lunes, 15 de septiembre de 2014

Crónicas Marcianas o Elogio de la vulgaridad


En una entrevista que leí hace tiempo a David Foster Wallace, el hombre decía que uno de los motivos por los cuales muchos leíamos -me incluyo yo, fuera de cita indirecta- es porque encontrábamos en los libros esa afinidad que no encontrábamos en las personas. No pasa siempre, pero ocasionalmente uno lee frases o párrafos en los que se reconoce completamente, identifica un pensamiento que creía suyo original, y que, hasta el momento, no había escuchado expresar a ningún otro, y entonces tiene lugar ese momento mágico en el que uno cree haberse tropezado con “uno de los nuestros”. Aunque leo mucho, y hay muchas ocasiones en las que me manifiesto de acuerdo con sentencias y expresiones, personaje o situaciones que considero originales, y hasta las anoto para hacerlas mías, con no tanta frecuencia me doy con uno de esos instantes mágicos. Me ha pasado con un libro de Francisco Ramírez Viu, Hojas en la orilla, el texto es el siguiente:
Por eso estoy en guerra -contestó- la guerra es muy fácil y muy difícil de explicar, porque yo también busco algo, como tú. Y también, igual que tú, estoy perdida. En mi camino, cada paso desorientado es un milagro -hizo una pausa y cerró brevemente los ojos-. Avanzo entre cadáveres, yo misma lo soy, a mi alrededor hay tantos muertos que muchas veces no sé si estoy viva. Solo a veces, como ahora, creo que todavía lo estoy”.

Esta idea de avanzar entre cadáveres, de sentirse vivo entre muertos, y aún dudar de eso, es en lo que coincido yo con este texto; al menos me saltó a la memoria un presunto poema que escribí una vez:

a favor de que todo el mundo se muera menos yo
que todo se quede como está, los coches parados o en marcha con un difunto al volante
las neveras repletas
los cines funcionando con miles de cadáveres ciegos mirando la pantalla
las grúas dando vueltas dirigidas por las rígidas manos de un obrero muerto
las televisiones encendidas mostrando los cadáveres de los presentadores corrompiéndose
las universidades hirviendo de cadáveres por los pasillos y en las clases los cadáveres atendiendo por primera vez a las mudas explicaciones del occiso profesor
los trenes interminables que no paran en las estaciones
las estaciones llenas de muertos que ya no esperan ningún tren
los teatros silenciosos donde un público de ojos vacíos observa atónito el espectáculo petrificado de los actores muertos
las calles
las playas con cuerpos muertos desnudos tomando el sol
las oficinas estatales donde los difuntos ciudadanos esperaran infinitamente a que el funcionario también difunto les resuelva un complicado papeleo
y yo paseando por todos estos lugares,
yo solo, caminando y riéndome de todos estos muertos menos yo
que no estoy muerto, já.

Es cierto que en mi poema hay elementos discordantes, como eso de que esté a favor de que todo el mundo se muera. Pero mi personaje se pasea entre los cadáveres, que en realidad es una metáfora -sospecho- de lo que la chica dice en el texto de Ramírez Viu. Los cadáveres están todos en sus labores cotidianas, allí les pilla la muerte, y todo continúa como está como si esa cotidianeidad no se hubiera percatado de que todo el mundo está muerto. Como si la cotidianeidad continuara a pesar de que todos están muertos. Creo que la idea del poema es expresar esa sensación de aislamiento que todos sentimos frente a los otros, esa sensación de que somos nosotros los que realmente percibimos las cosas como son y que los demás no. Los demás están muertos porque son incapaces de percibir, de sentir, de comprender como nosotros comprendemos. Por eso estamos solos, y nos paseamos entre cadáveres. Por eso los miramos en sus labores cotidianas como si se entregaran a ellas, como si fuera la cotidianeidad la que funcionara en ellos y ellos estuvieran definitivamente muertos al no resistirse, a no ser capaces de percibirlo, como nosotros, el personaje, que no está muerto.
Yo, claro, sospecho que hay un error en todo esto. No puede ser que todos estén muertos y solo yo esté vivo. No puede ser que yo sea el único que tenga razón: vaya suerte la mía que me vino a tocar a mí precisamente tener razón. No. Aquí falla algo. En efecto ocurre que nos sentimos aislados porque comprendemos que los demás no comprenden de la misma manera que lo hacemos nosotros, no aman como nosotros amamos, no sienten, ni perciben como nosotros percibimos. Tratamos de explicarles, pero ellos permanecen obtusos a nuestras explicaciones, tratamos de encontrar afines entre ellos y todos nos parecen planos, o retorcidamente complicados, o absurdos, o maliciosos, en fin, muertos. Gracias a los libros descubrimos -o los libros nos engañan- que hay gente que es más o menos afín a nosotros, o, al menos eso nos hacen pensar algunos escritores cuando aciertan a conseguir que nos veamos reflejados en sus textos. Y esto nos proporciona algún consuelo, puesto que si alguien en alguna parte llegó a conclusiones afines, tiene que ser porque hay alguien vivo en alguna parte, pero no es suficiente, no calma nuestra sed la simple constatación del agua.
Alguna vez ocurre que nos tropezamos con uno de los nuestros. Mientras deambulamos por esas calles llenas de cadáveres, de pronto percibimos uno que se mueve (“Tú está más loco que yo”, me dijo alguien una vez; esos instantes no se olvidan nunca) y nos quedamos como atravesados por un rayo, temblando, emocionados. Entonces empezamos a hacerle gestos intentando revelarle nuestra posición, hacerle entender que nosotros también estamos vivos y que podríamos unir nuestros caminos y acompañarnos. Gesticulamos, saltamos, gritamos, escribimos y nada. Entonces comprendemos. Esta es la tragedia del Ser Humano, señores. Ese ser afín, ese compañero del alma único entre tantos muertos que vive como nosotros, no nos ve. Para él nosotros también estamos muertos. No es simétrica esta percepción. No hay sincronía entre los seres humanos. Es un puro azar encontrar a uno de esos seres vivos, como nosotros, entre todos los muertos que abarrotan las calles. Pero es un milagro que coincida que ese ser vivo, como nosotros, también nos vea a nosotros como ser vivo, como él.
Por eso nos homogeneizamos. Por eso tendemos a gustar de los mismos espectáculos, por eso disfrutamos tanto de la televisión, del fútbol, de la moda. Cuanto más comunes seamos, más probabilidades de encontrar vivos entre los muertos tendremos, y más probables serán esos milagros de que alguno de esos vivos que encontramos también nos vean a nosotros.

En la última parte de Crónicas Marcianas, la serie para televisión, no los relatos de Bradbury, Rod Hudson -no recuerdo cómo se llama el personaje- habla con un marciano. Una conversación curiosa. El marciano piensa que Hudson es un fantasma, mientras que Hudson piensa que el marciano es un fantasma. Los terrícolas creen que la raza marciana se extinguió hace millones de años, y que de su recuerdo tan solo queda las geométricas, cristalográficas formaciones artificiales que ellos han supuesto restos de ciudades. El marciano le refuta que no tiene más que mirar, que ellos están ahí, que las ciudades siguen pobladas, que no han desaparecido. Tal vez esa es la conclusión que saca el terrícola, crítico con la actitud de los terrestres: la de que la única manera de convivencia con los marcianos es esa, que ambos se mantengan en su planos respectivos, que no se perciban los unos a los otros salvo en instantes azarosos. Ya hemos visto en un capítulo anterior lo que ocurre cuando un marciano se adentra en la jungla humana: las emociones humanas, tan egoístas, acabaron con él.
No es posible mezclar sensibilidades distintas, porque esa mezcla llevaría a la destrucción de una o de otra. Tal vez la enseñanza es que estamos condenados a andar así, solos, aislados en nuestra burbuja de concepciones de cómo es el mundo, condenados a deambular azarosamente chocando por azar con otras partículas que no nos perciben o que no percibimos y nos atraviesan o las atravesamos como los neutrinos solares; y, ocasionalmente, algunos, de la misma consistencia, por azar se encuentran, chocan y la energía que desprende ese choque despide un leve destello, cuya luz tal vez se propaga y perdura en la memoria, pero enseguida se apaga y todo queda de nuevo envuelto en la oscuridad. Miramos al cielo y percibimos constantes destellos luminosos. Es hermoso. Pero es tan escaso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario