...antes todo esto…
Comenzó a decir el abuelo al nietillo, que estaba más pendiente del perro, que correteaba de un lado para otro, que a lo que él le contaba, harto ya de escuchárselo repetir cada vez que se llegaban por esta parte en los paseos matutinos con el animal.
El perro olisqueaba entre los escombros, basura, multitud de cagadas caninas y matojos heroicos que sobrevivían a todo eso. De vez en cuando levantaba una pata y meaba. Estaban en los restos de lo que habría sido una construcción, de la que apenas quedaban vestigios, aunque reconocibles, junto a Iglesia Coreana en el barrio de Altavista.
Ya sé, abuelo, ya sé: antes todo esto era ciudad.
Y señalaba al frente donde las olas golpeaban unos metros más abajo, lamiendo la ladera. Solo se percibía mar y la costa de la isla con la lengua de mar que se adentraba hasta La Gallera (el abuelo decía que antes habían canchas de tenis y una construcción multiuso que se llamaba La Gallera). Al frente el otro mirador, el de Escaleritas, y más allá los islotes de Las Isletas.
El abuelo ya le había contado multitud de veces que cuando él era joven allí había una ciudad. El niño no se lo creía mucho, porque debajo del mar no pueden haber ciudades. Pero su madre le confirmaba que no es que estuviera debajo del mar, sino que el mar estaba más abajo, y las casas podían estar sin mojarse. Y que había muchos edificios, y gente, y carreteras y coches. Pero que el mar había ido subiendo y la gente había tenido que abandonar sus casas y marcharse, subir a los barrios altos y al interior de la isla.
Ahora el barrio de Escaleritas , y el de Schamman, eran barrios marineros. En la Gallera había un pequeño puertito. Y también en don Zoilo. El niño no conocía mucho más allá. El abuelo había prometido llevarlo a dar una vuelta a la isla, pero no quería llevar al perro porque no lo dejaban subir a los transportes, y el niño se resistía.
En la escuela les explicaban que las Islas Canarias antes eran ocho, pero que después de la subida del agua dos desaparecieron y de una tercera solo quedó una pequeña islita donde no cabía nadie. Las otras cinco eran ahora mucho más pequeñas de lo que eran antes. La gente había tenido que irse a vivir al interior y por eso había mucha gente en todas las islas. Aunque cuando eso ocurrió el gobierno dijo que los que se quisieran marchar podían irse a vivir a la Península, a unos pueblos abandonados que allí había. Mucha gente se fue, pero otros muchos se quedaron, porque sus casas no se habían inundado y no querían abandonar sus cosas.
Antes en Gran Canaria, contaba el abuelo, habían muchas playas y lugares preciosos. Venían muchos turistas de Europa a disfrutar de nuestras playas y nuestro sol. Pero el agua se las comió, y solo quedaron unas laderas muy feas que además el mar se fue comiendo y estropeando. Solo habían pasado sesenta años desde que comenzó todo y todo era tan distinto ahora, decía, y se quedaba pensando en silencio hasta que el chiquillo le hacía alguna nueva pregunta.
A veces, antes del medio día, en verano, que no había escuela, el niño acompañaba al abuelo hasta la Minilla, donde estaba el puerto al que llegaban los barcos de suministro de la Península. Era un puerto pequeñito, no como el que había antes de la inundación, al que llegaban barcos enormes de todo el mundo, que iban hacia América y hacia África. Ahora solo podían atracar barcos pequeños, hasta que se construyera un puerto más grande, que querían hacer por la zona de Valsequillo o por ahí, decía el abuelo de forma imprecisa, porque el niño ni siquiera sabía que balquillo era ese. Le hablaba de un sitio que se llamaba Telde que ahora estaba debajo del agua, y del Carrizal, de donde habían sido sus abuelos y cuyas tumbas estaría ahora sumergidas. (El niño se imaginaba a los muertos conteniendo la respiración). Y le explicaba que antes enterraban a la gente en unos muros como si fueran edificios de viviendas pero de muertos. Pero que como ocupaban mucho espacio ya no se hacía eso con los muertos sino que se los convertía en humo y se iban volando. El padre del niño se había muerto en el mar, había sido marino, su barco había encallado en unos bajíos imprevistos, y el niño cuando veía nubes sobre el mar imaginaba que era su padre convertido en humo. Pero el abuelo le corregía, y le explicaba que el humo de muerto era oscuro y feo. Por eso la madre se enfadaba con el abuelo porque el niño llegaba impresionado a casa y luego no podía dormir porque tenía miedo de convertirse en humo negro y feo.
El abuelo no se quería marchar, aunque la madre había solicitado plaza para irse a la Península. La madre decía que aquí ya no se podía vivir. Que había mucha gente y que no había comida para todos y que tampoco había trabajo. A ella le gustaría trabajar en las cosas del campo porque estaba cansada de tanta agua y de tantas casas y de tanta gente. Decía que en la Península había lugares vacíos de gentes y de casas y con árboles y cascadas y flores. Ella había pedido plaza para los tres, para trasladarse a un pueblo donde ya habían otros canarios. Decía que iban a estar muy bien los tres. Pero el abuelo no quería moverse de su casa porque era la casa en la que había vivido toda la vida con la abuela y con la madre. Decía que ya estaba viejo para irse a otro sitio. Y que se quería morir en su cama y no en una cama rara y fría. El niño imaginaba al abuelo haciéndose humo negro y feo sobre la cama y se asustaba cuando el abuelo se ponía a decir esas cosas.
Cuando aceptaron la solicitud de la madre, el abuelo siguió sin querer marcharse, pero decía que se alegraba de que ellos se marcharan porque la madre tenía razón, aquí ya no había nada que hacer. Antes de que les tocase el turno para irse, el abuelo y el niño se fueron a recorrer la isla. El perro se quedó en casa con la madre. El niño se resignó a que se quedara allí porque ya había empezado a pensar en su futuro en la península, y el perro, que no podía ir con ellos, no entraba en ese futuro. Acompañó al abuelo porque el abuelo le hizo prometer que se acordaría de todo lo que viera para que cuando fuera mayor se lo contara también a su nieto. Tomaron una guagua que los llevó a Arucas y desde allí, contemplando el mar desde la montaña, el abuelo le explicó (“antes todo esto...”) que debajo del agua antes habían unos pueblos también, como en Las Palmas. Luego subieron hasta Firgas y Moya. Unas ciudades muy pobladas sin apenas jardines, porque se habían construido a toda prisa para la gente que huía de la costa. Después subieron hasta Artenara y bajaron hasta donde el mar. El agua entraba por lo que antes habían sido barrancos y llegaba bastante adentro. El abuelo le habló de un pueblo que se llamaba La Aldea y que tampoco existía ya. Allí había ido a trabajar la abuela algunos años y la madre y ella vivían en un piso mientras que él iba y venía desde las Palmas en coche por una carretera muy peligrosa. Pero después hicieron unos túneles que hacían que la carretera fuera menos peligrosa, pero que ahora ya no servían más que para que los peces estuvieran a la sombrita. Así decía el abuelo. Subieron hasta la parte más alta de la isla, Los Pechos, donde había una pista para que aterrizaran los helicópteros. Antes había una pista para aviones pero ya no era posible hacer una igual porque no había espacio. Luego bajaron hasta Mogán pasando por Tejeda y Las Niñas, otras ciudades que había por allí. En las Niñas, dijo el abuelo, había una presa que tenía mucha o poca agua según la lluvia de ese año. Ahora la habían tapado y debajo había un depósito que recogía el agua cuando llovía que era pocas veces. Y más abajo había otras presas. La de Soria y la de Chira, que se utilizaban para fabricar agua dulce con unas fábricas que habían construido hacía muchos años.
De Mogán fueron a Cercados de Espino, donde estaba la Presa de Chira. Y de allí bajaron hasta la costa, en Ayagaures, donde también hubo una presa pero ahora todo ese terreno estaba construido y las casa subían por la ladera de la montaña hasta llegar San Bartolomé. De Ayagaures fueron hasta Arteara, que el abuelo decía que le parecía que había crecido muchísimo y el niño se imaginó el mismo pueblo en pequeñito y que luego se había hecho grande como si fuera un animal.
Agüimes fue la siguiente parada, el agua le bordeaba alrededor y se metía por el barranco de Guayadeque. Habían construido un puente que cruzaba el barranco para poder llegar hasta Temisas adonde se había ido a vivir casi toda la gente de Ingenio y Carrizal. Después, desde Temisas subieron hasta Cazadores, un pueblo que estaba muy alto y que permitía mirar casi toda la costa. Luego bajaron hasta Valsequillo, en donde el abuelo le había dicho al niño que iban a construir un gran puerto. De Valsequillo subieron hasta San Mateo. Allí se había establecido el nuevo Cabildo de la isla que gobernaba a todos los municipios y mandaba sobre los ayuntamientos. Desde San Mateo bajaron directamente hasta Las Palmas.
El niño volvió muy excitado de todo el viaje. Y se lo relató punto por punto a la madre mientras esta hacía las maletas y disimulaba las ganas de llorar, o no las disimulaba dándole la espalda al niño mientras hacía como que doblaba la ropa. La habían avisado de que partirían en el siguiente contingente hacia la Península en pocos días. Apenas podían llevarse algo de ropa y la documentación, porque el gobierno se encargaba de instalarlos convenientemente y dotarlos de todo lo necesario para vivir. Incluida una pensión económica (que era la manera de motivar a la gente a marcharse y aliviar un poco la presión demográfica de las islas). El abuelo también estaba impresionado, pero disimulaba mejor. De vez en cuanto se escapaba solo a pasear al perro.
El día de la partida el abuelo los acompañó hasta la Minilla donde tomaban un barco. Como los barcos grandes no podían atracar allí, había uno más pequeño que en varios viajes recogía a la gente que se marchaba y los trasladaba hasta un buque mayor que esperaba fuera, más allá de los islotes de Las Isletas. La madre lloraba, pero el abuelo y el niño se despidieron muy serios. El niño en realidad estaba muy excitado por el viaje que iba a realizar y no sentía más pena que que el abuelo no les acompañara. Hasta se había olvidado del perro que estaba muy tranquilo observándolo todo pese al bullicio de gente y movimiento que había por todas partes.
Cuando subieron al barco, el niño saludó muy excitado desde la cubierta. El abuelo apenas alzó la mano. Cruzó una mirada dolorosa con su hija, que se contenía para no llorar. Luego se dio la vuelta y se alejó despacio. Muy bajo, para que solo lo oyera el perro, dijo, “vamos, Poncho”.
Comenzó a decir el abuelo al nietillo, que estaba más pendiente del perro, que correteaba de un lado para otro, que a lo que él le contaba, harto ya de escuchárselo repetir cada vez que se llegaban por esta parte en los paseos matutinos con el animal.
El perro olisqueaba entre los escombros, basura, multitud de cagadas caninas y matojos heroicos que sobrevivían a todo eso. De vez en cuando levantaba una pata y meaba. Estaban en los restos de lo que habría sido una construcción, de la que apenas quedaban vestigios, aunque reconocibles, junto a Iglesia Coreana en el barrio de Altavista.
Ya sé, abuelo, ya sé: antes todo esto era ciudad.
Y señalaba al frente donde las olas golpeaban unos metros más abajo, lamiendo la ladera. Solo se percibía mar y la costa de la isla con la lengua de mar que se adentraba hasta La Gallera (el abuelo decía que antes habían canchas de tenis y una construcción multiuso que se llamaba La Gallera). Al frente el otro mirador, el de Escaleritas, y más allá los islotes de Las Isletas.
El abuelo ya le había contado multitud de veces que cuando él era joven allí había una ciudad. El niño no se lo creía mucho, porque debajo del mar no pueden haber ciudades. Pero su madre le confirmaba que no es que estuviera debajo del mar, sino que el mar estaba más abajo, y las casas podían estar sin mojarse. Y que había muchos edificios, y gente, y carreteras y coches. Pero que el mar había ido subiendo y la gente había tenido que abandonar sus casas y marcharse, subir a los barrios altos y al interior de la isla.
Ahora el barrio de Escaleritas , y el de Schamman, eran barrios marineros. En la Gallera había un pequeño puertito. Y también en don Zoilo. El niño no conocía mucho más allá. El abuelo había prometido llevarlo a dar una vuelta a la isla, pero no quería llevar al perro porque no lo dejaban subir a los transportes, y el niño se resistía.
En la escuela les explicaban que las Islas Canarias antes eran ocho, pero que después de la subida del agua dos desaparecieron y de una tercera solo quedó una pequeña islita donde no cabía nadie. Las otras cinco eran ahora mucho más pequeñas de lo que eran antes. La gente había tenido que irse a vivir al interior y por eso había mucha gente en todas las islas. Aunque cuando eso ocurrió el gobierno dijo que los que se quisieran marchar podían irse a vivir a la Península, a unos pueblos abandonados que allí había. Mucha gente se fue, pero otros muchos se quedaron, porque sus casas no se habían inundado y no querían abandonar sus cosas.
Antes en Gran Canaria, contaba el abuelo, habían muchas playas y lugares preciosos. Venían muchos turistas de Europa a disfrutar de nuestras playas y nuestro sol. Pero el agua se las comió, y solo quedaron unas laderas muy feas que además el mar se fue comiendo y estropeando. Solo habían pasado sesenta años desde que comenzó todo y todo era tan distinto ahora, decía, y se quedaba pensando en silencio hasta que el chiquillo le hacía alguna nueva pregunta.
A veces, antes del medio día, en verano, que no había escuela, el niño acompañaba al abuelo hasta la Minilla, donde estaba el puerto al que llegaban los barcos de suministro de la Península. Era un puerto pequeñito, no como el que había antes de la inundación, al que llegaban barcos enormes de todo el mundo, que iban hacia América y hacia África. Ahora solo podían atracar barcos pequeños, hasta que se construyera un puerto más grande, que querían hacer por la zona de Valsequillo o por ahí, decía el abuelo de forma imprecisa, porque el niño ni siquiera sabía que balquillo era ese. Le hablaba de un sitio que se llamaba Telde que ahora estaba debajo del agua, y del Carrizal, de donde habían sido sus abuelos y cuyas tumbas estaría ahora sumergidas. (El niño se imaginaba a los muertos conteniendo la respiración). Y le explicaba que antes enterraban a la gente en unos muros como si fueran edificios de viviendas pero de muertos. Pero que como ocupaban mucho espacio ya no se hacía eso con los muertos sino que se los convertía en humo y se iban volando. El padre del niño se había muerto en el mar, había sido marino, su barco había encallado en unos bajíos imprevistos, y el niño cuando veía nubes sobre el mar imaginaba que era su padre convertido en humo. Pero el abuelo le corregía, y le explicaba que el humo de muerto era oscuro y feo. Por eso la madre se enfadaba con el abuelo porque el niño llegaba impresionado a casa y luego no podía dormir porque tenía miedo de convertirse en humo negro y feo.
El abuelo no se quería marchar, aunque la madre había solicitado plaza para irse a la Península. La madre decía que aquí ya no se podía vivir. Que había mucha gente y que no había comida para todos y que tampoco había trabajo. A ella le gustaría trabajar en las cosas del campo porque estaba cansada de tanta agua y de tantas casas y de tanta gente. Decía que en la Península había lugares vacíos de gentes y de casas y con árboles y cascadas y flores. Ella había pedido plaza para los tres, para trasladarse a un pueblo donde ya habían otros canarios. Decía que iban a estar muy bien los tres. Pero el abuelo no quería moverse de su casa porque era la casa en la que había vivido toda la vida con la abuela y con la madre. Decía que ya estaba viejo para irse a otro sitio. Y que se quería morir en su cama y no en una cama rara y fría. El niño imaginaba al abuelo haciéndose humo negro y feo sobre la cama y se asustaba cuando el abuelo se ponía a decir esas cosas.
Cuando aceptaron la solicitud de la madre, el abuelo siguió sin querer marcharse, pero decía que se alegraba de que ellos se marcharan porque la madre tenía razón, aquí ya no había nada que hacer. Antes de que les tocase el turno para irse, el abuelo y el niño se fueron a recorrer la isla. El perro se quedó en casa con la madre. El niño se resignó a que se quedara allí porque ya había empezado a pensar en su futuro en la península, y el perro, que no podía ir con ellos, no entraba en ese futuro. Acompañó al abuelo porque el abuelo le hizo prometer que se acordaría de todo lo que viera para que cuando fuera mayor se lo contara también a su nieto. Tomaron una guagua que los llevó a Arucas y desde allí, contemplando el mar desde la montaña, el abuelo le explicó (“antes todo esto...”) que debajo del agua antes habían unos pueblos también, como en Las Palmas. Luego subieron hasta Firgas y Moya. Unas ciudades muy pobladas sin apenas jardines, porque se habían construido a toda prisa para la gente que huía de la costa. Después subieron hasta Artenara y bajaron hasta donde el mar. El agua entraba por lo que antes habían sido barrancos y llegaba bastante adentro. El abuelo le habló de un pueblo que se llamaba La Aldea y que tampoco existía ya. Allí había ido a trabajar la abuela algunos años y la madre y ella vivían en un piso mientras que él iba y venía desde las Palmas en coche por una carretera muy peligrosa. Pero después hicieron unos túneles que hacían que la carretera fuera menos peligrosa, pero que ahora ya no servían más que para que los peces estuvieran a la sombrita. Así decía el abuelo. Subieron hasta la parte más alta de la isla, Los Pechos, donde había una pista para que aterrizaran los helicópteros. Antes había una pista para aviones pero ya no era posible hacer una igual porque no había espacio. Luego bajaron hasta Mogán pasando por Tejeda y Las Niñas, otras ciudades que había por allí. En las Niñas, dijo el abuelo, había una presa que tenía mucha o poca agua según la lluvia de ese año. Ahora la habían tapado y debajo había un depósito que recogía el agua cuando llovía que era pocas veces. Y más abajo había otras presas. La de Soria y la de Chira, que se utilizaban para fabricar agua dulce con unas fábricas que habían construido hacía muchos años.
De Mogán fueron a Cercados de Espino, donde estaba la Presa de Chira. Y de allí bajaron hasta la costa, en Ayagaures, donde también hubo una presa pero ahora todo ese terreno estaba construido y las casa subían por la ladera de la montaña hasta llegar San Bartolomé. De Ayagaures fueron hasta Arteara, que el abuelo decía que le parecía que había crecido muchísimo y el niño se imaginó el mismo pueblo en pequeñito y que luego se había hecho grande como si fuera un animal.
Agüimes fue la siguiente parada, el agua le bordeaba alrededor y se metía por el barranco de Guayadeque. Habían construido un puente que cruzaba el barranco para poder llegar hasta Temisas adonde se había ido a vivir casi toda la gente de Ingenio y Carrizal. Después, desde Temisas subieron hasta Cazadores, un pueblo que estaba muy alto y que permitía mirar casi toda la costa. Luego bajaron hasta Valsequillo, en donde el abuelo le había dicho al niño que iban a construir un gran puerto. De Valsequillo subieron hasta San Mateo. Allí se había establecido el nuevo Cabildo de la isla que gobernaba a todos los municipios y mandaba sobre los ayuntamientos. Desde San Mateo bajaron directamente hasta Las Palmas.
El niño volvió muy excitado de todo el viaje. Y se lo relató punto por punto a la madre mientras esta hacía las maletas y disimulaba las ganas de llorar, o no las disimulaba dándole la espalda al niño mientras hacía como que doblaba la ropa. La habían avisado de que partirían en el siguiente contingente hacia la Península en pocos días. Apenas podían llevarse algo de ropa y la documentación, porque el gobierno se encargaba de instalarlos convenientemente y dotarlos de todo lo necesario para vivir. Incluida una pensión económica (que era la manera de motivar a la gente a marcharse y aliviar un poco la presión demográfica de las islas). El abuelo también estaba impresionado, pero disimulaba mejor. De vez en cuanto se escapaba solo a pasear al perro.
El día de la partida el abuelo los acompañó hasta la Minilla donde tomaban un barco. Como los barcos grandes no podían atracar allí, había uno más pequeño que en varios viajes recogía a la gente que se marchaba y los trasladaba hasta un buque mayor que esperaba fuera, más allá de los islotes de Las Isletas. La madre lloraba, pero el abuelo y el niño se despidieron muy serios. El niño en realidad estaba muy excitado por el viaje que iba a realizar y no sentía más pena que que el abuelo no les acompañara. Hasta se había olvidado del perro que estaba muy tranquilo observándolo todo pese al bullicio de gente y movimiento que había por todas partes.
Cuando subieron al barco, el niño saludó muy excitado desde la cubierta. El abuelo apenas alzó la mano. Cruzó una mirada dolorosa con su hija, que se contenía para no llorar. Luego se dio la vuelta y se alejó despacio. Muy bajo, para que solo lo oyera el perro, dijo, “vamos, Poncho”.
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