domingo, 3 de mayo de 2020

Tralalá y un rascacio

Sigo leyendo Última salida, Brooklyn y esto viene a ser algo así como un plagio. Tómenselo como una reseña o como un desahogo porque el cabrón es un poco excesivo. A uno no le cuesta creer que haya gente así, hay gente pa too, pero lo que más impacta es esa indiferencia con la que ejercen la brutalidad, que casi, es una forma de explicarlo, está carente de malicia, como los juegos infantiles consistentes en torturar animalitos.

Se acerca el fin del confinamiento. Para algunos. Otros seguiremos con nuestra vida normal. Hoy nos hemos llegado hasta el Parque de La Ballena con Poncho y Selby. Él me estuvo contando de esa chica, T, ¿te acuerdas? La vimos en el bar del Griego la vez que nos cogimos aquel peo los tres con motivo de una de las presentaciones de Selby. Un peo de los buenos tuvo que ser que acabamos allí. De otro modo ni se nos ocurre pasar por esa calle estando más serenos. Si no recuerdo mal hasta pedimos ensaladilla; recuerdo que, a veces, me atormenta, te lo juro, con lo remilgado que he sido siempre yo para las cosas de comer. Sé que en algún momento vomité todo lo que había comido y parte de lo que había bebido en alguna papelera, que para eso yo soy muy cívico, y aún recuerdo el sabor del vómito asociado con aquella ensaladilla.
Cuando entramos en el bar los tipos aquellos nos miraban como jauría de lobos a unos cervatillos, los ojos les brillaban y sonreían dejando mostrar los colmillos con aire de cinismo que, y eso es lo sorprendente, no nos importaba una mierda. Los ignoramos y nos apoyamos en la barra reclamando cervezas. Y entonces ellos reconocieron a Selby que hasta entonces no los había saludado. A Selby lo respetaban como a un jefe mafioso. Tenían allí colgados, los marcos completamente cagados de moscas, pero los cristales impolutos para que se vieran bien, las caricaturas que Selby les había hecho de toda la panda.  Nos arrastraban del brazo hasta ellos, todos emocionados, y nos señalaban quién era quien. En uno de los dibujos aparecía la chica esa, T, con sus enormes tetas y su amplia sonrisa. Todos señalaron hacia ella que estaba al fondo y miraba orgullosa, pero tímida, y sacaba pecho para que se viera que era verdad que las tenía grandes. Ellos aparecían con sus tupés exagerados, sus paquetes bien resaltado con los pantalones ceñidos de amplias perneras, sus peines en los bolsillos traseros. Y a través de la puerta se apreciaban unas motazas que los flipaban más que todo. Se sentían los dueños de las motos ficticias y hasta se peleaban por cuál era de quién. Hasta el punto que, decía el Griego todo descojonado, pero a su manera, dejándolo ver solo a través de los ojos, sin modificar su semblante con ninguna mueca de condescendencia, que tenía que echarlos porque se amenazaban unos a otros con las navajas por la posesión de las motos.
Y Selby se reía y los trataba paternalmente, pese a que casi tenía su misma edad. Y ellos se movían alrededor de él como cachorrillos juguetones alrededor de la madre.
La encontraron, a la chica, detrás del bar de Willie, adonde van los borrachos y los soldados del cuartel a gastarse los últimos euros de la paga antes de volver al encierro. Estaba sobre el asiento trasero  que habían sacado de un coche abandonado hace meses allí. Tenía las ropas destrozadas y le habían roto la cara por varios sitios; la habían escupido, meado,  bañado en cerveza y semen, y hasta le habían metido un palo, que fue por donde se desangró. Dice Selby que se la habrían follado no menos de cuarenta tíos. Lo estuvieron contando toda la semana por ahí, y los que no habían estado, lamentaban habérselo perdido. Unos pocos aludían a la brutalidad que le habían hecho a la pobre chica pero enseguida quedaban desautorizados porque «era una guarra y se lo había estado buscando, provocando a los muchachos y mostrándoles las tetas y llamándoles maricones». Allí estuvo tirada toda la mañana hasta que alguien llamó a la policía mencionando el charco de sangre y el escándalo que montaban los perros que se disputaban el privilegio de lamer primero.

Mientras leía la historia de Tralalá, ya digo, paseaba con Poncho por el Parque de la Ballena. Había gente, más de lo habitual a esta hora en «tiempo ordinario», como dicen en los misales, caminando plácidamente o con el paso un poco acelerado, por aquello de parecer que están haciendo ejercicios. Muchos con sus máscaras puestas como manda la prescripción. Todo respira una paz social, un relax. Incluso nos saludamos a veces unos a otros, “buenos días, buenos días”, cosa extraordinaria en la ciudad y más entre desconocidos. Yo mantengo a Poncho amarrado porque aún tengo reciente la herida de que un policía me mirara ceñudo porque llevaba al perro sin correa. Hoy pienso preparar un caldo de pescado con el cual guisaré luego un rascacio precioso que compré ayer en el mercado. Fui tarde a comprar el pan y ya había una cola tremenda esperando a que un empleado del mercado les permitiera ir pasando. No me valía la pena esperar solo por el pan y me volví a casa a buscar el libro y el carrito de la compra para, ya puestos, hacer la compra completa de los sábados. Ahí me tocó una lectura poco incómoda, la boda de Tommy y el ansia de un tal Spook por tener una moto. Al final se compró una en el potrero de la policía, un cacharro que ni los polis tenían interés en quedarse. No me había dado tiempo de hacer planes para la compra e improvisé sobre la marcha.
Parece increíble que las dos situaciones ocurran en el mismo mundo. Parece inexplicable que alguien como yo lea «esa clase de libros» (en Inglaterra se lo censuraron porque resultaba pornográfico, estamos hablando de los años sesenta, cuando allí la justicia condenaba a los homosexuales y los obligaba a tomar productos químicos para que perdieran su pervertida líbido) 
Hoy es el día de la madre y la madre de mi vecina acaba de morir.

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