En una entrevista que leí hace tiempo
a David Foster Wallace, el hombre decía que uno de los motivos por
los cuales muchos leíamos -me incluyo yo, fuera de cita indirecta-
es porque encontrábamos en los libros esa afinidad que no
encontrábamos en las personas. No pasa siempre, pero ocasionalmente
uno lee frases o párrafos en los que se reconoce completamente,
identifica un pensamiento que creía suyo original, y que, hasta el
momento, no había escuchado expresar a ningún otro, y entonces
tiene lugar ese momento mágico en el que uno cree haberse tropezado
con “uno de los nuestros”. Aunque leo mucho, y hay muchas
ocasiones en las que me manifiesto de acuerdo con sentencias y
expresiones, personaje o situaciones que considero originales, y
hasta las anoto para hacerlas mías, con no tanta frecuencia me doy
con uno de esos instantes mágicos. Me ha pasado con un libro de
Francisco Ramírez Viu, Hojas en la orilla, el texto es el siguiente:
“Por eso estoy en guerra
-contestó- la guerra es muy fácil y muy difícil de explicar,
porque yo también busco algo, como tú. Y también, igual que tú,
estoy perdida. En mi camino, cada paso desorientado es un milagro
-hizo una pausa y cerró brevemente los ojos-. Avanzo entre
cadáveres, yo misma lo soy, a mi alrededor hay tantos muertos que
muchas veces no sé si estoy viva. Solo a veces, como ahora, creo que
todavía lo estoy”.
Esta idea de avanzar entre cadáveres,
de sentirse vivo entre muertos, y aún dudar de eso, es en lo que
coincido yo con este texto; al menos me saltó a la memoria un
presunto poema que escribí una vez:
a favor de que todo el mundo se
muera menos yo
que todo se quede como está, los coches parados o en marcha con un difunto al volante
las neveras repletas
los cines funcionando con miles de cadáveres ciegos mirando la pantalla
las grúas dando vueltas dirigidas por las rígidas manos de un obrero muerto
las televisiones encendidas mostrando los cadáveres de los presentadores corrompiéndose
las universidades hirviendo de cadáveres por los pasillos y en las clases los cadáveres atendiendo por primera vez a las mudas explicaciones del occiso profesor
los trenes interminables que no paran en las estaciones
las estaciones llenas de muertos que ya no esperan ningún tren
los teatros silenciosos donde un público de ojos vacíos observa atónito el espectáculo petrificado de los actores muertos
las calles
las playas con cuerpos muertos desnudos tomando el sol
las oficinas estatales donde los difuntos ciudadanos esperaran infinitamente a que el funcionario también difunto les resuelva un complicado papeleo
y yo paseando por todos estos lugares,
yo solo, caminando y riéndome de todos estos muertos menos yo
que no estoy muerto, já.
que todo se quede como está, los coches parados o en marcha con un difunto al volante
las neveras repletas
los cines funcionando con miles de cadáveres ciegos mirando la pantalla
las grúas dando vueltas dirigidas por las rígidas manos de un obrero muerto
las televisiones encendidas mostrando los cadáveres de los presentadores corrompiéndose
las universidades hirviendo de cadáveres por los pasillos y en las clases los cadáveres atendiendo por primera vez a las mudas explicaciones del occiso profesor
los trenes interminables que no paran en las estaciones
las estaciones llenas de muertos que ya no esperan ningún tren
los teatros silenciosos donde un público de ojos vacíos observa atónito el espectáculo petrificado de los actores muertos
las calles
las playas con cuerpos muertos desnudos tomando el sol
las oficinas estatales donde los difuntos ciudadanos esperaran infinitamente a que el funcionario también difunto les resuelva un complicado papeleo
y yo paseando por todos estos lugares,
yo solo, caminando y riéndome de todos estos muertos menos yo
que no estoy muerto, já.
Es cierto que en mi poema hay elementos
discordantes, como eso de que esté a favor de que todo el mundo se
muera. Pero mi personaje se pasea entre los cadáveres, que en
realidad es una metáfora -sospecho- de lo que la chica dice en el
texto de Ramírez Viu. Los cadáveres están todos en sus labores
cotidianas, allí les pilla la muerte, y todo continúa como está
como si esa cotidianeidad no se hubiera percatado de que todo el
mundo está muerto. Como si la cotidianeidad continuara a pesar de
que todos están muertos. Creo que la idea del poema es expresar esa
sensación de aislamiento que todos sentimos frente a los otros, esa
sensación de que somos nosotros los que realmente percibimos las
cosas como son y que los demás no. Los demás están muertos porque
son incapaces de percibir, de sentir, de comprender como nosotros
comprendemos. Por eso estamos solos, y nos paseamos entre cadáveres.
Por eso los miramos en sus labores cotidianas como si se entregaran a
ellas, como si fuera la cotidianeidad la que funcionara en ellos y
ellos estuvieran definitivamente muertos al no resistirse, a no ser
capaces de percibirlo, como nosotros, el personaje, que no está
muerto.
Yo, claro, sospecho que hay un error en
todo esto. No puede ser que todos estén muertos y solo yo esté
vivo. No puede ser que yo sea el único que tenga razón: vaya suerte
la mía que me vino a tocar a mí precisamente tener razón. No. Aquí
falla algo. En efecto ocurre que nos sentimos aislados porque
comprendemos que los demás no comprenden de la misma manera que lo
hacemos nosotros, no aman como nosotros amamos, no sienten, ni
perciben como nosotros percibimos. Tratamos de explicarles, pero
ellos permanecen obtusos a nuestras explicaciones, tratamos de
encontrar afines entre ellos y todos nos parecen planos, o
retorcidamente complicados, o absurdos, o maliciosos, en fin,
muertos. Gracias a los libros descubrimos -o los libros nos engañan-
que hay gente que es más o menos afín a nosotros, o, al menos eso
nos hacen pensar algunos escritores cuando aciertan a conseguir que
nos veamos reflejados en sus textos. Y esto nos proporciona algún
consuelo, puesto que si alguien en alguna parte llegó a conclusiones
afines, tiene que ser porque hay alguien vivo en alguna parte, pero
no es suficiente, no calma nuestra sed la simple constatación del
agua.
Alguna vez ocurre que nos tropezamos
con uno de los nuestros. Mientras deambulamos por esas calles llenas
de cadáveres, de pronto percibimos uno que se mueve (“Tú está
más loco que yo”, me dijo alguien una vez; esos instantes no se
olvidan nunca) y nos quedamos como atravesados por un rayo,
temblando, emocionados. Entonces empezamos a hacerle gestos
intentando revelarle nuestra posición, hacerle entender que nosotros
también estamos vivos y que podríamos unir nuestros caminos y
acompañarnos. Gesticulamos, saltamos, gritamos, escribimos y nada.
Entonces comprendemos. Esta es la tragedia del Ser Humano, señores.
Ese ser afín, ese compañero del alma único entre tantos muertos
que vive como nosotros, no nos ve. Para él nosotros también estamos
muertos. No es simétrica esta percepción. No hay sincronía entre
los seres humanos. Es un puro azar encontrar a uno de esos seres
vivos, como nosotros, entre todos los muertos que abarrotan las
calles. Pero es un milagro que coincida que ese ser vivo, como
nosotros, también nos vea a nosotros como ser vivo, como él.
Por eso nos homogeneizamos. Por eso
tendemos a gustar de los mismos espectáculos, por eso disfrutamos
tanto de la televisión, del fútbol, de la moda. Cuanto más comunes
seamos, más probabilidades de encontrar vivos entre los muertos
tendremos, y más probables serán esos milagros de que alguno de
esos vivos que encontramos también nos vean a nosotros.
En la última parte
de Crónicas Marcianas, la serie para televisión, no los relatos de
Bradbury, Rod Hudson -no recuerdo cómo se llama el personaje- habla
con un marciano. Una conversación curiosa. El marciano piensa que
Hudson es un fantasma, mientras que Hudson piensa que el marciano es
un fantasma. Los terrícolas creen que la raza marciana se extinguió
hace millones de años, y que de su recuerdo tan solo queda las
geométricas, cristalográficas formaciones artificiales que ellos
han supuesto restos de ciudades. El marciano le refuta que no tiene
más que mirar, que ellos están ahí, que las ciudades siguen
pobladas, que no han desaparecido. Tal vez esa es la conclusión que
saca el terrícola, crítico con la actitud de los terrestres: la de
que la única manera de convivencia con los marcianos es esa, que
ambos se mantengan en su planos respectivos, que no se perciban los
unos a los otros salvo en instantes azarosos. Ya hemos visto en un
capítulo anterior lo que ocurre cuando un marciano se adentra en la
jungla humana: las emociones humanas, tan egoístas, acabaron con él.
No es posible
mezclar sensibilidades distintas, porque esa mezcla llevaría a la
destrucción de una o de otra. Tal vez la enseñanza es que estamos
condenados a andar así, solos, aislados en nuestra burbuja de
concepciones de cómo es el mundo, condenados a deambular
azarosamente chocando por azar con otras partículas que no nos
perciben o que no percibimos y nos atraviesan o las atravesamos como
los neutrinos solares; y, ocasionalmente, algunos, de la misma
consistencia, por azar se encuentran, chocan y la energía que
desprende ese choque despide un leve destello, cuya luz tal vez se
propaga y perdura en la memoria, pero enseguida se apaga y todo queda
de nuevo envuelto en la oscuridad. Miramos al cielo y percibimos
constantes destellos luminosos. Es hermoso. Pero es tan escaso.
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