sábado, 14 de abril de 2012

Paseo al perro

Mientras paseo al perro, voy leyendo. Un ojo en el libro y otro en el perro. No le presto demasiada atención ni al perro ni a la novela y mi mente viaja por otra parte, y ya somos tres. Si a eso le sumamos que camino, que también requiere una parte de mí, para no tropezarme y decidir adónde voy, pues somos una multitud los que paseamos al perro. A veces no hay cigarrillos para todos.
Aunque la novela transcurre, ahora, en un balneario en Alemania, mi mente está en Nueva York. Un personaje, una mujer de veinticinco años, precisa el autor -y me suena extraño, a mí, un muchacho de cuarenta y ocho, que llamen mujer a una chica de veinticinco- se interesa por el estrafalario jugador de ajedrez. La edad de la mujer me repercute en un leve latigazo de los nervios del estómago que están, no sé por qué, asociados con la melancolía, una melancolía física, algo que dice, “¡ay!, si yo hubiera sido”, o algo así, una leve desesperación física de no haber sido otro. Y la mente se me dispara siguiendo a esa chica a Nueva York. La veo paseando sola por sus calles, feliz, hambrienta, con miedo, a veces. Y los nervios del estómago me lloran por no haber estado allí. Por no haber sido “sombra de su sombra” al menos. Y me detengo, no allí, a mitad de la acera, con el perro mirándome en espera de que le ordene que siga, sino allá, en Nueva York a la sombra de aquellos rascacielos, al pie de las escaleras del Museo Metropolitano -tenga escaleras o no- donde nunca estuve ni estaré. Y me entra frío. La chica está ahora esperando el autobús, llorando, en una ciudad congelada de Polonia cuyo nombre ya he olvidado, y la gente pasa a su lado sin detenerse, sin preguntarse porqué llora esta delicada muchacha, tan desamparada, tan triste, tan sola. Solo yo la miro, y me brotan leves lágrimas. Y aquí sí, aquí se detiene un señor que lleva a su hijo al partido que se celebra en el campo de fútbol, ahí al lado, y me pregunta preocupado. “¿Le pasa algo?” y yo despierto, vuelvo en un soplo, le miro, sonrío, y medio respondo “No, no, disculpe, me quedé algo traspuesto, pensaba, no es nada, gracias”, continúo andando, llamo al perro. Fijo la mirada en el libro y sigo leyendo, o medio leyendo. La chica trata de contactar con el jugador que es un desastre y va dejando caer pañuelo y monedas y papeles arrugados. Ella recoge el pañuelo, sucio y lleno de costras, y se lo alcanza. Él lo toma despistado, lo mira y se lo va a meter en el bolsillo, pero comprueba que tiene un agujero. Ella ríe, y le habla en ruso, que son rusos los dos. Y no sé por qué pienso en Florencia. Yo nunca he estado en Florencia. Pero ahí está la chica otra vez. Ebria de arte. Sonríe a uno que va a su lado. Y ahí viene el dolor, de nuevo, levísimo, de no haber sido, de no haber estado allí en aquel momento. Estatua que mira, suelo que pisa, ropa que viste, aire que respira, nada que la rodea, y, en un máximo atrevimiento, ser que la acompañe. “No, no puede ser, no pudo ser”. Le hablo al contenedor de basura. Y el perro me mira extrañado. ¿Qué hago?, parece decir, ¿sigo o no sigo? “sigue, sigue, corre”. Seguimos hasta el final de la acera, al final hay un solar, donde dejo correr al perro, y hacer sus necesidades. (Con un palito o una piedra hago un agujero y las entierro). Luego volvemos por la misma acera. Continúo leyendo, pero no hay manera. No me concentro. La mente se me va a otra ciudad. Por donde la misma chica camina. Sonríe a todos, les habla, les toca. La sensación del vientre se me pronuncia y medio sollozo me brota de la garganta. ¡Qué estupidez! Sueñas demasiado. Piensas demasiado. Llamo al perro. Me río de mí mismo. Me despierto, o esa es la sensación. Guardo el libro. Miro al cielo, unas pocas nubes para romper la monotonía del azul intenso. El sol apenas ha salido pero ya viste de gala. Los chiquillos, a la entrada del campo de fútbol están nerviosos, los padres, adormilados, contestan pacientes. Van llegando más coches. Las hermanas de los futbolistas alevines, al ver al perro exclaman “¡queeeeliiindoooo!”, el perrito cumple su papel y se deja acariciar sumiso. Luego corre para alcanzarme. Espero a alejarme un poco de la puerta para encenderme el cigarrillo.

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