miércoles, 4 de agosto de 2021

Hablando del tiempo

 Siempre digo, “perder el tiempo es una de mis actividades favoritas”. Es mentira, a nadie le gusta perder el tiempo, porque el tiempo gasta, aunque él mismo no se desgaste, como el viento. Y uno se siente que cada segundo pierde algo. Y más lo sientes cuanto más atento estás, es decir, cuando no estás haciendo nada, perdiendo el tiempo. 

No me obsesiono con eso, me gusta perder el tiempo cuando no se me ocurre otra cosa mejor que hacer o cuando no me decido a hacer otra cosa de tantas que me gustaría hacer y terminar. Pero son tantas y tantas que me gustaría empezar hasta terminar que no me decido a empezar ninguna por miedo a dejarla a medias. Son tantas y tantas ya las que he dejado a medias por empezar otras nuevas, que me da miedo iniciar una nueva porque dejo a medias otras tantas que no he terminado. 

En momentos  como ese echa uno de menos los milagrillos que nos relatan cuentos como el de Borges, no sé si recuerdan, aquel del señor que va a ser fusilado y pide a su dios un aplazamiento para terminar una obra, y su dios, un poco demoníaco, me parece, se lo concede, congelándole exactamente ese instante, dejando en el aire la bala que está a punto de entrar en su corazón, durante todo el tiempo que necesita para terminar la obra. Eso sí, va a tener que esforzarse mucho porque lo tendrá que hacer todo de memoria mientras está allí, congelado, mirando esa bala, inmovilizado en el gesto de terror de saber su final inminente. 

Más benévolo fue el dios o hado que la tomó con aquel personaje de El día de la marmota que lo dejó congelado en todo un día. Un único día repetido mil veces, tantas que le da tiempo de aprenderse cada detalle de lo que va a suceder a lo largo de ese día. Modificarlo incluso, adelantarse o hacer que suceda poco después. Da lo mismo, al día siguiente todo se va a repetir exactamente igual que el primer y único día que se repite indefinidamente, cambiando cada día en la medida en que el personaje puede cambiarlo, pero sin que afecte, salvo en lo que a sí mismo respecta, al día siguiente y los que vendrán. Este personaje, al principio desconcertado, luego aprovecha el tiempo: aprende a tocar el piano, dando siempre una primera lección con la profesora; creo que también aprende idiomas, igualmente con un profesor que cada día se sorprende de lo que sabe este nuevo alumno que empieza hoy. No me acuerdo cuál era la lección que tenía que aprender en la película, la moraleja, pero muchos hemos envidiado unas vacaciones de la vida exactamente como ahí se describe. A ser posible eligiendo el día, aunque… tal vez no, el mejor día de nuestra vida repetido mil veces acabaría por chafarnos un buen recuerdo. Mejor un día cualquiera, uno de esos destinados al olvido. 

Esto no tiene nada que ver, a mi juicio con la aspiración a la eternidad, el vivir para siempre y todo eso, sino más bien con darse tiempo, con darse un pequeño reposo del transcurrir tan acelerado del tiempo, no sé. 

Lo digo porque enganchando con este pensamiento me vino a la mente un cuento de Mircea Eliade, que creía que coincidía con el de Borges en lo de detener el tiempo, pero luego, tratando de recordar mejor no iba por ahí. El personaje, un anciano a punto de morir, recibía un rayazo en plena cocorota, que en lugar de matarlo empezaba a rejuvenecerlo, algo de eso creo recordar. Lo mezclo con otra historia acerca de un hombre que estudiaba los orígenes del lenguaje y venía a dar con un segundo personaje que sufría una especie de mutación que lo retrotraía hacia los orígenes de la especie o algo así.  Pero aprovechando esta confusión me sobrevino el relato corto de Alejo Carpentier en el que el personaje en lugar de cumplir años descumple años y don Alejo relata minuciosamente ese proceso de retroceder o progreso reversivo de una vida. Lo mismo les pasa, pero ya sin tanto detalle, a los personajes de Cuatro Corazones con Freno y Marcha Atrás, de Jardiel Poncela que es lo mismo que le ocurre al de la película Benjamin Button, protagonizada por Brad Pitt, pero con menos gracia, porque Jardiel es Jardiel. Y eso me lleva, porque estaba buscando dónde había hablado de Eliade y no lo encontré, a la película El infinito (2017) de Justin Benson y Aaron Moorhea. En esta película ocurre lo mismo que en la de la marmota solo que aquí es una fuerza extraterrestre caprichosa la que encierra a diferentes grupos de personas en bucles de tiempo de diferente amplitud que se repite infinitamente, algunos tienen suerte y ese bucle tiene una amplitud suficiente como para hacer cosas distintas y darles la sensación de que tienen cierto control, pero hay uno en particular que es pillado justo en el momento de suicidarse y la amplitud de bucle es apenas ese gesto que el hombre repite y repite sin poder descansar un momento. Lo terrible es que lo que no se reinicia es su conciencia así que el hombre asiste al horror de su propia muerte infinitas veces.  No sé si este u otro de los personajes decía que lo peor que llevaba era no poder soñar, porque el bucle le impedía dormir. 

Dormir es precisamente otra de las cosas que más me gusta hacer en el mundo y precisamente porque sueño mucho y llego a atisbar una pizca de lo que sueño cuando despierto y solo con eso ya me gustaría encontrar la manera de que uno de esos bucles me pillara precisamente dentro de uno de esos mundos oníricos que soy capaz de crear en el interior de mi mente. (no es un deseo, tú, deidad maliciosa, que estás tentada de satisfacerme, es solo por completar la frase). Pero esto ya sería otra historia. 

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