Resulta que, leyendo
el otro día Paradiso, la
novela inabarcable de Lezama Lima, don José, llegué a una secuencia
en la que Bernardo, tío de José Cemí, leía una carta que le había
enviado otro tío del personaje central de la novela, el tío
tarambana, Alberto. La lectura de esa incomprensible carta, se decía
en la novela, despertaba
a José Cemí a la palabra, queriendo con esto decir que, y es mi
particular interpretación, el niño descubría una fuente nueva de
placer: el sonido de las palabras, sus reverberaciones en -ya es
antiguo decirlo, pero queda bien cuando se habla de estas cosas- el
alma, el arte de componerlas para transportar el espíritu a un mundo
inaprensible, que expande hasta el infinito las tristes limitaciones
de los sentidos. Me dio por pensar en qué momento de mi infancia, si
ocurrió, recibí yo esa iluminación y me sorprendo descubriendo que
fue escuchando en la radio los comentarios deportivos de PascualCalabuig, aquellos que siempre terminaban con la frase: ¡Pues
no faltaba más! Me sorprendo
porque ni entonces ni ahora he sentido nunca la más mínima
atracción por la actividad deportiva, lo cual, para mi entender,
refuerza la poética de ese mi despertar a la palabra.
Vaya
esto como homenaje a este hombre que sin saberlo fomentó en mí este
amor inquebrantable, inagotable hasta el éxtasis por las letras.
Liberándolo, por otra parte, de toda clase de responsabilidades, que
asumo gozosamente, por los perjuicios que ello haya podido ocasionar
a la sociedad al haber dado pie a un tipo de tan poca utilidad,
alimentando una de esas bocas inútiles
que se mencionan en la últimísima novela de Julio Verne.
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