Ayer, mientras comíamos, oí, bendita ilusión, que mi mujer me decía que había visto una cucaracha coronando mi cepillo de dientes. Había entrado en el baño, encendido la luz y ahí estaba la cucaracha, una de esas cucarachas grandes, estándar, españolas, sentada en lo alto de mi cepillo de dientes erguido en el vaso sobre el lavamanos. Se reflejaba perfectamente en el espejo tras ella. Y no movió ni una antena cuando mi mujer entró y quedó paralizada mirándola.
Dijo, mi mujer, mientras yo me llevaba la cuchara a la boca, que había cogido el vaso con mucho cuidado y lo había puesto sobre la vertical del retrete. Luego había hecho un movimiento brusco para que la cucaracha cayera al agua. Después había tirado de la cisterna, pero el bicho se había quedado enredado en el remolino de agua y se mantuvo a flote cuando todo se calmó, aunque ya no se movía.
La conversación siguió por otros derroteros mientras acabábamos de almorzar, pero la imagen de la cucaracha sobre mi cepillo de dientes se me quedó congelada en la mente y llenó mi boca de una sensación de pastosidad, de urgencia por el cepillado que me repelía. Me fui a dormir la siesta.
En el duermevela notaba la imagen ahí, presente, pero sin mostrarse. La cucaracha en lo alto de mi cepillo de dientes, con sus largas antenas oteando el corto horizonte del baño, en la semioscuridad. Esperándome. Mi boca pastosa, necesitada de un cepillado. Sed.
Por fin me levanté y fui directamente al baño. ¿Qué hacía una cucaracha subida a mi cepillo de dientes?, ¿por qué no escogió el de ella que siempre está tirado sobre el lavamanos descuidadamente, y húmedo?, ¿cómo se subió hasta allí si primero tenía que escalar las resbaladizas paredes del vaso y luego emprender la aún más complicada ascensión por el mástil del cepillo que tampoco ofrece los necesarios agarres? ¿Y por qué no escapó cuando ella encendió la luz del baño y se mostró en toda su presencia?, ¿por qué no hizo ningún movimiento cuando ella cogió el vaso con propósitos criminales? Todo me parecía tan onírico que tomé el cepillo y me lo llevé a la habitación para escudriñarlo bajo una potente luz y una lupa de 10 aumentos en busca de alguna huella de sus quitinosas patas entre las cerdas de mi cepillo. Nada anormal. Todo muy extraño. Todo este asunto tenía un aire oníricamente inverosímil. Volví a preguntarle –estaba medio dormida aún, delante de la televisión–, ¿estás seguro de que no lo soñaste?: todo había sido real, afirmó. Volví al baño. Había algo, una conclusión, una moraleja, o una advertencia o premonición, en todo esto, pero era incapaz de extraerla. En fin. Enjuagué el cepillo con jabón y luego me cepillé los dientes.
¡Un texto asqueroso! ¡Enhorabuena!
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