sábado, 3 de abril de 2021

Parchís

 Me levanté a las siete. Con el cambio de hora, a las siete ya empieza a clarear. Sin embargo, cuando salimos, el día estaba muy oscuro. Dudé si en realidad no sería más temprano. La verdad es que la última vez que había mirado el reloj eran las menos veinte. Después no sé cuánto tiempo habré seguido durmiendo. Me desperté y me levanté de un salto sin volver a mirar, pensando que ya era tarde. Lo de que eran las siete simplemente fue una conjetura.

El caso es que el cielo parecía muy oscuro para ser las siete. Estaba muy nublado cuando salimos. Así se explicaba la falta de claridad. Lo mismo nos pillaba el chaparrón anunciado para el fin de semana por el camino. De todas maneras no tenía ganas de ir muy lejos hoy. Así que dejé que Poncho decidiera tirar. Tiró por donde siempre. 

Cruzamos la Avenida Escaleritas. Atravesamos el parque. Bordeamos el Pepe Gonçalvez. Cruzamos el aparcamiento. Y entonces se puso a llover. Tuve que guardar el libro aunque apenas era un goteo. Como no creía demasiado en la persistencia del fenómeno animé a Poncho a continuar, innecesariamente. Pero un poco más abajo arreció (me gusta emplear esta palabra). Había que meterse en algún lado. Cruzando la carretera estaban los aparcamientos del edificio. Aunque eran muy altos, si te metías bien adentro no te alcanzaba la lluvia. 

Una señora con su canito (una cosa ridícula para llamarla perro) se había refugiado ya allí. Dudé, por no intimidar, mi vestimenta matutina es bastante sospechosa, por no decir claramente amenazadora. Sin embargo la señora pareció conocerme porque aludió a mi afición lectora.

—¿La lluvia no le deja leer, eh?

La miré, era más bien bajita y vestía muy sobriamente como para fijarse en ella, pero cuando lo hacías, se veía bonita. Tendría unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Escurrida, menudita, con cara muy luminosa. 

—Ya habrá tiempo –contesté –Dejemos paso a la lluvia primero – me salió así la pedantería.

—Qué caballeroso –sonrió ella.

Nos quedamos mirando cómo caía el agua. Mirando al cielo. Incómodos, al menos yo, porque no se me dan bien las conversaciones espontáneas.

—Parece que persiste. No vale la pena esperar aquí. ¿Por qué no sube y echamos una partida al parchís? –rompió el incómodo silencio.

Me quedé estupefacto. La miré con cara de sorpresa, pero en su rostro no había más que inocencia y esa luminosa sonrisa sin una brizna de malicia. 

— Venga, anímese, vivo aquí mismo –y comenzó a andar hacia el portal. Poncho la siguió instintivamente (tal vez no exactamente a ella sino a su perrita) y yo con el mismo instinto seguí a Poncho sin voluntad de reaccionar.

En el ascensor fue un momento incómodo. Ella miraba hacia arriba, como previsualizando el piso al que nos dirigíamos y yo miraba a Poncho como interesado en su pelaje. Poncho miraba a la perrita y la perrita no miraba nada, parecía medio estrábica. 

— Aquí es –dijo ella cuando se paró el ascensor. Salió dándose prisa en adelantarme y abrió la puerta de su vivienda. Yo titubeé antes de entrar, pero Poncho, con más mundo que yo, cruzó resueltamente el umbral, y nos encontramos en un amplio salón muy luminoso. En frente había un gran ventanal por el que se podía apreciar que aún llovía. También se veía el Hospital y más allá las montañas, y el mar y todo lo demás.

—Puedes soltar al perro –Me di cuenta de que había empezado a tutearme –, estará bien con Samia.

Ella le mostrará la casa.

—Oh, Samia, qué nombre más curioso –repliqué, sin saber todavía muy bien a qué atenerme –. Él es Poncho. 

—Corre, Poncho, vete con Samia a la cocina que hay comidita –se dirigió ella a Poncho, que la miró con esa indiferencia suya, y luego, con la misma indiferencia, se dirigió hacia una puerta en cuyo umbral estaba esperándole la perrita –. Siéntate, enseguida vuelvo. Voy a ponerme más cómoda –. Y desapareció por otra puerta, como en un vodevil. 

Cuando regresó vestía, su cuerpo ya desvestido, un camisón largo muy ligero y abierto, apenas sujeto a la cintura. Se apreciaba su desnudez interior sin mucho esfuerzo. Ella andaba hacia mí muy resuelta y vivaz. Ese rostro siempre brillante de sonrisa alegre. En las manos llevaba un tablero y una cajita que me pidió que cogiera cuando ya estaba lo suficientemente cerca. En efecto se trataba de un tablero de parchís que colocó sobre la mesita que había delante del sofá. Ella se colocó al otro lado sentada en el suelo sobre la alfombra con las piernas recogidas en plan sirenita. Yo me senté en el sofá, casi en el borde en una posición algo incómoda, tal y como me sentía. De la cajita ella sacó las fichas, el dado y el cubilete.

—Como solo somos dos tendremos que coger casas opuestas. Si no te importa yo me quedo la roja. Es un color que me apasiona. Es tan… sensual –. Yo seguía estupefacto mirándola ordenar sus fichas ensimismada. Las colocó perfectamente dentro del círculo rojo formando un cuadrado. Torpemente yo coloqué la mías en la casilla amarilla. 

Desde mi altura tenía una visión clara de su cuerpo a través de las aberturas de su camisón. Aunque sus transparencias apenas estorbaban a la vista. Tenía una piel muy blanca, casi transparente, sin manchas, y unos senos pequeños, infantiles casi, donde resaltaban sus pezoncillos apenas. Una leve sombra de bello tiraba de la vista hacia su ombligo, muy coqueto. Había tenido el pudor de ponerse, o no quitarse, las bragas, nunca mejor llamadas braguitas. También blancas, sin adornos.

—Bueno, pues nos jugamos a ver quien empieza. El que saque el número más alto, ¿vale? –Yo asentí. Ella tiró y salió un tres. Gané yo con un seis así que empecé el juego.

Su estrategia era bastante arriesgada. Sacó todas sus fichas en cuanto pudo. En cambio yo preferí lanzar solo dos y reservar las otras dos hasta que hubiera avanzado bastante las primera. Como ella tenía que mover simultáneamente sus cuatro fichas y yo solo dos, las mías avanzaban más rápidamente. Mi primera ficha ya estaba alcanzando el seguro de la zona roja cuando la más avanzada de las suyas apenas llegaba a sobrepasar la sección verde. Mi segunda ficha, más rezagada quedaba al comienzo del pasillo de la zona azul. Ella repartía sus tiradas entre todas las suyas. Yo hacía avanzar más rápidamente la mía de vanguardia y solo ocasionalmente, con los números más altos hacía dar un paso a la rezagada. Así alcancé a pillar a su ficha postrera en los alrededores de la de seguridad en la casa amarilla. Su siguiente tirada la colocó justo dentro, protegiéndola de mi ataque, pero un cinco me permitió comerle la siguiente. Se disgustó mucho con este movimiento y por unos instante desapareció la placidez de su rostro. Temí haberla ofendido con mi entrega al juego. En cambio mis miradas hacia su cuerpo no parecían preocuparle en absoluto. Por fortuna la siguiente tirada le permitió vengarse comiéndose mi ficha más avanzada. Eso la hizo tan feliz que todo su cuerpo resplandeció de movimientos y grititos de alegría. Yo me dispuse a emplear toda mi fuerza en la siguiente, y en cuanto pude puse en juego las otras dos, simulé un gesto de empeño luchador, que en absoluto tenía, pero que ella captó como aceptando el reto. 

Los movimientos se volvieron más enérgicos y concentrados. Casi nos robábamos el dado y el cubilete antes de que este hubiera dejado de trepidar. Ella casi gimió cuando su primera ficha, coronando el pasillo, entró en la meta. Resultaba tan deliciosa su celebración que casi preferí perder para disfrutar al menos otras dos veces de ese espectáculo. Pero también había en mí un cierto impulso de victoria y conseguí a mi vez alcanzar mi meta, aún a costa de la pérdida de otra de mis fichas. 

Con su segunda ficha en la casilla de meta ella limpiaba su tablero porque las otras dos habían sucumbido en la batalla. En cuanto a mí, la que me restaba aún estaba muy lejos de su destino. Declaré solemnemente su victoria con una inclinación sumisa. Ella sonrió ampliamente, se levantó y me tomó de las manos para celebrarla. La acompañé en un extraño baile alrededor del salón. Algo rígido yo que nunca he sido muy expresivo, pero disfrutando tanto como ella de su alegría. 

Cuando se sació de celebrar pareció como despertar del sueño.

—¡Qué mala anfitriona soy!, no te he invitado ni a un café.

—No te preocupes. Ya es bastante tarde. Ha dejado de llover y tenemos que volver. Nos esperan para desayunar.

—Oh, qué lastima. Yo pensaba darte la revancha. Tal vez otro día. 

—Otra lluvia quizás –repliqué yo mientras le ponía la correa a Poncho. Ella me miraba hacer con un gesto algo contrito que me produjo mucho alborozo interior. Me dirigí hacia la puerta como esperando su aprobación. Ella se echó a andar adelantándome para abrirme la puerta. Crucé a su lado recibiendo la dulzura de su mirada y un suavísimo adiós que acarició mis oídos todo el camino de vuelta a casa.

Había sido una extraña partida. Y ni siquiera nos habíamos intercambiado los nombres. 

1 comentario:

  1. El parchís adelanta al ajedrez en la casualidad y la improvisación. En el azar también. En los juegos entre amantes, creen jugar al mismo juego, pero suele uno jugar al parchís y el otro al ajedrez.

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