haberse tropezado con “uno de los nuestros”. Aunque leo mucho, y hay muchas ocasiones en las que me manifiesto de acuerdo con sentencias y expresiones, personaje o situaciones que considero originales, y hasta las anoto para hacerlas mías, con no tanta frecuencia me doy con uno de esos instantes mágicos. Me ha pasado con un libro de Francisco Ramírez Viu, Hojas en la orilla, el texto es el siguiente:
Por eso estoy en guerra -contestó- la guerra es muy fácil y muy difícil de explicar, porque yo también busco algo, como tú. Y también, igual que tú, estoy perdida. En mi camino, cada paso desorientado es un milagro -hizo una pausa y cerró brevemente los ojos-. Avanzo entre cadáveres, yo misma lo soy, a mi alrededor hay tantos muertos que muchas veces no sé si estoy viva. Solo a veces, como ahora, creo que todavía lo estoy”.

Esta idea de avanzar entre cadáveres, de sentirse vivo entre muertos, y aún dudar de eso, es en lo que coincido yo con este texto; al menos me saltó a la memoria un presunto poema que escribí una vez:

a favor de que todo el mundo se muera menos yo
que todo se quede como está, los coches parados o en marcha con un difunto al volante
las neveras repletas
los cines funcionando con miles de cadáveres ciegos mirando la pantalla
las grúas dando vueltas dirigidas por las rígidas manos de un obrero muerto
las televisiones encendidas mostrando los cadáveres de los presentadores corrompiéndose
las universidades hirviendo de cadáveres por los pasillos y en las clases los cadáveres atendiendo por primera vez a las mudas explicaciones del occiso profesor
los trenes interminables que no paran en las estaciones
las estaciones llenas de muertos que ya no esperan ningún tren
los teatros silenciosos donde un público de ojos vacíos observa atónito el espectáculo petrificado de los actores muertos
las calles
las playas con cuerpos muertos desnudos tomando el sol
las oficinas estatales donde los difuntos ciudadanos esperaran infinitamente a que el funcionario también difunto les resuelva un complicado papeleo
y yo paseando por todos estos lugares,
yo solo, caminando y riéndome de todos estos muertos menos yo
que no estoy muerto, já.

Es cierto que en mi poema hay elementos discordantes, como eso de que esté a favor de que todo el mundo se muera. Pero mi personaje se pasea entre los cadáveres, que en realidad es una metáfora -sospecho- de lo que la chica dice en el texto de Ramírez Viu. Los cadáveres están todos en sus labores cotidianas, allí les pilla la muerte, y todo continúa como está como si esa cotidianeidad no se hubiera percatado de que todo el mundo está muerto. Como si la cotidianeidad continuara a pesar de que todos están muertos. Creo que la idea del poema es expresar esa sensación de aislamiento que todos sentimos frente a los otros, esa sensación de que somos nosotros los que realmente percibimos las cosas como son y que los demás no. Los demás están muertos porque son incapaces de percibir, de sentir, de comprender como nosotros comprendemos. Por eso estamos solos, y nos paseamos entre cadáveres. Por eso los miramos en sus labores cotidianas como si se entregaran a ellas, como si fuera la cotidianeidad la que funcionara en ellos y ellos estuvieran definitivamente muertos al no resistirse, a no ser capaces de percibirlo, como nosotros, el personaje, que no está muerto.
Yo, claro, sospecho que hay un error en todo esto. No puede ser que todos estén muertos y solo yo esté vivo. No puede ser que yo sea el único que tenga razón: vaya suerte la mía que me vino a tocar a mí precisamente tener razón. No. Aquí falla algo. En efecto ocurre que nos sentimos aislados porque comprendemos que los demás no comprenden de la misma manera que lo hacemos nosotros, no aman como nosotros amamos, no sienten, ni perciben como nosotros percibimos. Tratamos de explicarles, pero ellos permanecen obtusos a nuestras explicaciones, tratamos de encontrar afines entre ellos y todos nos parecen planos, o retorcidamente complicados, o absurdos, o maliciosos, en fin, muertos. Gracias a los libros descubrimos -o los libros nos engañan- que hay gente que es más o menos afín a nosotros, o, al menos eso nos hacen pensar algunos escritores cuando aciertan a conseguir que nos veamos reflejados en sus textos. Y esto nos proporciona algún consuelo, puesto que si alguien en alguna parte llegó a conclusiones afines, tiene que ser porque hay alguien vivo en alguna parte, pero no es suficiente, no calma nuestra sed la simple constatación del agua.
Alguna vez ocurre que nos tropezamos con uno de los nuestros. Mientras deambulamos por esas calles llenas de cadáveres, de pronto percibimos uno que se mueve (“Tú está más loco que yo”, me dijo alguien una vez; esos instantes no se olvidan nunca) y nos quedamos como atravesados por un rayo, temblando, emocionados. Entonces empezamos a hacerle gestos intentando revelarle nuestra posición, hacerle entender que nosotros también estamos vivos y que podríamos unir nuestros caminos y acompañarnos. Gesticulamos, saltamos, gritamos, escribimos y nada. Entonces comprendemos. Esta es la tragedia del Ser Humano, señores. Ese ser afín, ese compañero del alma único entre tantos muertos que vive como nosotros, no nos ve. Para él nosotros también estamos muertos. No es simétrica esta percepción. No hay sincronía entre los seres humanos. Es un puro azar encontrar a uno de esos seres vivos, como nosotros, entre todos los muertos que abarrotan las calles. Pero es un milagro que coincida que ese ser vivo, como nosotros, también nos vea a nosotros como ser vivo, como él.
Por eso nos homogeneizamos. Por eso tendemos a gustar de los mismos espectáculos, por eso disfrutamos tanto de la televisión, del fútbol, de la moda. Cuanto más comunes seamos, más probabilidades de encontrar vivos entre los muertos tendremos, y más probables serán esos milagros de que alguno de esos vivos que encontramos también nos vean a nosotros.

En la última parte de Crónicas Marcianas, la serie para televisión, no los relatos de Bradbury, Rod Hudson -no recuerdo cómo se llama el personaje- habla con un marciano. Una conversación curiosa. El marciano piensa que Hudson es un fantasma, mientras que Hudson piensa que el marciano es un fantasma. Los terrícolas creen que la raza marciana se extinguió hace millones de años, y que de su recuerdo tan solo queda las geométricas, cristalográficas formaciones artificiales que ellos han supuesto restos de ciudades. El marciano le refuta que no tiene más que mirar, que ellos están ahí, que las ciudades siguen pobladas, que no han desaparecido. Tal vez esa es la conclusión que saca el terrícola, crítico con la actitud de los terrestres: la de que la única manera de convivencia con los marcianos es esa, que ambos se mantengan en su planos respectivos, que no se perciban los unos a los otros salvo en instantes azarosos. Ya hemos visto en un capítulo anterior lo que ocurre cuando un marciano se adentra en la jungla humana: las emociones humanas, tan egoístas, acabaron con él.
No es posible mezclar sensibilidades distintas, porque esa mezcla llevaría a la destrucción de una o de otra. Tal vez la enseñanza es que estamos condenados a andar así, solos, aislados en nuestra burbuja de concepciones de cómo es el mundo, condenados a deambular azarosamente chocando por azar con otras partículas que no nos perciben o que no percibimos y nos atraviesan o las atravesamos como los neutrinos solares; y, ocasionalmente, algunos, de la misma consistencia, por azar se encuentran, chocan y la energía que desprende ese choque despide un leve destello, cuya luz tal vez se propaga y perdura en la memoria, pero enseguida se apaga y todo queda de nuevo envuelto en la oscuridad. Miramos al cielo y percibimos constantes destellos luminosos. Es hermoso. Pero es tan escaso.

lunes, 8 de septiembre de 2014

Odio a las perdices



Empecé a leer un relato que tenía este título. A la segunda palabra lo rechacé y me dije, voy a reescribir este relato que empieza mal, y que termina peor. Y no voy a leer lo que hay en medio para no contaminar mi propia visión de las perdices.

Parte 1:
No sabría describir una perdiz. He visto perdices en la televisión. Y también las he visto en directo. Sé, más o menos, cómo es una perdiz. Sé que se comen. Por ejemplo, en la serie de televisión Shogún, el personaje, que era portugués, dato que no tiene relevancia, colgaba las perdices en el porche de su vivienda para que se pudrieran antes de guisarlas. Parece que es una práctica común con las perdices, no sé si con otras aves. Mi abuela, que criaba gallinas, las mataba y las guisaba en el mismo día. Hacían sopa de pollo y paloma los domingos por la mañana. Yo quiero recordar que todos los domingos, pero ahora me parece una hecatombe. Y me sé algunos, ahora solo recuerdo uno, chistes con perdices. Sale mucho en los chistes de caza. A los cazadores les gusta matar perdices. Conejos y perdices. Y esto es todo lo que sé sobre las perdices y su atribulada existencia. Ah, sí, también vienen en lata. Nunca he comprado una lata de perdiz en escabeche. Ahora sí, concluido.


Parte 2:
Los cuentos acababan mucho con grandes comilonas en las que no podían faltar las perdices. Está claro que mi tema favorito es la gastronomía. Cuando pienso en una perdiz pienso en comida. No es verdad. Cuando pienso en una perdiz pienso en una perdiz. Las perdices deben odiar a las princesas. ¿Qué pensarán las princesas de las perdices? En este cuento que estoy plagiando  a la princesa no le hacían gracia las perdices. ¿Qué clase de chistes contarán las perdices? Iba un conejo por la praderarl… Algo así. Movería las alas como Chiquito mueve los brazos y las manos. Y todas las perdices se echarían a … ¿cómo se llama lo que hacen las perdices cuando hacen ruidos? No lo sé, pero resulta que el Cabildo de Gran Canaria cría y suelta perdices para que los cazadores vayan y las maten. Eso es lo que he concluido de ver este vídeo. https://www.youtube.com/watch?v=v0yEucxEu4Y “La actividad cinegética”, y lo en serio que se lo toman. Tal vez –no, seguro– será ignorancia, pero estamos hablando de matar por deporte. No te digo que matar sea una actividad necesaria en determinados momentos. Pero ¡matar por deporte!, supongo que de alguna manera habrá que hacer para mantenerse entrenado para cuando de verdad sea necesario matar. ¡Pero, coño, es matar!, por lo menos no disfrutes.

Parte 3:
A estas alturas, y después de haber renovado la copa de vino, ya no sé cual era el propósito de esta historia, que dejó de ser historia desde el principio, porque no cuenta nada, simplemente hablo y hablo, como no soy capaz de hablar en persona. De camino que iba a rellenar la copa de vino he probado el potaje. Todavía falta porque el caldo aún sigue siendo agua. El punto del potaje es cuando se apotaja. Y el potaje se apotaja cuando el caldo empieza a adensarse, a tomar consistencia, a dejar de ser agua para convertirse en un, no exactamente caldo, sino …no soy escritor, no sé dar con las palabras adecuadas para nombrar las cosas. La primera regla del escritor es saber dar con las palabras adecuadas para nombrar las cosas y si no existen, inventarlas. Nada del al pan pan y al vino vino. Hay miles de clases de pan y otros tantos de clases de vino. Paso de lo de la nieve, que está demasiado socorrido.  Pero me voy por los cerros de Úbeda. Me encantaría irme por los cerros de Úbeda, pero no sé ni donde está Úbeda y voy a averiguarlo ahora mismo. El conejo de Alicia me informa de que es una bonita localidad andaluza. Más precisión Alicia, dime algo más. Flos Mariae, proyecto de música católica, por las hermanas noséqué Durán. ¡Vive Dios! Un rollo en plan  la continua contienda mujeres-hombres https://www.youtube.com/watch?v=pC1xLAY2u-0 Ella también es andaluza. Me acabo de dar cuenta de que no me va a hablar de los cerros de Úbeda, sino del recurso dialéctico “irse por los cerros de Úbeda”. Pero ahí queda Alicia y su conejo reivindicativo. Pero, coño, lo de las niñas que cantan canciones cristianas…¡uf!, y no es por que sean cristianas, es porque son unas letras absolutamente pésimas. ¿No se pueden escribir letras comprometidas con una determinada ideología que sean un poquito más… estéticas? Martí lo hace, creo. Entiendo que la estética es contrarrevolucionaria. Porque está más interesada en la forma que en el contenido. ¿Esto no iba de perdices?

Parte 4
Ivan Shiskin un pintor paisajista. No puedo seguir hablando de perdices sin mencionarle. Es ruso, y nació en 1832, en Yelávuga, en la región de Vyatka, Tatarstan. Murió en 1898 en San Petersburgo; sus restos están enterrados en el monasterio de Tijvin.  La Wikipedia tiene una galería de su obra http://es.wikipedia.org/wiki/Iv%C3%A1n_Shishkin#mediaviewer/File:%D0%91%D0%B5%D1%80%D1%91%D0%B7%D0%BE%D0%B2%D1%8B%D0%B9_%D0%BB%D0%B5%D1%81.jpghttp://es.wikipedia.org/wiki/Iv%C3%A1n_Shishkin#mediaviewer/File:%D0%91%D0%B5%D1%80%D1%91%D0%B7%D0%BE%D0%B2%D1%8B%D0%B9_%D0%BB%D0%B5%D1%81.jpg
Una de mis mayores ilusiones, ya desde pequeñito, era hacerme vagabundo y marchar, a pie, por supuesto, hacia esos bosques que pinta Ivan Shiskin. Y morir allí devorado por un oso.
Es mentira, aclaro. No conocía a Iván Shiskin hasta que no lo vi en esta página de un amigo y me encantó tanto la imagen que me la copié y la puse como fondo en el ordenador del despacho. Ahora, cada vez que enciendo el ordenador del despacho veo esto


 En cambio, es verdad lo de querer ser vagabundo. Pero los paisajes a los que me quería escapar eran los que "pintaba", James Oliver Curwod en sus novelas.

Después todo se complicó y me hice funcionario.Tal vez, y solo tal vez, yo erré mi camino. Si es que alguna vez hubo un camino, no es este donde estoy ahora.


martes, 2 de septiembre de 2014

Los estados del conocimiento

Se me ocurre que hay cuatro grandes ámbitos del conocimiento en cada individuo.
Lo que sabe que sabe, donde se acumula toda su experiencia consciente, todo lo que ha aprendido a lo largo de los años y a lo que echa mano racionalmente cuando debe resolver algún problema. Cuando lo resuelve echando mano a estos recursos se siente orgulloso, le aporta seguridad, cuando no consigue resolver el problema, se siente inseguro, percibe sus carencias y se propone, lo hará o no, estudiar más para completarlas.
Lo que no sabe y sabe que no lo sabe. Son esas carencias que nota cuando descubre que no tiene conocimientos suficientes para resolver un problema. Puede apreciar cuales son esas carencias y hasta puede saber qué es lo que tiene que hacer para completarlas.
Lo que sabe y no sabe que lo sabe. Es un conocimiento acumulado inconscientemente, que se manifiesta en forma de intuición o en forma de burbujas, que a él mismo le sorprenden, que estallan de pronto con la solución al problema con el que se ha visto batallando durante jornadas inútilmente.
Lo que no sabe y no sabe que no lo sabe. Es la nada, lo que está más allá de todo lo que conoce y que ni siquiera puede conocer en tanto no sospeche su existencia. De ahí, sospecho, proviene la sensación de misterio, lo inexplicable, porque no tiene recursos para explicarlo.

El conocimiento brota espontáneamente, por así decirlo, de el cuarto estado, de la nada, y en cuanto uno cobra conciencia de él pasa al segundo, tiene un nuevo desconocimiento. Hasta que se interesa lo suficiente como para estudiarlo que entonces pasará a engrosar el primer estado y también el tercero, pues cuando uno estudia, una parte de lo que aprende queda en la conciencia, con una sensación de saber, de conocer, pero otra parte queda en el subconsciente, porque conscientemente uno no lo tiene presente pero está y brotará de una forma inesperada cuando sea necesario.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Prácticas democráticas

Siempre que teníamos que elegir un voluntario lo hacíamos a la paja más corta. El asunto no era trivial, existían reglas estrictas para evitar las trampas. La primera es que había que conseguir una erección en un tiempo razonable. De otra manera se consideraba selección automática -lo que no impedía continuar con “la toma de decisión”, por mero deporte y para actualizar el ranking, en el cual tengo el orgullo de decir que figuro en última posición en tres jornadas consecutivas. Para ello disponíamos cada uno de sus recursos: revistas que nos íbamos agenciando a medida que nuestros padres o hermanos mayores se iban aburriendo de ellas, y guardábamos en nuestro revistero (nos reuníamos en un chamizo que nos habíamos construido en el barranco, con cajas, maderas, planchas de uralita, y hasta un frigorífico que hacía al mismo tiempo de pared y estantería. El primer año pasó inadvertido, pero luego otros chavales del barrio intentaron usurpárnoslo; fue la época de las famosas Guerras Cómicas, nombre que le di yo, el intelectual del grupo, a semejanza de unas batallas romanas o griegas que estábamos dando en aquellos tiempos en el colegio. Finalmente llegaron los mendigos, con los cuales luchamos también, pero cuyas reglas de batalla no respetaban nuestros cánones y dejó de ser divertido), fotografías de nuestras amadas tomadas con o sin su consentimiento, como la que tenía Luisín de Marisa saliendo del baño del Centro Comercial con la falda enganchada de la braga por detrás (esto fue en una de nuestras expediciones de “caza” con la cámara fotográfica de su padre. Revelábamos las fotografías en un estudio que estaba en el Puerto cuyo dependiente no nos cobraba nada a cambio de quedarse con una copia de las fotos. En aquella ocasión Luisín le exigió la devolución de la fotografía en cuestión lo cual llevó a rompimiento de relaciones y ya no volvimos a hacer tales expediciones). Incluso, en el caso de Pedrín, una prenda usada de mi hermana que le cambié por una novela de Julio Verne que encontró una vez en su casa, probablemente un botín de algún hurto que su hermano, que estaba en la cárcel, no había conseguido vender. (Mi hermana echó de menos las bragas -nunca comprendí cómo conseguían las mujeres distinguir unas bragas de otras, para mí todos mis calzoncillos eran el mismo calzoncillo- y cometió la indiscreción de hacerlo en voz alta, lo cual llevó a mis padres a la sospecha de que tenía un novio fetichista, sospecha suficiente para condenarla a un mes bajo arresto domiciliario y a otros cuantos más de libertad vigilada. Esto, sin duda, precipitó la rebeldía de mi hermana que a los diecisiete se fugó de casa con un tipo mucho mayor que ella. Regresó a los dos años con un sobrinito muy simpático que se llamaba Paquito). Otros tenían sus trucos particulares, que, por cierto, todos detestábamos, como olerse su propia entrepierna para excitarse, eludiré identificarlo aquí para no comprometer su dignidad.
La segunda regla era el ritmo. Jose, que estudiaba segundo año en el conservatorio, había robado de allí un aparatejo de esos que sirven para marcar el ritmo de los músicos y se exigía rigurosamente que ninguno bombease su verga por debajo de aquel tic tac. Probablemente este fue nuestro mejor entrenamiento en las artes amatorias o al menos uno de los que más agradecieron, al menos en mi caso, nuestras amantes. Lastimosamente, otras enseñanzas, que yo creía más interesantes, aprendidas tiempo después en las pelis porno, solo sirvieron para precipitar las crisis y dar curso al abandono.
Excuso decir que cualquier motivación era buena para elegir un candidato por medio de esta gozosa  práctica de referendum. En cualquier caso, hubiera o no destacado a nombrar para alguna misión, una vez por semana, como mínimo, actualizábamos la lista de ranking con un espíritu más informativo que competitivo.
En cierta ocasión recibimos la visita de una señorita (era prima de Jose, el músico, que pasaba unas cortas vacaciones en casa de los tíos. Una niña pija que nos despertó a todos a la pubertad, o como mínimo al deseo concreto de carne humana tierna y suave) que se empeñó (yo creo que con cierta malicia resultado, probablemente, de una perversa intuición) en comprender el significado de aquella lista pegada con un imán en la puerta de nuestro frigorífico. A todos nos entró un repentino pudor muy semejante al que debió pasar Adán cuando Dios lo pilló en pelotas allá en el paraíso. Ninguno quiso iniciar la didáctica explicación hasta que Luisín, que andaba muy abatido por el rechazo de Marisa, al enterarse de la posesión por parte de este de aquella estampa indecorosa de su persona antes mencionada, expuso con pelos y señales los detalles que aquella ordenada nomenclatura. Ocurrió durante uno de los memorables días en que mi nombre encolaba la lista y pude apreciar, una vez comprendida la exposición, un cierto brillo en la mirada de Nadina (era francesa de origen español y lo que más nos excitaba a todos, convinimos luego al recordarla, era su acento afrancesado cuyo recuerdo utilizábamos arteramente para perjudicar el rendimiento de los otros, con el no previsto efecto colateral de que también perjudicaba el nuestro) que acto seguido exigió que le hiciéramos una demostración.
Tras un leve titubeo por nuestra parte que volvió a resolver Luisín extrayéndose su verga ya en disposición de combate y pronunciando el vocablo que nos debía poner a todos en guardia: ¡preparados! Iniciamos la maniobra olvidando poner en marcha el metrónomo.
Resultó la más patética demostración de cuantas, y fueron incontables, tuvimos en nuestro haber. Aparte de Jose, que quedó descalificado porque inoportunos prejuicios familiares le impidieron entrar en competición, yo tuve el deshonor de encabezar la lista en esta ocasión, a causa de esos hipnóticos ojos que no dejaban de mirar nuestras serosas manipulaciones. Se alzó con la victoria en último lugar Luisín a quien, aún aquejado de desamor, la primita no había comenzado a hacerle cosquillas en el corazón.
Finalizado el acto, la muchacha, que había ido adquiriendo un color intensamente rojo del rostro y una mirada vidriosa, salió huyendo de nuestro refugio dejándonos una sensación de culpa y vergüenza, que, definitivamente, marcaron el comienzo del declive de esta saludable práctica plebiscitaria.