sábado, 29 de noviembre de 2014

Sin destino (2005) Lajos Koltai (Hungría)

Sin destino (2005). Película húngara. Director Lajos Koltai . Eran unos húngaros de Buda-Pest. El protagonista es un chico, no tendrá catorce años todavía. Sus padres están separados. Su padre vive con otra mujer y él pasa el fin de semana con él y su mujer. El padre tiene que marcharse. Lo obligan a ir a un campo de trabajo. Son judíos. Estamos en los años de la guerra.
El muchacho, como al parecer otros muchos judíos, tiene un pase que le permite soslayar el toque de queda para los judíos. Con el pase puede regresar tarde de la fábrica en donde trabajará obligatoriamente, así se lo cuenta a su madre cuando va a verla. Sus abuelos -¿son sus abuelos?- tienen una discusión, como siempre, que todos se toman ya como un acto cotidiano, sobre si debe tomar el tren o el autobús para ir a la fábrica.
Un policía detiene el autobús y hace bajar a los que llevan en el pecho, en el lado izquierdo, sobre el corazón, una estrella amarilla. No saben por qué. El policía sigue parando autobuses y haciendo bajar a los de la estrella. Mientras, los demás esperan escondidos en un terraplén. Luego los hace esperar en un edificio que parece una estación. Más tarde se los llevan a otro lugar, y luego a otro. Acaban en una fábrica de ladrillos. Pero allí los están reclutando “voluntariamente” para ir a trabajar a Alemania, donde, seguro, los tratarán mejor.
En el tren un policía les dice que están a punto de cruzar la frontera y salir de Hungría. Les dice que deben desprenderse de su dinero y de todo cuanto tengan de valor porque en Alemania no les servirá de nada. Les dice que lo mejor es que se lo entreguen todo a él,  al fin “todos somos húngaros, ¿no?”, mejor que lo tenga yo que puedo aprovecharlo a que ellos lo tiren todo a la basura. Ellos tratan de canjear sus bienes por agua, hace horas, días que no beben agua. El policía se niega. Acaba insultándolos y llamándolos judíos de mierda.
Después de muchas jornadas de viaje y de ser trasladados de un lugar a otro, el muchacho ha llegado a un campo. Creo que es Buchenwald –al menos el último campo en el que estuvo se llamaba así. El muchacho y otros cuantos están sentados en el suelo, aún medio sorprendidos de que hayan acabado allí. Se presentaron voluntarios en la fábrica de ladrillos porque creyeron que peor que como estaban allí no podían estar. Ahora tienen uniformes de presidiario y les han cortado el pelo. Los encargados de controlar a los presos directamente no son exactamente soldados, son también presos o expresidiarios. Uno de ellos le da un golpe en la cara al muchacho por pillarlo hablando en la fila del recuento.
Está en otro campo. Ya no tiene amigos. Les ha perdido la pista a todos. Conoce a un tipo que es de Budapest. El tipo es muy optimista. Trata de motivarle explicándole cómo debe actuar: lavarse mucho, esconder parte de la comida para ir royéndola poco a poco, y sobre todo no perder la autoestima; esas son sus enseñanzas.  Pero el muchacho poco a poco se va deteriorando. Tienen que sostenerlo en la fila, su rodilla está muy hinchada, lo llevan a un dispensario.
Acaba en un barracón con otros enfermos. Le traen a un muchacho que acuestan en su misma cama porque no hay sitio disponible. Cuando vienen a traerles la comida, él se encarga de cogerle la sopa y el pan al muchacho, que sigue dormido. Al intentar despertarlo se da cuenta de que ha muerto, pero decide no decir nada para poder seguir recibiendo su ración. A los tres días, el preso que reparte el rancho advierte que aquel chico duerme demasiado. Le dice al chico que avisará para que lo retiren. Comprende la razón por la que el chico se ha callado. Lo han tirado dentro de un camión donde hay otros como él que parecen cadáveres, la impresión que da es que lo van a enterrar como si efectivamente lo fuera.
Ya no recuerdo esta parte, por qué lo llevan a cuestas, tal vez es cuando él cree que lo van a enterrar como si ya estuviera muerto. Pero no lo entierran, por el contrario, lo llevan a una sala sorprendentemente limpia, con la estufa calentando, lo acuestan en una cama con sábanas blancas, y que tiene una manta enrollada a los pies. Un chico, también con uniforme de preso, pero muy lozano, le infunde confianza y le trae comida.
Ya ha acabado la guerra, al menos ya están allí los americanos. Un soldado le pregunta de dónde es. Trata de convencerlo de que no vuelva a Hungría y se vaya a Estados Unidos.
Los montan en un camión. El tipo que los dirige lo hace como si fueran una compañía de soldados. Está muy eufórico y lanza consignas patrióticas porque van a regresar a casa. Suben a la parte de atrás de un camión. El soldado que habló antes con el chico les explica que no pueden llevarlos hasta más allá de la frontera de Hungría. Ahora ese país está gestionado por la Unión Soviética.
Están en una sala donde los parientes de los desaparecidos muestran fotografías y les preguntan si han visto a tal o cual persona, marido, hijo, esposa. Un señor se acerca al muchacho y le pregunta si él de verdad ha visto las cámaras de gas.  “Si las hubiera visto no estaría aquí”. Pero tiene que confesar que solo ha oído hablar de ellas que no las ha visto. El hombre se aleja satisfecho.
El chico, ya en una ciudad completamente devastada por los bombardeos, se aparta del grupo  y toma un autobús. Un revisor le pide el billete y trata de echarle del vehículo porque no tiene y no puede pagarlo. Un señor se presta a pagarle el billete. Él lo reconoce como un héroe, un superviviente. Trata de preguntarle, pero el muchacho no es muy hablador. Qué siente, al ser un superviviente: “Solo siento odio”.
Llega a un edificio y pregunta en un departamento por alguien. Creo que es aquel que le enseñaba a sobrevivir en el campo. Siempre decía que se volvería a pasear por las calles de Budapest, y mencionaba su dirección. Dentro hay una mujer relativamente joven y otra ya mayor. Le responden que aquel por el que pregunta no está allí, que pregunte mañana y a lo mejor ya ha regresado.
Llega a su casa y pulsa el timbre. Una desconocida le abre apenas la puerta y luego la vuelve a cerrar.  En la puerta de al lado le abren sus parientes, aquellos abuelos que discutían y una abuela. Le cuentan las noticias de su padre. Muerto. De su madrastra. Muerta también. Su madre aún vive. Le dicen que ahora debe pensar en su futuro. En la escalera se tropieza con una muchacha a la que antes de que todo sucediera la había visto llorando muy enfadada porque no comprendía por qué la odiaban todos por ser judía cuando ella ni siquiera comprendía qué es lo que significaba ser judío. Ella le reconoce, aunque lo nota extraordinariamente cambiado. El solo dice que “ya no puede enfadarse por nada”.

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