viernes, 27 de septiembre de 2024

No ser perfecto

 Hay que perdonarse no ser perfectos, dice en alguna anotación de mis libretas. Y me suena que no es la primera vez que me lo digo.  De hecho es probable que me lo repita mucho a juzgar por la situación en la que salió esta última vez. 

Comete uno habeses(*) una clase de errores que hacen que se desmorone toda la construcción de palillos en la que basa su propia autoestima. Supongo que cuando uno no dispone de buenos materiales siempre conviene no dejar que la construcción se eleve demasiado porque las caídas resultan más estrepitosas desde más alto, y duelen más. Yo reconozco que apenas llego a dos plantas. Apuntando la tercera siempre ocurre algo que me pone en evidencia ante mí mismo, y ¡pum!, todo abajo de nuevo. 

Y son tonterías, no crean que estoy hablando de grandes tragedias. La última, simplemente confundir una línea por otra. Pero hacerlo después de tres rigurosas comprobaciones. Si por lo menos tuviera un espíritu más supersticioso podría culpar a algún mago Micomicón que me tuviera por enemigo y se empeñara en transformarme los gigantes en molinos justo en medio de la refriega para dejarme en ridículo; pero estudié ciencias, y mi juramento niutoniano (todavía estoy estudiando para alcanzar el grado de einsteniano) no me permite caer en esas tergiversaciones de la realidad. Así que debo afrontar, desnudo de toda vestidura fantasiosa en medio del páramo de la realidad, a mi propia estupidez cara a cara. 

¡Y aquí estoy reprochándome no ser perfecto! No me perdono no ser perfecto. No me perdono no haber sido un gran músico, no haber alcanzado las mayores cotas de la literatura, no me perdono no ser un dibujante fino, no me perdono no haber sido un gran seductor, no me perdono no haber sido el mejor padre, en fin, no me perdono. 

Pero tampoco me culpo. No he sentido nunca ninguna razón para ser ninguna de esas cosas. No he tenido ese impulso de ser el mejor en nada. Ni siquiera bueno.  Me ha faltado el prurito de la autoexigencia. Sí que lo he intentado, he intentado ser todas esas cosas por el simple hecho de que me gustaba hacerlas. Pero los resultado no me han satisfecho y me he desalentado, quizá demasiado pronto. 

Es lo que tiene querer ser perfecto, que uno quiere serlo ahora y sin mucho esfuerzo. De otro modo, empleando muchísimo tesón y tantísimo esfuerzo, ¿quién no va a alcanzar cotas de perfección?, eso no tiene mérito. El mérito está en serlo, no en hacerse. Hacerse puede cualquiera. Eso es lo que no me perdono. No haber sido ya. Nunca me ha parecido mérito suficiente el hacerse uno el mejor  o simplemente bastante bueno. Eso, con mucha práctica y tesón lo consigue cualquiera con tal de quererlo. Yo nunca lo he querido, me bastaba con mis pobres logros si poco lograba y con la constatación de que en esto tampoco era un genio para abandonar. Abandonar con pena, pero, al principio, con la, no certeza, sino seguridad no pensada ni tampoco cuestionada, de que encontraría mi lugar en otra parte.

No es que haya tenido una vida muy inquieta. Confieso que debo provenir más de la rama de los folívoros que de los primates. No he picado tampoco en demasiadas flores del campo de las actividades humanas, en cuanto me acomodé en la lectura ya me pareció suficientemente amplio como para abarcar todas mis expectativas. Los otros afanes a los que me he entregado han sido más bien por obligación – los laborales, principalmente –  y por prescripción médica – “haga usted ejercicios” –  y es en ellos donde siempre me he sentido disminuido, falto de genialidad, imperfecto en suma. 

Así que no he destacado en nada. Ni en mí, como diría Pessoa. Y eso me duele. Es como si no hubiera cumplido mi destino, como si en el libro de los Grandes Hombres de la Humanidad (GHH de ahora en adelante) hubieran tenido que tachar con fastidio, decepcionados, mi nombre. Me sabe mal por ellos, los grandes gestores de los destinos de la humanidad, que ante casos como el mío, que no llegaron a cumplir sus pronósticos, les evidencia que ellos tampoco son perfectos, y probablemente les duele, y les lastra en sus actividades de emancipación de los espíritus o lo que quiera que sea su actividad. Y no se perdonan. No ser perfectos, ellos que sí que deberían serlo ya de por sí. 


(*)lo escribí así, de entrada, y decidí dejarlo a modo de ejemplo de esa clase de errores a que me refiero. 

jueves, 5 de septiembre de 2024

Lecturas de Verano. Terra Nostra y La Broma Infinita

 Este verano he estado leyendo Terra Nostra, de Carlos Fuentes y La Broma Infinita, de David Foster Wallace.



Se habla muy poco de Terra Nostra y ahora sé por qué. Es una lectura de máster, complicada como el demonio. No me siento muy capaz, todavía, metido ya en el último cuarto de la novela, de explicarla. 

No es una novela que pueda resumirse con un: un señor se despierta por la mañana en París y nota que algo ha cambiado. Esto solo describe la primera página. Luego ese señor resulta que no es exactamente un señor sino muchos señores que se replican en el tiempo. Un tiempo histórico aunque algo embarullado donde un Felipe, un rey fanático religioso, cuyo fanatismo parece querer conjurar todas sus dudas, está construyendo un enorme monumento en forma de parrilla, como la que usaron para asar a san Lorenzo, en donde quiere inhumar a todos sus antepasados, cuyos huesos ya ha hecho traer de todas partes del reino. Este rey Felipe es hijo de una reina loca, sin piernas y sin brazos, que está empeñada en revivir a su marido difunto, otro alocado Felipe muy bullanguero (no es bullanga la palabra adecuada, pero es la que me salió y la voy a dejar que es palabra que acabará perdiéndose si no se usa, aunque sea mal) con otras mujeres pero no con ella. El Felipe hijo es todo lo contrario, tan respetuoso con las mujeres que no las toca, en parte porque ha heredado todas las enfermedades que su padre consiguió recolectar por esas camas de dios, cuando eran camas y no simple pasto, y en parte porque tiene una concepción muy caballeresca del amor; así, adora a su mujercita inglesa, pero no la toca, por no mancharla, diz, y ella tiene que buscar entre la discreta plebe quien la manche y que no se vaya de la boca si no quiere morir achicharrado. 

Y todavía todo esto no explica nada. Porque hay varios personajes, cuyas vidas parecen repetirse en ciclos, repitiéndose sus encuentros, siendo los mismos pero otros cada vez, o como viviendo vidas paralelas y que recuerdan y no recuerdan al mismo tiempo. Son una mujer con los labios tatuados – acabo de leer un encuentro de ella con don Quijote, que está siendo manteado, y a la que Sancho requiere para que le ayude –, Celestina; un joven estudiante, Ludovico, versado en latín, griego y hebreo y que acaba, en la segunda parte del libro, inaugurando las Américas, y tres jóvenes gemelos, al menos iguales, a pesar de que nacieron de diferentes padres y en momentos distintos, los tres con las mismas extrañas señales corporales que indican que son heraldos de algún gran evento por suceder, vaya usted a saber qué, porque aún no he terminado el libro. 

Aquí todo detalle parece relevante. Lo averigua uno después, cuando algo que dejó pasar como una anécdota se vuelve cuestión importante. Y los grandes sucesos transcurren uno detrás de otro sin que uno pueda comprender muy bien la lógica que los une. Si a algo me recuerda esta novela es, sobre todo en la parte de las Américas, a esos libros sagrados indígenas tipo el Pophl Vu, donde las vicisitudes de los personajes se van sucediendo dejando una impresión de simbolismo, de analogía con ¿qué?, la creación del mundo, la transición de las eras por las que atraviesa la historia de la humanidad, lo malamente que las ideas religiosas influyen en el proceso evolutivo que es la Historia…, yo qué sé. 

Y ahí estamos, pendientes de saber más, porque ¡que me la acabo, me la acabo!, que he hecho promesa. De algún modo tendremos que volver al París del siglo veinte con aquel  Polo Febo que se  tropieza con Celestina en un puente sobre el Sena y acaba cayendo al agua con esa botella lacrada que aparece constantemente junto a los tres gemelos y que hasta ahora nadie ha abierto para descubrir de una santa vez qué contiene. Y sabremos si él es Ludovico o uno de los gemelos, y qué es aquella turba de penitentes que parecía venir de otro tiempo, y quién aquel suplicante que se dirigió a él de entre todos ellos, y por qué paren las mujeres de París sin ton ni son, con independencia de la edad que tengan. En fin, muchas preguntas que esperan ser contestadas con el remate de la novela. 



Menos enrevesada es La Broma. Al principio tienes la sensación de encontrarte ante un montón de fichas de un puzzle enorme, de esos que es imposible, mirando cada ficha, hacerte una idea de la imagen general. Apenas puedes ir juntando fichas del mismo color para ir montando zonas de semejanza y esperar a que estas vayan relacionándose en formas más densas de significado. 

En general tenemos tres o cuatro (tachar lo que no corresponda) zonas: n que

Hay una escuela de tenis de élite. Es decir, una escuela en donde, además de seguir estudios ordinarios, los muchachos y muchachas que la pueblan se entrenan para llegar a ser algún día tenistas profesionales del más alto grado. Esta escuela fue fundada por un tal James Incandenza, y actualmente la lleva su esposa, Avril junto con su medio hermano C.T. Aquí, el personaje más relevante es Hal Incandenza, que es al primero que conocemos en unas circunstancias muy extrañas en lo que creo que es un flashforward, es decir, todo lo que sucede en la novela es anterior a esta primera escena con Hal en esta entrevista para ser admitido en la universidad. Pero en términos generales se habla de la vida en esta escuela; hay muchísimos personajes,entre alumnos y profesores, en los que se fija el autor, dándonos una visión bastante amplia del funcionamiento en la escuela. 

Otra parte de la novela es, prácticamente, un tratado sobre las adicciones a diferentes sustancias y el complicado proceso de recuperarse de ellas. Nos centramos básicamente en una institución, que está próxima a la escuela anteriormente mencionada, en donde conviven adictos en proceso de recuperación, algunos obligados por ley y otros habiendo solicitado voluntariamente su ingreso. 

Una tercera sección de color de este puzzle es todo lo relacionado con una misteriosa “película” (el término es mío, allí lo llaman cartucho de entretenimiento) que tiene la peligrosa facultad de arrebatar la atención que quienes lo contemplan hasta anularles cualquier otra voluntad que la de seguir contemplándolo una y otra vez. Para que se comprenda el peligro, en una de las escenas se cuenta cómo alguien recibió un paquete que contenía ese cartucho, lo  «visualizó» y se quedó catatónico, su mujer llegó a casa y al verlo así llamó a los sanitarios, que al llegar encontraron a la mujer y al marido mirando el vídeo sin poder apartarse. Como se retrasaban volvieron a enviar otra unidad de sanitarios a ver qué sucedía, encontraron a los otros allí plantados y también quedaron atrapados, y luego policías y hasta gente de la calle que entró a ver qué sucedía. Todos inutilizados para otra cosa que seguir contemplando el cartucho de entretenimiento. 

Detrás de este cartucho andan los servicios secretos del país, Servicios No Especificados, algo así como la CIA, y también un grupo terrorista de Quebec, los Asesinos de las Sillas de Ruedas, llamados así porque todos, en efecto, van en sillas de ruedas, a falta de piernas; son un grupo que se opone a la actual unificación entre Estados Unidos, Canadá y México, una unión bastante hegemonizada por el del centro, dicho sea de paso. Naturalmente cada uno tiene intereses distintos para darle uso a las posibilidades del tal cartucho. 

Lo que unifica a todo es que James Incandenza, es con toda probabilidad el creador del tal cartucho,  cuyas consecuencias  lo aproximan mucho a una droga de extraordinario poder adictivo. Los terroristas y los de la seguridad del estado andan detrás de la familia de Incandenza por si ellos les dan indicios sobre un cartucho inicial, una copia maestra. 

El marco general es una unificación entre los tres países mencionados, que agrupan bajo la nomenclatura ONAN. Quien gobierna de facto a la unificación es un tal presidente Gentle, antiguo crooner (cantante melódico) devenido político por su popularidad y sus extravagantes soluciones como segregar toda una sección del país para convertirla en basurero, o conceder a sociedades mercantiles o industriales  el derecho a nominar los años con eslóganes comerciales: ya no se habla del año 2015 sino del año en que la empresa X lanzó su producto I, por ejemplo. Es lo mismo que decir “El año de la pandemia” para referirnos al 2020, pero con fines comerciales y pagando al estado una tasa por el derecho a hacerlo.

Y así anda todo hasta el momento en que estoy en el que estoy a la espera de resolver cómo concluye: qué pasa con el tal cartucho, cómo es que el tal James Incandenza consiguió desarrollar tal capacidad de adicción con un video, quién fue el que desplegó el cartucho en el medio social y con qué intención y, en fin, qué fue lo que le pasó a Hal Incandenza para alcanzar ese extraño estado en el que lo conocemos en la primera escena del libro. 


Son libros muy gruesos y llevo un mes con ellos y aún me queda un periodo. Pero me siento orgulloso de estas lecturas que se alejan bastante de los estándares literarios más habituales y de los que me acaba cansando la inmediatez y la simplicidad con que está abordado el hecho literario y narrativo. Necesita uno de vez en cuando algunos retos para recordar eso que siempre acabamos olvidando encerrados en el hoyo de la cotidianidad, que hay otros mundos más allá de esta burbuja en la que vivimos cada uno, y algunos son bastante distintos. 


miércoles, 4 de septiembre de 2024

Tradición

 



Este es el reloj de mi abuelo, al que se lo regaló su padre y que obsequió al mío el día que yo nací para que a mí pasara cuando naciera mi primer hijo. 

¡Oye!, pues qué antiguo, ¿no?

Sí. Lo que no sé es de dónde sacaban las pilas entonces, porque creo que aún no se habían inventado.