jueves, 19 de diciembre de 2024

Ser gente o no ser gente

 

Yo sé que existo

porque tú me imaginas.

Soy alto porque tú me crees

alto, y limpio porque tú me miras

con buenos ojos,

con mirada limpia.

Tu pensamiento me hace

inteligente, y en tu sencilla

ternura, yo soy también sencillo

y bondadoso.

Pero si tú me olvidas

quedaré muerto sin que nadie

lo sepa. Verán viva

mi carne, pero será otro hombre

—oscuro, torpe, malo— el que la habita…

Ángel González


¿Somos una creación de los otros? Nuestro ser social, es una creación de los otros. O más bien, una creación nuestra por cómo nos vemos en los otros. Si no nos vemos en los otros nos sentimos aislados e indefinidos. Poco importantes, desde luego. Existimos, socialmente,  porque los demás nos imaginan, porque existimos en su imaginación. 

Claro, eso no lo podemos saber si no es por su actitud hacia nosotros. Si nos miran con indiferencia, nos acabamos sintiendo incómodamente indiferenciados, si nos prestan atención nos llenamos de orgullo, de vanidad, pero también de motivaciones, de luces, de intenciones. La actitud de los otros hacia nosotros nos determina en gran parte. Esa actitud a veces se contradice con la presencia de esos otros en nosotros.  Un extra de nuestra película, resulta que nos tiene a nosotros como ídolos centrales. Para nuestros personajes principales, nosotros solo somos personajes marginales.

 Cuando no existen coincidencias  todo se demuestra falso. Una mera subjetividad. No nos creemos a nosotros mismos, nos secamos, incluso nos reviramos con rabia contra esa indiferencia, llegamos al odio, incluso la maldad, saltamos de cualquier modo para que se nos vea, como un fantasma que trata de revelar su presencia generando poltersgeist.  Cuando existen, nuestro cuerpo se adensa, sentimos hasta un  «destino» señalándonos el horizonte. Nos sentimos buenos, altos, limpios, inteligentes y bondadosos, como un Mao Tse Tung o un Kim Jong-un 

En eso consiste la fama. No solo en el poder de que te dota – el poder de decir, “no sabe usted con quién está hablando” y que se te abran puertas –. El famoso es alguien conocido y por lo tanto confiable – hasta que te lo encuentras de frente y resulta que es un gilipollas, o peor, un tipo normal y corriente –. Un cualquiera por la calle  es siempre una potencial amenaza, hasta que hablas con él o ella y resulta que es un tipo simpático, lleno de miedos como tú, deseando, como tú, encontrar a  alguien del que no recelar… muchas veces; otras veces es un gilipollas y hay que salir corriendo. 

Pero, ¡cuidado! También el famoso se hace notar, y es una luz que camina. Todos los gusanos de Arrakis acudirán a devorarlo donde quiera que se encuentren, por vasto que sea el desierto. Arrancarle un cachito – un autógrafo, un saludo, un selfie, un préstamo, un simulacro de amistad, una recomendación, un poco de su luz – Este es el peligro del famoso público. 

La red nos da la otra fama, la que molesta menos. Aspiramos a muchos likes, a muchas visualizaciones, a que todas esas miradas nos adensen, nos concreten socialmente. Si no es por ellos solo somo unos cualquiera, ellos; en cambio para ellos somos yo, el tipo del podcast, el tipo del blog más famoso de Canarias, (osea, yo), el tipo de los vídeos simpáticos de youtube o de tiktok. Solo buscamos ser gente, que se nos vea, que se nos confirme nuestra existencia. Cuantos más, más reales somos. 

Supongo que eso nos compensa de nuestras pobres vidas cotidianas (podres vidas cotidianas) donde no somos más que maridos, padres, amigos, clientes, votantes, víctimas (no verdugos, esos ya tienen su propia forma horrible de sentirse gente) gente corriente, apagados, comunes. 

No, tal vez todos somos estrellas, pero donde hay tantas estrellas, quién distingue a una de otra. La red potencia la tenue luz de cada uno, pocos tienen realmente una luz propia destacable – los que la tienen no sienten la necesidad de destacar porque ese es su medio como el agua para un pez – , pero el foco y la lupa de la red hace que nos veamos un poquito más grandes más luminosos y se nos vea a nosotros en medio de la multitud si se hurga un poquito, como a Wally. Ahí estamos, somos nosotros, salimos en la foto, ese que pasa por detrás con cara de despistado, ese que se lleva la cuchara a la boca, pero ahí estamos. 

Esta es la reflexión que me sugiere el poema de Ángel González. Es verdad que el poema parece referirse a un/a antagonista concreto, una tú o un tú que nos hace sentirnos gente. Sentirse gente, no solo yo. Suena contradictorio con todo lo anterior. Pero me parece que es lo mismo. Uno, siendo yo está muy solo y siente muchas veces necesidad de sentirse gente, sentirse como los otros . Por eso hay tanta imitación de comportamientos. Yo también puedo ser y/o hacer como ese. Y por lo tanto yo soy tanto, tan gente, como ese. 

Sí, parece contradictorio que al mismo tiempo queramos distinguirnos de todos y que lo hagamos porque queremos sentirnos como todos, parte de todos. Todos nos hacemos tatuajes y cada uno buscamos el tatuaje que nos distinga de los otros – claro que, como todos, miramos en el catálogo de los tatuajes más audaces – Y tal vez lo sea y yo esté equivocado y sea solo yo al que le pasan estas cosas absurdas. 

No me he hecho ningún tatuaje, pero sí tengo un blog, pero no recibo muchas visitas, y no me siento muy gente, pese a que diariamente me destaco entre una multitud que me mira – aunque no creo que me escuche –  aburrida.  


Sentirse  «gente» 

No es trivial, eso de sentirse gente, uno como todos. Todos nos sentimos yo. Tal vez no existe  «la gente» sino como una apreciación subjetiva de cada uno. La gente son los otros, pero yo no pertenezco a esa categoría. Y sin embargo uno percibe una uniformidad, clamorosa, en la gente. Se comportan, actúan, de una manera previsible, o imprevisible a veces, pero todos a una. Siempre ha sido verdad que si uno se tira por un barranco todos nos vamos a tirar por el barranco (bueno, yo no, decimos todos) – también ha sido siempre verdad que aquel no llegó a tirarse, todos los demás, sí – También siempre ha sido verdad que donde hay muchos es que no hay mucho peligro – el peligro acaba siendo el que sean muchos. Siempre atracción y repulsión. 

Yo, a veces, echo de menos ser como la gente, es decir, como alguna gente y siempre, siempre, me resisto, siento como una vergüenza, cuando me veo comportándome como la gente, es decir, como alguna gente. 


jueves, 5 de diciembre de 2024

La mentira y la palabra.

Hablar es mentir, dicen los más escépticos. Supongo que por eso leo tanta literatura, porque sé en qué campo me estoy moviendo. En cambio, hablando con cualquiera por ahí, escuchando lo que dicen en el telediario, atendiendo a declaraciones de políticos u oyendo hablar a los obreros durante la hora del bocadillo, siempre pienso, ¿no se dan cuenta de que todo lo que dicen es mentira? Yo creo que sí, que se dan cuenta, pero es una inercia, un hábito, una costumbre, un acuerdo social. Mentir es lo corriente. ¿Cómo estás?, bien. Así empezamos. Desde primera hora de la mañana, con el Buenos días. 

¿En qué va uno a creer en estas circunstancias?

Yo debo ser muy inocente. Todavía me sigo sorprendiendo cuando pillo una mentira flagrante y fragante (una de las dos tiene que ser la buena). Cuando empieza a salir el olor y todos hacen como si no lo olieran. “Yo no miento nunca”, dice el político acosado a preguntas y acusado de falsedad. Y uno se siente apiadado por él, que parece realmente sincero al decir que nunca miente, al sentir humillada su dignidad, y hasta uno trata de matizar creyendo que, bueno, todos mentimos, pero no siempre conscientemente, con mala intención, es solo una forma de hablar. Al rato le sacan el contrato que tenía, de operador de fotocopiadora o algo así, con el empresario al que afirmaba no conocer de nada. Y, bueno,  «olvidé ese pequeño detalle»  (esto, poco más o menos alude a un postcas o poscast o poscas, o documento de audio que oí una vez relatando las circunstancias alrededor del suceso denominado el Tamayazo)  Y uno se siente ridículo, por haber creído que aquel hombre juraba honestamente no mentir nunca. Siempre me siento ridículo ante una mentira. Siempre me siento débil, siempre me siento culpable por haber creído. A veces trato de levantarme el ánimo diciéndome que al menos eso significa que sigo siendo, en alguna medida, inocente. Mucha gente se protege de este dolor simplemente no creyendo nada. Todos mienten, dicen continuamente. “No te creo, tú me dices que vienes de Vladivostock para que yo no te crea y piense que vienes de San Petersburgo, pero en realidad vienes de Vladivostock” Esto es un cuento de Borges para explicar cuál es la manera correcta de jugar al póquer. No sé dónde lo leí, ni si se trataba del póquer o si se trataba de Borges. No me crean. Ya ven. Así van por el mundo. Todos los demás mienten, por qué voy yo a ser el gilipollas que vaya con la verdad por delante. 

Al menos en literatura sabemos a qué atenernos. No hay nada aquí que tengan que creer o no creer. Esto no se lee para firmar al pie sino para divertirse un rato de toda la barahúnda de ahí fuera. Después se arruga y se tira. Esa debería ser la función de la mentira.  

Yo no sé mentir. Le huyo a los mendigos por la calle para no tener que decirles “no tengo”. O peor, salgo sin bolsillos para poder decírselo sin mentir. Es que también soy muy cobarde y pocas veces me atrevo con el NO. A veces son muchos y muy pesados. Y además nunca es un simple gracias adiós, sino que una vez que has cedido tratan de jalar algo más, o ponen malas caras si no es suficiente. Falta mucha humillación entre lo pobres, falta la cerviz subyugada y la mano temblorosa, que nos hace tan fuertes a los potentados. En fin, nada es como antes. El caso es que huyo porque soy débil y no tengo razones para no dar y eso puede ser muy peligroso para cualquier economía. Qué bien me haría mentir en casos como este. No te doy por ayudarte, ve en paz hermano. En un cuento de baudelaire el personaje apaleaba a los pobres, para fomentar en ellos el orgullo y la rebeldía. Qué gran labor. Me he salido de tema. Si es que había tema. Bueno, el tema está claro, la mentira como normalidad. 

Ahora que lo pienso, la mentira como normalidad es una forma de verdad. Un periódico pone un adjetivo, otro periódico pone otro adjetivo y un tercero elude la calificación. Todos cuentan la misma noticia. En el fondo esa es la verdad. Pero para unos es gravísima, para otros es trivial, para unos terceros, mejor no opinar al respecto no sea que nos retiren los anuncios. Y uno solo sabe que la tal Begoña a lo largo de no se cuantos años ha tenido y mantiene hasta once cuentas en bancos con un máximo de veinte o cuarenta euros en cada uno. Sospechoso, ¿no? Algo se trae, seguro que al final algo le vamos a encontrar. Tenemos todo el aparato judicial investigando. Nadie es tan blanco, le pillaremos lo que sea que haya hecho. 

Cada vez que veo un guardia civil o un policía me digo, ya me pilló. No sé en qué, pero seguro que, si miran, algo encuentran: daños prohibidos en la carrocería, las ruedas muy desinfladas o sobre infladas, o con menos huella de la que debiera. Un faro bizco o una cagada ilegal en el parabrisas. ¿Usted se salvaría de una investigación como a la que la están sometiendo? Seguro que miente, seguro, pero ¿en qué?. 

Tengo tantas ganas de creer, a veces. Que creo aunque sea mentira.