Que al despertar tenía rondándome la mente –moscas del espíritu– una frase que remite a una canción de Serrat: no es que no vuelva porque me he olvidado. No sé que estaba soñando. Apenas recuerdo haberme lanzado desde una altura aterradora al mar, pero sin miedo, con confianza –una confianza que no tengo en absoluto en las alturas, no sé qué me habrá querido decir el sueño– confirmada luego con una entrada muy suave en el agua, que no se correspondía con la brutalidad que esperaba. Pero he buscado la canción y la he escuchado como distraídamente, porque en realidad no sé si tenía que ver o no con lo que soñaba. Pero escuchándola me he acordado, porque tampoco lo he olvidado, de mi niñez; de las cosquillas en la cama para despertarnos cuando nos poníamos dormilones, de la leche en polvo, del canto de los gallos en la madrugada, de la radio bajito por las noches “esta canción se la dedica ...”, del despertar alborotado, incontenido pese a las amonestaciones del padre por lo temprano de la hora, la mañana de reyes, de los veranos en la playa “ya huele, primo” (decía el primo Agustín al olor de las sardinas fritas, que no era primo ni nada, le decíamos así porque él nos llamaba a todos “primo”, y era mago porque hacía que la radio se apagara solo con ordenárselo –a la entrada de un túnel), de las guirreas con los mocolindos, del avión de corcho que volaba tan bien y que perdí una mañana de sábado… El pasado es un refugio seguro. No el pasado real, sino el pasado recordado, el de tu memoria, ese que recuerdas con melancolía, que tiene ahora un sabor más intenso que cuando lo vivías, y al que no se puede volver, porque no hay regreso; salvo en política.
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