lunes, 6 de noviembre de 2023

Mediocridades, la historia de cada lunes

 Leyendo la autobiografía de Arthur Koestler se me ocurre que hay gente que tiene muy claro lo que quiere hacer de su vida y toma decisiones para conseguirlo, aunque esas decisiones sean dolorosas. La mayoría de los que tienen un cierto éxito social: actores, políticos de relevancia, empresarios de postín, científicos, etc., son de esta clase. Uno los oye hablar en entrevistas o autobiografías y tiene la impresión de que desde la  más tierna infancia ya su flecha – para utilizar el símil que emplea Koestler – había sido disparada y no tenía más que un único destino. 

Hay otra clase de gente que tiene igual de claro lo que no quiere que sea su vida y, sea por huida, por rechazo, por impulso irracional, toma decisiones de las que tal vez momentáneamente se arrepienta, pero que están fundadas en una voluntad interior de, como decía el verso de Benedetti: no hacer lo que no quiere (“Uno no siempre hace lo que quiere pero tiene el derecho de no hacer lo que no quiere”). En esta categoría se incluye, por la descripción que hace de sí mismo, Koestler, que en un impulso irracional del que luego se estuvo arrepintiendo, quemó su cartilla de estudiante que consignaba todos sus progresos en los estudios de ingeniería, a unos pocos meses de culminar su carrera. Esta gente no tiene tan claro su futuro, pero tienen muy claro qué es lo que quieren evitar. Conozco a algunos de ellos y me parece gente que encarna muy bien el sentido de lo que verdaderamente sería la libertad personal. El no dejarse atrapar en redes convencionales que una vez que te envuelven es muy difícil deshacerse de ellas porque las asimilas como inevitables, inalterables y sin alternativa posible. Son gente también que lucha y toma decisiones difíciles y que padece por ello, pero no se arrepiente, a pesar de todo. 

Y luego estamos la mayoría, sospecho, de gente que ni sabemos lo que queremos ni sabemos lo que no queremos ni hemos tenido nunca muy claro que pudiéramos elegir una cosa u otra. Que las cosas nos sobrevenían y habría que ir despejándolas a medida que fueran llegando. Equivocándonos muchas veces, dejándonos llevar muchas veces, más por las circunstancias que por nuestros propios deseos, o al revés. Funcionando a fuerza de hedonismos, de evitar lo malo y tender hacia lo bueno en cada momento cada uno según su horizonte, unos lastimosamente estrechos, otros lastimosamente lejanos y aún otros alternando entre aquí y allá (aludiendo a la Fábula de los tres hermanos, de Silvio Rodríguez), todos sin un rumbo claro. La mayoría sin saber que podía haber escogido, casi todos sin creer que esa elección pudiera ser real (elegir entre lo que nos ofrecen).

No sé si echo de menos cosas en mi vida, a estas alturas, quiero decir. Claro que he echado de menos muchas cosas, pero, a estas alturas, todas me parecen tonterías irrelevantes. No me imagino de otra manera que siendo poco más o menos el que soy ahora y habiendo hecho poco más o menos las mismas cosas que he hecho con pocas variaciones. Pero esto es un tópico: uno no imagina otro camino que el que ya hizo para llegar aquí. Y sin embargo aquí estoy, lamentando, como cada lunes, estar aquí y siendo solamente esto que soy. Que he sido. Preguntándome si podría haber sido más, y qué poquito podría haber sido ese, porque aún sigo sin saber por dónde podría haberme desarrollado mejor. En fin. Como siempre, llego a la única conclusión que encaja en todo esto, la mediocridad. Soy el común, la gran masa, los anónimos que mueren en las películas de catástrofes. Los nadies sacrificables. Los irrelevantes que mueren en todas las guerras y por los que echamos unas lagrimitas mientras nos bebemos una cocacola y nos zampamos una hamburguesa. ¡ay de mí qué poquito he sido!


¿Y qué se puede llegar a ser? ¿Grande hombre? ¿Famoso? ¿Rico? ¿A qué podía haber aspirado? ¿De qué demonios me siento insatisfecho? No lo sé. Por más que pienso no sé de qué me siento insatisfecho. Tal vez solo de mí.


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