viernes, 5 de febrero de 2016

Campos de concentración

La experiencia más cercana a estar en un campo de concentración que hemos tenido los que por fortuna nunca hemos estado en un campo de concentración la hemos tenido los que, por ¿mala fortuna?, hemos hecho el servicio militar.
Seamos justos y digamos que no fue, ni mucho menos, una experiencia tan traumática como lo que nos transmiten las películas y las lecturas de los campos de concentración, pero que tiene algunos puntos de similitud. Para empezar desde que llegas te asignan un número y a partir de ese momento es como te llamas, 24, aún lo recuerdo.  Después el uniforme, que acaba por despojarte de tu individualidad. Más tarde la instrucción. Larga horas agotadoras de órdenes a gritos para hacer la tontería de marchar de un lado para otro golpeando el suelo con el talón de la bota, que contribuía, junto con el proceso de adaptación a las propias botas, a hacerte ampollas en los pies. Recuerdo los gritos permanentes de los sargentos y la constante prisa que nos metían para todo, levantarnos, lavarnos, vestirnos, correr a desayunar, volver corriendo para no llegar tarde a la fila. Todo lo acometíamos sin cuestionarnos nada, por miedo a los castigos que consistían en no dejarte salir el fin de semana. Más tarde uno se pregunta por qué obedecía y temía de aquella manera, si aquella sumisión compensaba el castigo. Es sorprendente la absoluta falta de rebeldía que conseguían imponernos. Mi único acto de sublevación consistía en aprovechar cualquier segundo que dispusiera para leer. Las uvas de la ira, concretamente. Con cierta frecuencia, al principio de la instrucción, me apartaba del grupo cuando podía y me escondía para dejarme llorar. Me sentía muy ridículo por ello, porque ya era un hombre grande, y ni llegaba a comprender el motivo de aquellas lágrimas, que me brotaban descontroladamente sin venir a cuento. (Un hábito, por cierto, que no he perdido del todo). Cuando ya pasó el periodo de instrucción, me sorprendía esa sumisión y sobre todo me sorprendía el endiosamiento en que tenía a los sargentos, a los que más tarde pude ver en su verdadera dimensión, la de unos jóvenes −yo ya tenía una edad que probablemente los superaba en cinco o seis años− absolutamente carentes de autoridad.
También resultaba interesante la relación con los compañeros. Había de todo, gente del campo que apenas había pisado la ciudad, brutos más cercanos al ganado vacuno que al humano, sinvergüenzas que se adaptaban sin conflicto. Estaba el pirado que jugaba por las noches con el machete hablando solo, o el histrión aniñado al que pillaban cada dos por tres masturbándose en las duchas. Hice un par de amigos que duraron unos cuantos años hasta que se extinguió la amistad, entre los más cercanos a mí, con estudios universitarios o intereses culturales semejantes. Esa camaradería ayudaba mucho a superar ese estado de sumisión y a despejar un poco las brumas a través de la cual percibíamos la auténtica y ridícula realidad de todo aquello.
El primer conflicto que sufría yo personalmente era la permanente lucha que había en mi interior de no querer estar allí. Cuando ya acabó todo, lo consideré un error. Mi principal enemigo era yo porque constantemente estaba hiriéndome con el deseo de estar en otra parte, fuera de allí. Envidiaba la actitud de aquellos que se adaptaban simplemente porque asumían que allí es donde estaban en ese momento y nada podía cambiar eso. No tenían ninguna necesidad de rebelarse, y al mismo tiempo esa asunción les liberaba de observar todo aquello como un ataque, una imposición. Simplemente estaban allí. Los más jóvenes tenían esa actitud liberadora. Los más viejos, por el contrario, nos sentíamos constantemente en tensión, aparte de por la presión externa, por la presión interna de querer salir.  Y eso nos afrentaba y nos entorpecía doblemente para percibir la realidad, nos hacía, creo ahora, más susceptibles a la sumisión. Pero espíritu de rebeldía, ninguno.
El periodo de instrucción duraba quince días. La mili completa un año. Los primeros quince días son los quince días más largos de toda mi vida. El resto del tiempo la situación cambiaba radicalmente. Aunque permanecía esa incomodidad interna cuya desaparición me hubiera permitido hasta disfrutar, literalmente, de un tiempo de absoluta falta de compromiso con la vida. Y eso es otra cosa que aprendí en el cuartel. La vida cuartelaria es una vida de absoluta falta de compromiso con la vida. Todo allí está reglado y por lo tanto tú no tienes que tomar decisiones. Levantarse, desayunar, ir a la oficina (yo estaba destinado allí), hacer las guardia, tiempo libre. Apenas puedes elegir, ya han decidido por ti cómo se va a organizar el día. Tú solo tienes que hacer lo que te dicen. Cualquier cosa que se salga de eso es o perder el tiempo o meterse en problemas. Nada de iniciativa. Es una situación de relajamiento, de irresponsabilidad personal. Estamos hablando de un tipo que a todas partes va con un fusil con cargador pinchado. La primera bala de fogueo, pero las demás auténticas. No se siente responsable, porque los responsables son los que dan las órdenes y te imponen cumplirlas. Si te dicen, dispara, disparas. Si te dicen quema judíos, quemas judíos.
Cuando todo terminó, lo más llamativo fue advertir todo esto, el estado de sumisión, el estado de permanente tensión que no me dejaba estar donde estaba, el miedo a los arrestos, la impresión de que podía haber disfrutado del cuartel si lo hubiera tomado con otra actitud, la percepción que tenía de los oficiales en el primer periodo (el periodo de opresión) tan radicalmente distinta de la tuve después, el orgullo que llegué a sentir alguna vez de formar parte de un comando. Todo eso me sigue asombrando, y cada vez que veo una película sobre campos de concentración identifico muchos de estos elementos.
Hasta unos cuantos años después de haber salido soñaba que tenía que volver. Eran sueños angustiosos, pero en el sentido de esas angustias que sientes por algo que no se acaba de terminar, que creías ya finalizado y vuelve a empezar. Sueños que tenían la intención de terminar algo que se había dejado a medio, como que algo había quedado por hacer.

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