viernes, 21 de noviembre de 2014

Cosas de la vía

Anoche me robaron el dinero de la cartera. Llovía y me mojé bastante. Me quité la chaqueta, que estaba húmeda, con la cartera dentro y la dejé en un cuarto que me señaló el tipo del local, uno que tienen como almacén. Y cuando fui a buscarla para pagar, la cartera no estaba. Volví a mirar y la encontré en el fondo de una caja sobre la que había colocado la chaqueta, pero estaba vacía. Quiero recordar que habían unos setenta euros. No suelo dejar mi cartera por ahí, de hecho lo que suelo es ser excesivamente precavido con eso, pero no sé por qué esta vez no me preocupé, ni siquiera cuando volví a comprobar si se había mojado un libro que llevaba en el bolsillo y que hasta cogí el móvil y me lo metí en el bolsillo del pantalón que me parecía más seco que el de la chaqueta, ¡pero no cogí la cartera! No sé, supongo que confié en que si el tipo me decía que la pusiera en aquel cuarto, allí estaría segura.
Me sorprende que ante un acto como este, yo mismo me sienta culpable y avergonzado, hasta el punto que cuando se lo comenté a tipo del bar y él se lo tomó a broma yo no le insistí; de hecho es el único efecto que me perturba, porque el dinero realmente me resulta irrelevante. El ultraje verdadero es el que me causo yo mismo al sentirme así, ultrajado. Me sorprende también que la primera reacción de los otros, al comentarles lo que me sucedió, sea el reprocharme el error cometido sumando a esa mi ya vergüenza y culpabilidad, en realidad los otros son mi mujer a la que se lo comenté al llegar a casa. -He de excluir de esto a J que estaba conmigo y que reaccionó exactamente de la misma manera que yo, es decir, sin saber muy bien cómo tomárnoslo-. La consecuencia final de todo es que uno queda como un idiota y el ladrón -el ofensor de cualquier ultraje- como un tipo listo que supo aprovechar con astucia su oportunidad.
Todavía recuerdo otra experiencia parecida que me ocurrió en Madrid, con una banda de carteristas en el metro. Pude recuperar a tiempo mi cartera de la mano de uno de los carteristas, no sé si ya le había dado tiempo a comprobar que estaba vacía y simplemente me la estaba devolviendo, la cogí de su mano, me la eché al bolsillo y continué mi entrada en el vagón, pero en mi interior ya me sentía, de nuevo es la palabra que mejor me encaja, no por su significado sino por su sonido, ultrajado. Y frente a toda aquella gente que había sido testigo y me miraba con una mirada espantada, yo sentía como si me despreciaran y al mismo tiempo temía que de toda aquella masa hostil salieran manos que intentaran de nuevo robarme. Esa sensación de desamparo y de temor a todo el que se me acercaba me duró hasta que me encontré sentado en el avión. Cuando lo conté en la tertulia de amigos, la primera frase que escuché fue la que me acusaba de medio tonto “por haberme dejado robar”.
Todo esto me hace pensar en que uno de los males esenciales de la humanidad es precisamente este culto que le tenemos a ser ofensores y a la vergüenza de ser víctimas. En cierta medida y en todos los casos admiramos a los ofensores y despreciamos a las víctimas, incluyéndonos en ambos caso a nosotros mismos. Y enseñamos a nuestros hijos a ser antes ofensores que víctimas porque eso preserva su orgullo, su  dignidad.  El ser capaz de imponerse a otro, sea por engaño, sea por fuerza, sea por astucia, y cuando digo imponerse digo, al final, causarle un daño, es al final un mérito, un acto que nos hace sentirnos fuertes y orgullosos. El ser una víctima, no solo nos hace sentir desvalidos, sino además indignos y avergonzados de ello. Y no solo nosotros nos sentimos así, sino que, al menos en una primerísima reacción, aunque luego sobrevenga un sentimiento de compasión y solidaridad con la víctima, los demás sienten por ellas un cierto desprecio.
Una de las primeras ventajas que tienen los ofensores de todo tipo es precisamente esta vergüenza que hace que uno sienta temor, por esa vergüenza, a la denuncia. Pasa con las mujeres violadas o maltratadas por ejemplo y pasa con las víctimas de timos y estafas en las que muchas veces queda más patente la estupidez del timado que la infamia del timador.  No sé cómo se podrá cambiar todo esto si no es por educación, una especie de adiestramiento del orgullo de no sentirse víctima, erradicar el famoso victimismo que nos hace sentirnos merecedores de los males que nos ocurren simplemente porque no hemos sido capaces de reaccionar como debimos. Esto me recuerda otra ocasión, y creo que es la última, quiero decir que estas tres son las únicas en las que he sido víctima de un latrocinio, al menos que se me hayan quedado grabadas en la memoria: estábamos mirando un escaparate y de pronto advertí que alguien estaba tirando del bolso de mi mujer, ella apenas tampoco se estaba dando cuenta de lo que pasaba, entonces salí corriendo detrás del tipo hasta que un coche se paró a su lado y el fulano se metió dentro y huyeron. Mientras corría me preguntaba qué coños iba a hacer si lo atrapaba, pues al final no se había llevado el bolso. Sin embargo esa reacción creo que menguó bastante la sensación de ultraje, de hecho continuamos paseándonos como si nada hubiera ocurrido. No obstante, muchos años después, cuando volví a ponerme una chaqueta que hacía tiempo que no me ponía, me di cuenta de que todo aquel tiempo había dejado de usar esa chaqueta porque me daba un aspecto de persona respetable, es decir de sujeto propicio a ser atracado.

2 comentarios:

  1. Eso de malmirar a las víctimas y de glorificar a los atacantes debe ser, creo, otras de las perras herencias del patriarcado. En este lado del charco pasa lo mismo.
    S.

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  2. Yo no lo limitaría a un asunto de patriarcado. Para mí que es cosa más atávica aún. Una víctima significa proximidad de un atacante, por ejemplo. Una víctima puede ser la salvación del resto de los individuos, pues una vez muerta se entretendrán en comerla y no volverán a atacar. Si se libra, en cambio, seguimos en peligro. No sé. Me gusta jugar con estas tonterías. Yo creo que todo está en que "semos alimales".

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