viernes, 15 de junio de 2018

La vida y la muerte y Pierre Anthon y todo lo demás o Mis conversaciones con E.

A veces hablo con E. de la vida y de la muerte.
Digo  yo, y él a veces se suma, según tenga el día, pero yo tampoco lo digo siempre, que muchas veces he pensado que ya he vivido y que desde hace algún tiempo todo lo que hago es durar.
No he sido un tipo particularmente intenso, más bien al contrario. No se trata, pues, de que ya haya hecho todo lo que tenía que hacer. No creo que nadie tenga nada particular que hacer en la vida. Se trata de que no se me ocurre nada más que hacer que merezca seguir viviendo. No estoy seguro de que hacer por hacer sea lo que yo llamo vivir. Y creo que igual que yo hay mucha gente que ya dejó de vivir y que solo espera el turno de morirse. (Otra cosa, siempre otra cosa, es el instinto de supervivencia)
Hace poco leí Nada de Janne Teller porque antes había leído ¿Por qué Pierre Anthon debería bajar del ciruelo?, de Francesc Torralba.
Aunque le doy la razón en donde la tiene, no consiguió Francesc convencerme de que bajara del ciruelo. Después leí la novela de Janne y se confirmó mi convicción de que mejor se está encima del ciruelo lejos de toda esa manada que prefiere ignorar fieramente. Le doy la razón a Francesc porque lo mismo que es un acto de voluntad subirse al ciruelo lo debe ser bajarse de él. No hay una razón necesaria ni para subir a él ni para bajar de él, por más que Pierre Anthon crea que su dialéctica está completamente cerrada. Francesc viene a decirnos, interpreto yo, que uno tiene que trazarse un camino, que las cosas del vivir no tienen una razón sino que es nuestra imposición la que las dota de ello. Y por lo tanto es nuestra voluntad la que decide cuáles son las razones de nuestro vivir.
El ser humano, me parece a mí, falla en su conformación en  el lado de las emociones. La lógica nos dice que no hay una razón fundamental para vivir, vivimos y ya está. Son las emociones humanas las que nos dicen que puesto que no hay una razón para vivir hay que morir o como mínimo dejar de vivir que es lo que significa subirse al ciruelo, vivir sin pasión, sin asombro, sin motivaciones, simplemente estar en la vida porque ningún trabajo vale la pena, todos son vanidad de vanidades y apacentarse de viento (me encanta esta frase del Eclesiastés). Tampoco eso, en realidad, podemos hacerlo ningún ser humano, de nuevo por culpa de las emociones. Parece que necesitamos respuestas contundentes. Si tengo que vivir dime exactamente para qué, si no, he de morir, porque de lo contrario me sentiré incómodo, insatisfecho, y eso provocará que viva en negativo, es decir, sufra.
El sufrimiento es vivir en negativo. Pero también es vivir. Y creo que es una opción que eligen muchos por ejemplo que se entregan al sufrimiento de un amor contrariado. No creo estar confesando que sea un monstruo si declaro que alguna vez he preferido sufrir a olvidar un amor contrariado. Hasta que el tiempo me ha hecho volver en mí y advertir la banalidad de ese sufrimiento y también de ese amor, que del mismo modo se habría gastado con el paso del tiempo.
Yo creo que la única razón que haría bajar a Pierre Anthon del ciruelo sería la racionalidad. Es decir la racionalidad por delante de la emotividad. El aprender a dar preferencia a sus argumentaciones racionales frente a sus argumentaciones emocionales. Y, naturalmente, la curiosidad. Por la única razón por la que se me antoja que vivir tenga algún interés es simplemente por el placer de saber qué va a ocurrir después. Para eso basta con esperar. Pero si actuamos proactivamente  podemos multiplicar el placer porque multiplicamos las situaciones, o incluso las propiciamos y qué mejor razón para vivir un poquito más que la posibilidad de obtener un placer. Sigue habiendo componentes emocionales, por supuesto, el placer de conocer qué es lo que viene a continuación es una emoción que impulsa, y también hay otras emociones que nos frenan como el necesitar razones para hacer las cosas, que deben ser superadas por la suma de la razón y la satisfacción de la curiosidad.
Los que estamos así como parados, sin saber muy bién qué, estamos en ese punto de querer, pero no poder porque esperamos ese impulso emocional que nos lleve adelante. Como nos falta ese impulso, nos falta una razón y por lo tanto no nos movemos. “Es que no me nace”, decía algún pariente nuestro aquejado de alguna depresión cuando le instábamos a que saliera a caminar un rato y se distrajera mirando el mundo.  Esperamos a que nos nazca y como no nos nace, nos quedamos parados en lugar de hacer. Y a fuerza de acostumbrarnos acabamos creyendo que ya estamos esperando la muerte, que ya hemos vivido. Si fuéramos racionales impondríamos a nuestra voluntad la razón, dictaríamos nuestros pasos por adelantado y no a impulsos de los vientos del día, otro de los inconvenientes de la emotividad, que nos hace creer que somos diferentes según el humor que luzcamos en el momento, y esa diferencia se refleja en la toma de decisiones que lo mismo nos aparta que nos aproxima a nuestros también inconstantes objetivos circunstanciales.
La razón más la curiosidad me temo que resultan al final en la experiencia, la acción. Es decir, tener experiencias, sucesos, que nos ocurran cosas y ver qué pasa, cómo reaccionamos a ellos, cómo nos alimentan para dar otro saltito más allá,... o caer. Y entonces viene el miedo y lo estropea todo, otra emoción que estamos acostumbrados a imponer sobre la razón. He ahí la importancia del valor, que aparta la cortina y entra a pesar de la oscuridad, porque quiere saber qué hay dentro.
¿Y esto no se acabará? ¿No llegará un día en que dejemos de sentir placer por lo que pueda suceder porque todo es demasiado previsible y entonces empecemos a encontrarnos a la muerte en cada esquina señalándose el reloj como indicando que ya estamos tardando, que le estamos haciendo perder el tiempo? Pues en eso está el aprender, en conseguir que cada experiencia nos haga subir un escalón que nos amplía más el horizonte que abarcamos. Si nuestras experiencias nos mantienen al nivel del suelo, evidentemente algún día sentiremos que ya conocemos todo lo abarcable por nuestros pasos o nuestra mirada, pero si nuestras experiencias nos van haciendo ascender, el horizonte también retrocede y las posibilidades de encontrar verdaderamente nuevas experiencias se multiplican.
Supongo que lo que estoy diciendo es que si hay una razón para vivir esa es la de adquirir conocimientos, simplemente por el placer de disfrutar aprendiendo lo siguiente cuya posibilidad hemos descubierto a partir de lo conocido antes.
Y también estoy diciendo que la razón y la emoción están en constante reyerta. La razón simplemente está ahí, considera, aprende, mide, concluye, resuelve si puede, y si no pasa a otra cosa.  La emoción en cambio, se empeña, sufre, cambia de idea, no sabe qué opinar para luego opinar todo lo contrario. Hace sin querer, quiere sin hacer. Ignora por qué queriendo no continúa... en fin, un drama el de estos dos viviendo en la misma casa.

2 comentarios:

  1. Seria angustia existencial tras el tono humorístico. Casi diría angustia adolescente, pero parece demasiado de vuelta de la vida, hastiada de todo, existencialismo añurgao.

    ResponderEliminar
  2. Triste, estar de vuelta cuando no se ha ido a ninguna parte.

    ResponderEliminar