domingo, 28 de junio de 2015

Ojalá Egidio no vuelva (Antonio Lobo Antúnez)

Ojalá Egidio no vuelva  (Antonio Lobo Antúnez) (Visita el original)

Con el fallecimiento de mi hermano, nuestra vida, la de mi madre y la mía, cambió. Vivíamos los tres desde que, hace cerca de ocho años, el autobús 32 atropelló a mi hermano en la parada, cuando él avanzó un paso, con el brazo extendido, y los frenos fallaron, todavía estuvo unos días entre aquí y allí en el hospital, el médico nos prevenía

—Mas allá que acá, váyanse preparando

a pesar del suero, que es aquello con que se cura a las personas, el allá ganó, vino muchísima gente del trabajo al funeral, lo que agradó a mi madre

—¿A todo el mundo le caía bien, viste?


incluyendo una enamorada que se acabó casando con un primo nuestro y tiene tres hijas, de las cuales la de en medio, por casualidad, es ahijada mía, y, por casualidad, es la más fea, pero no me intereso menos por ella a causa de ese hecho, qué culpa tiene la niña de torcer la mirada, y mi madre y yo nos quedamos uno con la otra, que a mi padre ni llegué a conocerlo, se hundió en Venezuela antes de mi nacimiento y, si continúa en la superficie, debe andar por ahí tocando boleros, más que olvidado de la gente. Lo mismo aparece cualquier día por ahí, pero mi madre ya me juró mil veces que no lo recibe, dado que en todo este tiempo ni una postal de muestra, cuanto más que las venezolanas, como todas las brasileñas, saben amarrar a los hombres con sambas y hechizos. Magia negra, me explicó mi madre, de esa que viene en los periódicos con los retratos de los brujos negros al lado, el profesor Kalumga, o el profesor Karamba, o el profesor Euá, una docena de ellos, que juntan personas, y tratan piedras del riñón con oraciones y danzas, muy serios y de corbata para subrayar la competencia. Por debajo de los nombres, las calles, normalmente del otro lado del Tajo, supongo que llenas de muñecos terribles atravesados por piernas de gallina, que alivian a la gente si no nos morimos antes de miedo, y ellos nos bailan alrededor, desnudos de cintura para arriba, disolviendo las piedras a gritos; cuando el vecino del piso de arriba grita, por ejemplo, a la mujer, mi madre ya me confesó que le hace bien a la gota, y el vecino de arriba no es Profesor ninguno, es jubilado de Compañía del Gas. Por tanto, volviendo al principio, con el fallecimiento de mi hermano, nuestra vida, la de mi madre y la mía, cambió. Ahora solo soy yo el que trabajo en la limpieza, y los fines de mes, a veces, son difíciles, pero, corvina más corvina menos, por ahí vamos aguantando, sin hablar en los desayunos de los domingos en el Centro Parroquial, que ayudan a equilibrar y, de vez en cuando, siendo necesario, una investigacioncita en los contenedores, donde hay siempre alguna cosita que aprovechar, restos de fruta, huesos de pollo, en una ocasión un bebé, pero eso ni pensarlo, pobres criaturas, cerramos la tapa y seguimos, debe haber muchísimos niños creciendo así aquí en el barrio, cuando crecen saltan fuera y comienzan a comerciar con drogas y a robar a los viejos a la salida de misa, que hoy en día la juventud ya no tiene educación ninguna y se ha ido perdiendo el poco respeto que había. Como acabaron con el autobús 32 y nadie es atropellado, las personas crecen como setas. Solo nos entristece que la muerte de mi hermano haya servido para eso, pero siempre vamos quitándole un anillo que otro a algún drogado que ronca en algún portal, y el señor Bienvenido, que negocia con oro, a veces nos da unas monedas por ellos, que la gente transforma en zanahorias en las casas de intercambio de mercancías. Zanahorias, cebollas, tomates, vitaminas diversas que nos prolongan la existencia. Claro que, con mi hermano por aquí, no lo necesitábamos, porque siempre ganaba un sueldo como auxiliar de canalizaciones, pero nos vamos manteniendo. Mi miedo es que los drogadictos cambien de barrio y deje de haber niños en los contenedores. Espero que no, porque este barrio es demasiado pobre para interesar a la policía y no es cosa de llenar los orfanatos del estado, sobre todo con lo cara que está la leche, sin mencionar la ropa, la educación, las vacunas, los chupetes, los pañales. ¿Para qué, si más tarde o más temprano emigran para Venezuela abandonando a las familias, como hizo mi padre? En todo caso, en la eventualidad de un retorno improbable, mi madre y yo tenemos una tranca colgada en la pared, junto a la puerta, y si por casualidad un viejo se aproxima, se va a llevar un palo en la cabeza, y se pondrá a gemir y a protestar a gritos,

—Soy yo Cacilda, soy yo, Cacilda

o sea, el nombre de mi madre, y desaparecerá insultándonos en venezolano, una lengua que los vecinos no entienden. A mí tanto me da, pero a mi madre es de esas personas que se quedan unos minutos en la solana murmurando

—Egidio

con un soplo de melancolía, y después se le sube una furia a la cabeza y tengo que agarrarla con fuerza antes de que se ponga a correr detrás del viejo dispuesta a estrangularlo; supongo que todavía está celosa porque toda la gente sabe que las mujeres son así.

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