viernes, 19 de junio de 2015

Mi calle

Cuando era pequeñito había una chica a la que llamábamos “bocachicamarciana”. No recuerdo nada de ella. No era de mi calle, sino amiga de unas chicas de mi calle. Concretamente de sobrinas de mi vecina, Solita, una señora gordísima que cuando murió la tuvieron que sacar de la casa con una grúa. Solita se llamaba Soledad. La única hija que vivía con ella también se llamaba Soledad, quiero inventar ahora que la llamábamos Solona. Todos eran negros, pero sin ningún acento que extrañase, así que, que fueran negros no era un asunto relevante. Solo pensábamos que era negro uno de sus hijos, no sé por qué, supongo que porque era más oscuro que los demás o porque lo veíamos menos o porque era homosexual. No me acuerdo de su nombre. Me acuerdo, en cambio, de otro de sus hijos que se llamaba Joaquín, que aparecía poco por la casa. Vivíamos en el cuarto y último piso, puerta con puerta con Solita y las puertas nunca se cerraban.  Considerábamos la azotea, que era comunal, como nuestro patio de juegos; hay una foto de mi hermana en esa azotea delante de un piano de juguete que no puede ser porque mi hermana nació el mismo año que nos mudamos de casa, o a lo mejor sí. Mi bloque era el  último de una hilera, y frente a él estaba el barranco. Así que era como una zona protegida, con muy poca circulación de coches, por eso los niños siempre estábamos en la calle. Todo esto ocurría durante mis primeros siete años. Me recuerdo mucho en la calle, haciendo hogueras, jugando al boliche, o a las casitas cuando llegaron unas chicas nuevas al barrio que introdujeron esas costumbres... y yo me enamoré de alguna de ellas. Luego, cuando dejaron de ser novedad, volví al boliche, las hogueras y las correrías por el barranco, huyendo de los Mocolindos o atacándoles según tocaba. Algunas veces íbamos a robar papas a la tienda (mientras unos pedían chicles otros nos echábamos papas en los bolsillos) para luego asarlas en una hoguera. Los Mocolindos era la banda del bloque de abajo del barranco. También éramos enemigos de la banda de la calle de arriba, que no tenía nombre, que nos tiraban flechas ardiendo a nuestra hoguera de San Juan, para que se quemara antes de la noche y que la suya luciera más. De “bocachicamarciana” no recuerdo nada más que verme hablando con ella y sus primas delante del portal de su zaguán. También había un chico misterioso, al que veía ocasionalmente leyendo tirado por los rincones del patio del colegio. No sé por qué ese chico y esa visión forman parte de mi mitología hippy particular. En algún momento decidí que era hippy. Era de mi calle, precisamente de ese zaguán en el que me recuerdo hablando con la “bocachicamarciana”, pero nunca participó de nuestros juegos.  Del colegio también recuerdo a una pareja, Agustín y Juan Carlos. Agustín era alto y delgado, con gafas, y Juan Carlos bajito. Eran inseparables, vivían en el mismo zaguán, pero de otro bloque. Agustín tenía en su casa gusanos de seda que alimentaba con las hojas de la morera que había en el parque. Alguna vez he creído ver a Juan Carlos por ahí, pero es un tipo tan serio que me ha dado reparo hablarle y recordarle que lo conocí en la infancia y preguntarle por Agustín. De mi calle recuerdo a Orlando y a Bruno, este era otro sobrino de Solita. Y después a Juan y a Paco, hermanos de aquellas niñas que vinieron nuevas. Fueron una revolución en la calle. Sobre todo Juan que era mayor y tenía muchas iniciativas. También recuerdo vagamente a los primos de Orlando que a veces venían de visita. Uno debía de llamarse también Juan porque lo recuerdo sentado encima de la montaña de trastos preparada para quemar, en una silla vieja, y a alguno que se le ocurrió iniciar el fuego por abajo. Ahora recuerdo esa montaña de trastos altísima, más alta que yo, debían de ser unas hogueras enormes. Una vez tuve un sueño en el que ascendiendo por la pendiente del barranco, al llegar a la cima posaba mi mano sobre los rescoldos de una hoguera. Todos los niños me acompañaban a mi casa para que mi madre me curara, lo que hizo echándome unos polvos blancos sobre la palma. Creo que fue un sueño porque recuerdo a alguien en la escalera impidiendo que los niños subieran detrás de mí, probablemente uno de mis hermanos, mientras yo estaba siendo curado. No recuerdo prácticamente a mis hermanos en esos tiempos. El pequeño sí, que era muy pequeño, a pesar de lo cual una vez se escapó de casa y lo encontraron vagando por la zona de la casa de mi abuela que estaba a unas buenas calles más allá. De eso quedó una historia graciosa que él contaba, era que cuando iba andando por ahí pasó por delante de una tienda de pollos asados y que el dueño de la pollería gritaba: “al rico pollo”, a todo el que pasaba, la tienda se llamaba El Rico Pollo. Creo que alguien lo reconoció y lo llevó a la casa de mi abuela que luego nos avisaría. En esa época era imposible que supiera leer así que probablemente esa historia la inventó a posteriori, cuando ya le habíamos explicado cómo se llamaba la pollería. Mi hermano el mayor se cortó una vez con un cristal de una ventana que se rompió y le cayó de punta en la mano, todavía tiene la cicatriz detrás del dedo gordo (¿de qué mano?). Los sábados al medio día nos íbamos al campo, a casa de otra abuela. Nunca pasamos un fin de semana en Las Palmas en aquellos tiempos. Bueno, tal vez nunca sea excesivo, pero yo no lo recuerdo particularmente. Una vez, nos habían comprado unos aviones de un material muy ligero que al lanzarlos describían un gran vuelo y regresaban, yo lo tiré hacia el barranco y lo perdí. Estuve buscándolo mucho rato hasta que me llamaron para marcharnos, era sábado, y nunca más lo encontré (o tal vez sí lo encontré, recuerdo exactamente cómo era). Desde la azotea de mi casa tirábamos globos llenos de agua a los chiquillos que veíamos pasar por abajo, puede que incluso a adultos. Un año llovió tanto que el agua corría como un barranco por las calle y desembocaba en la mía que era la última de una gran pendiente. Nosotros lo mirábamos desde la azotea. Al final del barranco había una gran explanada y un año comenzaron a construir enormes edificios. Los construían no bloque a bloque sino pared a pared, con material prefabricado. Luego se contaron muchas historias sobre los habitantes de esos edificios, como que unos gitanos habían subido un burro en un ascensor y cosas así. El barranco se volvió zona de guerra porque los chiquillos del Polígono lo patrullaban. Una vez nos persiguieron y nos echaron un líquido caliente que luego por el olor supimos que eran orines.
La última vez que vi a Orlando y a Bruno fue ya casado y viviendo en donde vivo ahora. Esto no puede ser porque no pudimos habernos reconocido. Tal vez fue antes y en otro lugar pero recuerdo con cierta vaguedad el encuentro delante del mercado, en el parque de los Juegos Olímpicos de México. Nunca volví a ver a ninguno de los demás, si es que a estos sí.



No puedo asegurar que nada de esto que cuento ocurriera en verdad. Todo está en mi cabeza pero mezclado. Mezclando épocas, caras y lugares, que son mi pasado ahora. Me llama la atención esto de la memoria; cómo uno reconstruye su pasado a partir de las piezas sueltas de su recuerdo. Al contarlo se alza de ahí un mundo que uno percibe claramente –tal vez menos claramente el lector; o tal vez el lector perciba otro distinto– y que también se va a incorporar a la memoria que aflorará en un futuro transformando otra vez aquel pasado ya transformado. Las fotografías y los vídeos tal vez corrijan esa aberración de la memoria. Pero muchas veces nos quedamos petrificados delante de una imagen, absolutamente en blanco, incapaces de recordar el momento, así que su efectividad no es mucha. Así que mi pasado es fiable solo en las líneas gruesas, no en los detalles ni en los colores. Puedo fabular y crear uno nuevo, fortaleciendo así mis raíces, o, por el contrario, puedo descreer de mis recuerdos, quitarles épica, adelgazarlos hasta perder consistencia y dudar de mis propios fundamentos. Todo está en eso, al final es una cuestión de carácter, del recordador y no de lo recordado.

1 comentario:

  1. Qué sería de la humanidad si no olvidara nada. Quizás de olvidar el pasado depende el sorprenderse del futuro. Todo se repite.

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