miércoles, 5 de agosto de 2015

La vuelta a la isla en un día

Sin apuesta ni nada, he decidido seguir los pasos de Phileas Foog y demostrar que se puede dar la vuelta a la isla (Gran Canaria) en un solo día en guagua –este artículo debería patrocinármelo la Compañía de Transportes de Gran Canaria, antes llamada Global y aún antes disgregada en dos ramas, una que dominaba la zona que llamamos sur, Salcai, y otra cuyo ámbito era el norte, Utinsa. Ocurrió que la del sur se comió a la del norte, simplemente por volumen de viajeros–.
Decidí seguir el sentido de las agujas del reloj mirando desde arriba, a ojo de Dios o de astronauta de la Estación Espacial, así que me hice un planning a partir de los horarios de guaguas.
Desde San Telmo parte una que me lleva directamente hasta el Puerto de Mogán. Salen con bastante frecuencia; a intervalos de quince o veinte minutos, no mucho más. En realidad hay dos, la 1 y la 91. Esta segunda hace el trayecto «directo», lo que quiere decir que, una vez que sale de Las Palmas, para en el Aeropuerto, y luego da un largo salto de casi treinta minutos, hasta Arguineguín. A partir de ahí, ya no es tan directo, porque para en Patalavaca, Puerto Rico, Tauro, Playa del Cura, Taurito, etc. En total se tomará unos veinte minutos entre Arguineguín y Puerto de Mogán. La 1 va por el interior, por la «carretera vieja» y parando en cada agrupamiento urbano con suficiente entidad. Por eso se demora unas dos horas en llegar al Puerto de Mogán, cuando la otra ha tardado cincuenta y cinco minutos.
Nada que destacar en el trayecto salvo la sorpresa de que Tauro sigue siento exactamente el mismo poblado que era cuando nosotros veraneábamos en la Playa del Cura en casetas. Me refiero a los años sesenta. Es sorprendente que no haya ni el menor vestigio de intento de construcción y que se conserve la fila de casa, exactamente la misma, al borde del roquedal, que no playa, y hasta el mismo camino de tierra delante de ellas. Allí estaba la única tienda que había en bastantes quilómetros alrededor. Lo que me recordó Tauro fue a la Aldea Gala de Asterix y Obélix, rodeada por los ejércitos guiris invasores, un paisaje congelado en el tiempo. Deberían conservarlo tal y como está como una reserva antropológica.
Llegamos a Puerto de Mogán a las diez y media. Mi intención era echar un vistazo al pueblo de Mogán, en el que nunca he estado, porque siempre he pasado de largo de camino hacia o desde algún otro lugar. Pregunté por la guagua que me subía hasta allí y salía a las once. El asunto es que la guagua que me lleva hasta la Aldea sale a las once y media –tengo que tomar esa, porque la siguiente sale a las cuatro para llegar a la Aldea a las cinco, y media hora después sale la última desde la Aldea hasta Gáldar. Como soy un tipo muy precavido, prefiero no arriesgar.– lo que me deja un margen muy breve para echar un vistazo al pueblo. No obstante tomé la guagua y llegué a Mogán a las once y cuarto y me pasé de largo, porque el pueblo es tan estrecho que no tiene lugar para que la guagua aparque, y debe hacerlo un quilómetro más allá. Estupidez la mía por no haberme bajado en la parada del propio pueblo, pensando en que habría una estación y podría confirmar que por allí pasaría la guagua que sube hacia la Aldea y a qué hora. La alternativa era estar sentado esperando bajo el sol durante quince o veinte minutos a que apareciera la susodicha, o bajar hasta el pueblo y ver lo poco que me diera tiempo ver. Eso hice. Y apenas pude alongarme a mirar la plaza que es un pasillo estrecho que ahoga la calle y carretera principal  por la que apenas puede pasar un coche cada vez. Mogán  no deja buena impresión. No se ven innovaciones, actualizaciones del pueblo a los tiempos que corren. En Puerto de Mogán, la estación es un descampado de tierra. Es verdad que ya la tienen a medio construir en frente del descampado, pero teniendo en cuenta que estamos en el siglo veintiuno y que el Puerto de Mogán se explota turísticamente desde los setenta del siglo pasado, se han demorado un poquito en sentir la necesidad. En cuanto al Pueblo, nada pude ver, pero esa carretera que pasa por el medio en la que tienen que hacer florituras los camiones porque, para colmo, a continuación de la estrechez hay una curva, tampoco demuestra preocupación por algo tan esencial como el tráfico. Es incomprensible cómo a estas alturas no se ha pensado furibundamente en encontrar una vía alternativa que comunique el sur con la Aldea.
Una señora sentada en el umbral de una casa, que hacía de acera, porque no hay lugar para más, me informó de que esa era la parada de la guagua, que estaba a punto de llegar y que apenas me costaría tres cincuenta. La guagua llegó a su hora. Después de un enorme camión que parecía imposible que no se quedase atorado en aquel estrecho.
Antes de subir a la Aldea se pasa por Veneguera –donde se bajó la señora– y entonces comienza la subida. La carretera es bastante ancha, y subiendo vamos pegados a la montaña. De todas maneras no hay grandes barranqueras porque aquí la subida es relativamente suave. Es decir, se va subiendo progresivamente por las barranqueras. Hay un primer tramo que es todo pendiente, hasta que alcanzamos la cima, que se allana, por así decirlo, un trecho, para luego emprender la bajada hasta el valle de San Nicolás. En el «tramo llano» hay otra interrupción para bajar hasta Tasarte, que es un conjunto de casa desperdigados por la ladera de un barranco. La guagua baja hasta determinado punto de encuentro, maniobra dificultosamente y vuelve a subir; con un poco de suerte, ese esfuerzo se ve recompensado con algún pasajero.
Y ya estamos en la Aldea. Me bajo en el pueblo, para que no me pase lo mismo que me ocurrió en Mogán. El chófer me informa de que para coger la guagua a Gáldar basta con que me espere allí. Pero aún falta una hora y media. Sale, según horario, a las dos y cinco. Me doy una vuelta por el casco que hace años que no visitaba. Otro lugar por el que no pasa el tiempo. O, bueno, tal vez un poquitín. Alguna calle que recordaba que no tenía salida, ahora ya la tiene; algún edificio que estaba en construcción, ya está envejeciendo. El bar en el que me emborraché después de hacer una compra en el spar porque me entretuve allí con los parroquianos mirando la película (una, sobre unos italianos, durante la segunda guerra mundial, destacados en una remota isla griega) ya está cerrado; en realidad, ni supe localizarlo. Eso sí, me tomé una cerveza en el chino, que en aquellos tiempos estaba recién abierto –sospechosa reducción de la población felina, se bromeaba–. Al hijo de la chinita le había venido a visitar una amiga, que se bajó de la guagua en la que yo llegué, creo que subió en Tasarte.
Me di una vueltecilla pero era la una de la tarde, y no hay mucho que ver en la Aldea a las una de la tarde de un 4 de agosto. El parque tiene un recinto completamente vallado y cerrado, supongo que para los espectáculos de pago, lo cual da una pésima impresión. También estaba cerrado un recinto con diversas maquinarias para la extracción de agua. No quise entrar en un primer momento en la panadería y más tarde cuando ya me decidí, la habían cerrado. Podía haber vuelto al bar de la china, o a otro que está a un costado de la iglesia, pero no se me apetecía otra cerveza y me senté a esperar en la parada. Poco movimiento, algún coche que pasa y toca la bocina para saludar a no sé quién, un señor que también espera la guagua –lo supe después– pero a la sombra de los árboles del parque de enfrente. Una chica que pasa con una de esas blusas que dejan los hombros al aire y que parecen sostenerse con el volumen de los senos, que me dejó ensoñando travesuras hasta que llegó por fin la guagua de Gáldar.
El conductor era un «fitipaldi». Eso significa que el tío prácticamente ponía la guagua sobre dos ruedas en las incontables curva de esa carretera que va desde la Aldea hasta Agaete. Ya desde el primer trayecto desde el pueblo hasta la playa se le notaba al hombre cierta prisa. No era impresión mía porque los cuatro pasajeros que había le preguntaron, entre bromas y risas, si tenía a alguien esperándole en Gáldar, lo que significa que para ellos también conducía de manera, al menos, poco regular. Menos mal que yo iba distraído en mis pensamientos y además con el ánimo dispuesto, pero no es experiencia para emotivos o timoratos el ir en guagua a velocidad poco moderada por el tramo de Tirma. ¡Era la propia guagua la que adelantaba a los prudentes conductores! Por fortuna, al estar bajando, nosotros quedábamos por el lado de la montaña, lo cual nos evitaba el espectáculo de las barranqueras, estas ya no tan amables como las de la subida desde Mogán. Aquí la posible caída es de consideración, y no son pocos los que lo han confirmado. A lo que se le suma la estrechés de la carretera y el peligro, aunque más bien en época de lluvia, de derrumbamientos. La bajada hasta el Agujero siguió los mismos derroteros, con frecuentes bocinazos en las curvas para avisar a los otros conductores de que venía una guagua con un loco al volante. En esta bajada, también lo advertí en la subida hasta Tirma, se aprecian ya los trabajos de la nueva y financieramente dificultosa travesía que pretende ahorrarnos todo este trayecto horadando un túnel en la montaña. El trayecto entre el Agujero y Agaete es menos «impresionante», por la altura, aunque aún hay tramos con problemáticos estrechamientos.
Dudé si comprar un billete hasta Agaete o hacerlo directamente hasta Gáldar. Al final me decidí por Gáldar, porque suponía que en Agaete habría algún barullo debido a las fiestas de la Rama. ¡Y claro que lo había, precisamente hoy era el día grande de la bajada de la Rama! Ya desde lo alto se veían, en primer lugar, la multitud de coches desperdigados por todas partes, y, si se fijaba uno bien, veía una multicolor y semoviente masa por las calles, de la cual resaltaban las figuras saltarinas de los gigantes y cabezudos. El verde de las ramas no se destaca hasta que está uno abajo y ya ve a la gente a pie de guagua. Me temí una avalancha de viajeros borrachos pero aún era temprano y los que se retiraban eran los mayores, huyendo, probablemente, de la rebatiña alcohólica en que resulta todo fin de fiesta.
Ya estamos en Gáldar. Otra vez me bajé en el pueblo, lo que me impidió confirmar que, en efecto, en Gáldar también hay estación de guaguas. Esta ignorancia, cierta timidez que ya es de vergüenza confesar a mi edad, y la confianza en la sabiduría popular, me hicieron perder una buena hora esperando la guagua hacia las Palmas, cuando podía haberla cogido en la estación cada diez o quince minutos, tal y como yo mismo había previsto.
Eran las tres, así que me metí en un bar y me tomé un par de tapas junto con un par de cervezas, total seis euros, siete con propina, porque las chicas me cayeron bien y me gustó un tema musical que pusieron (no pregunté, apenas anoté el estribillo, pero no he conseguido localizarlo). ¿Y qué se puede hacer en Gáldar a las casi cuatro de la tarde? ¿Volver a casa?, nunca. Recordé que aún no había visitado la Cueva Pintada desde su acondicionamiento, imperdonable, así que fui allá.
Me atendió una guía muy amable que inició la visita solo conmigo, porque no había nadie más. Luego fueron llegando hasta juntarnos unos seis. Poco de nuevo aprendí que ya no supiera. La organización de las viviendas, por ejemplo, que nunca me había planteado. Me gustaron mucho esos huecos laterales para los lechos, y una única habitación de estar. La cocina, fuera, comunal. (Interesante, reflexiono ahora, la necesidad de intimidad familiar). Respecto a la propia Cueva Pintada, recuerdo una visita que hicimos cuando estudiante. Todavía habían plataneras en los alrededores de la cueva, y hasta alpendres con animales en los laterales. Se lo conté a la guía solo después de que se me pasara la desolación de que el calvorota del mostrador me preguntara, ¡a mí!, si tenía carnet de jubilado. La otra cosa que aprendí es que, al parecer, aprecian determinadas regularidades y/o patrones en los dibujos –geométricos– de la cueva para aventurar que pudieran ser ideogramas; con alguna función de calendario tal vez. Aún hay otra cosa a destacar, he visto mi primera película en 3D. Ya había tenido una primera impresión en casa de un amigo que tiene uno de esos televisores sofisticados, pero nunca he ido al cine a ver una de estas películas –primero, porque voy poco al cine, y segundo, porque las películas 3D suelen ser unas auténticas mierdas de entretenimiento ñoño con argumentos ridículos o simplemente aparentes para poder mostrar prodigiosas imágenes, prodigiosas solo en cuanto a la novedad del formato–. Después de darme una vuelta por el pueblo –nada llamativo que destacar, aunque podía haber visitado la casa museo de Antonio Padrón y no lo hice– me volví a la parada de guaguas, que no estación, señores galdenses –para ser justos, señor galdense– y tomé la siguiente hacia las Palmas, que venía del Puertito de Agaete, con un grupo de jóvenes gritones, pero pacíficos, que se bajaron casi todos en Guía.
Cuando estábamos por Las Arenas, por ahí entra la guagua cuando viene del norte, supongo que luego tomará el túnel Luengo para luego regresar a San Telmo (la otra posibilidad es que vaya por Mesa y López hasta Santa Catalina; sea como sea, al final todas acaban en San Telmo), me bajé con la intención de regresar andando a casa, por alagar el final de la jornada un poquitín.  A casa llegué a las ocho y pico, tras poco más de doce horas de travesía y con la satisfacción de haber cumplido mi modesto objetivo.

1 comentario:

  1. A pesar de lo modesto del periplo, no deja de ser un relato de viajes. Me ha gustado.

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