lunes, 4 de junio de 2018

Puzles, literatura, monjes tibetanos ficticios

Las palabras son como piezas de puzle que no encajan todas con todas, pero a veces encajan dos que aunque no se corresponden con el dibujo impreso y queda feo, encajan bien, y otras veces forman un dibujo que no estaba previsto y también queda bien. A veces se pierde alguna palabra, alguna pieza del puzle, y el dibujo no queda completo, y aunque está la mayor parte, la ausencia de esa pieza denuncia toda la imagen. Y eso tampoco tiene por qué dar mala impresión, solo que en lugar de ser protagonista la ilustración reconstruida, lo es el propio puzle señalado por esa ausencia.
Si uno está más interesado en la ilustración, la ausencia de una pieza o la sustitución de una pieza por otra en una posición que no le corresponde le parecerá una tragedia. Si uno está más interesado en el puzle, la falta de una pieza también suele ser una tragedia porque el reto está en reconstruirlo todo, reordenar el caos.
Si uno no está interesado en nada, cualquier resultado le causará buena impresión.
A mí, personalmente, me gusta dejar al final alguna pieza sin poner porque quiero que se perciba claramente que es un puzle y que lo he reconstruido yo; si están todas las piezas y la ilustración luce perfecta todos se fijarán en ella y no en mi esfuerzo, así que prefiero dejar un defecto y que se me vea aunque sea en él. Por qué otra razón voy a empeñarme en reconstruir una ilustración que puedo conseguir ya reconstruida y enmarcada.
¿Qué diferencia habría entre mi ilustración y todas las otras copias de la misma ilustración que otros muchos como yo han reconstruido y enmarcado si no es que cada uno le ha sustraído una pieza diferente?

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Dicen que hay una secta tibetana, en un monasterio perdido por aquellas montañas, a las que cuesta llegar una agonía, cuya forma de meditación es precisamente componer puzles. Los monjes se reúnen todos los días en silencio durante horas buscando y colocando piezas de inmensas láminas de las cuales desconocen la ilustración. Cuando terminan los deshacen y vuelven a componerlo así una y otra vez hasta que se conocen a la perfección cada pieza y su lugar y pueden describir la ilustración con minucioso detalle. Entonces lo componen una última vez y lo envían a algún mecenas que a cambio financia el monasterio. Pronto reciben una nueva composición que otro mecenas ha encargado mandar pintar y luego seccionar para ellos. Porque cada ilustración es un original de un artista de renombre y los motivos acostumbran a ser retorcidas filigranas que enmarcan minuciosos paisajes en los que se glosa la vida de algún santo o gurú. Sin embargo los monjes no rechazan ninguna propuesta. Se sabe que el gran y complejo homenaje a los Beatles que cierto magnate londinense luce en el salón de su casa, rediseñado a propósito para albergar la tabla de amplias dimensiones en una de sus paredes, fue confeccionado por ellos a partir de un encargo a Kusama sobre la trayectoria de la mítica banda de rock. La lista de adinerados extravagantes que ansían una de estas obras es tan larga que muchos nunca llegarán a ver colmado su deseo. Las pujas por alcanzar los primeros puestos de esa lista son escandalosas, los sobornos a los intermediarios inútiles, aunque incesantes. Los monjes son inquebrantables. Exigen veinticinco bocetos entre los que elegir. Siempre veinticinco diferentes de los veinticinco recibidos en la ocasión anterior. No respetan orden ni prioridades, mucho menos procedencia.
Nunca han perdido una pieza. Dicen que si tal caso llegada a acontecer, el monasterio se disolvería.

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