La Biblia es un montón de cosas, una biblioteca temática. El tema es el pueblo judío. Y adelanto que no sale muy bien parado. Uno no se explica cómo un pueblo adora tanto un libro que los pone tan a caldo picante. El día del juicio no va a hacer falta acusación, basta exhibir este documento del que ellos están tan orgullosos. Ese orgullo de haber cometido tantas atrocidades los culpa más que las atrocidades cometidas, que en buena parte eran venganzas y ya se sabe que cuando la ira ciega toda barbaridad queda justificada.
Ese orgullo y no otro es el que deben haber heredado los cristianos para adoptarlo como fundamento a su, así llamado, asumiendo el antiguo, “Nuevo Testamento”.
Me he propuesto leerla íntegramente, no por razones teológicas sino literarias. Mi principal defensa es que solo la leo cuando estoy sentado en el retrete, lugar alejado de el lugar de la fe, que, aún siendo un acto primitivo, es ya una manifestación de la racionalidad, o al menos de la funcionalidad mental abstracta.
Pues ya voy por Jeremías, después del largo camino a través de Isaías. Tenía mis esperanzas puestas en Isaías que es tan mencionado posteriormente como Hegel en la Historia de la Filosofía, pero confieso que me ha resultado muy palabrero. Eso sí, buen palabrero, escogiendo bien la traducción y finalidad del libro, que hay versiones, como esa didáctica que se cargan toda la poesía y hasta destrozan lo que pueda haber de simbología en aras de una pacata explicación completamente sometida a los dictámenes del catecismo (que viene a ser el manual de cómo tiene que comportarse y comprender la religión un buen cristiano sumiso a las admoniciones de Roma). Gran fuente de citas siempre vigentes:
Yo soy el primero y yo soy el último, fuera de mi no hay dios.
No entienden ni disciernen porque sus ojos están pegados, incapaces de ver; sus mentes, incapaces de comprender.
El corazón engañado extravía a quien se satisface con cenizas.
Cascan huevos de serpientes y tejen telarañas.
Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que proclama la paz.
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Bueno, pues le ha llegado el turno al viejo Jeremías, y casi al principio (capítulo 2, versículo 5, el final de este) me encuentro con una frase que me despierta:
Siguieron vaciedades y acabaron vacíos.
Me gusta porque tiene todos los elementos de una cita, que se puede aplicar a cualquier contexto. Ahí, a lo que se aplica es a que esos locos que persiguen dioses falsos, dioses vanos que prometen pero no ofrecen, y abandonan al dios verdadero que concede después de prometer y castiga, que es muy castigón, al que le traiciona.
A mí como frase, me gustaría más: Persiguieron vaciedades y obtuvieron vacío
Aplicado a nuestros tiempos, esas vaciedades o dioses vanos serían muchos y muy claros: el dinero, el consumo, las posesiones, la ostentación; la fama, el éxito, la vanidad, el orgullo; los placeres, los vicios, el sexo, la fiesta.
Pero cuál es el “Dios Verdadero” al que hay que adorar, en el que se puede confiar que nos protegerá ante los infortunios, que nos dará un sentido a nuestra existencia. Me temo que ese no está tan claro. Ni siquiera lo tienen tan claro aquellos que afirman rotundamente creerlo así y que muchas veces lo ostentan con excesivo entusiasmo –a veces usándolo como estaca– , y que más me da la impresión de que ese entusiasmo disfraza no la honesta devoción del que tiene una fe sincera, que no necesita apoyos externos, sino la cobarde desesperación del que se agarra a una cuerda en el vacío tal vez por falta de determinación o inconsciencia suficiente para perseguir libremente a los falsos dioses.
Tal vez esta cobardía, esta falta de libertad interna sea la que nos separa del superhombre nietscheano, que no es el matón hitleriano que todos imaginan con rechazo, sino ese Ser Auténtico, desesperantemente inalcanzable del que hablan Gurdijieff y Ouspenski, un ser con plenas capacidades racionales, con pleno control sobre sí mismo, completamente libre de sus ataduras prerracionales, no liberado de ellas, si su falta puede considerarse una liberación, pero no sometido a ellas, con pleno control racional sobre sí mismo, sobre sus decisiones y actuaciones, no libre de emociones, pero tampoco bajo su dominio, y desde luego no sustituyendo las emociones de solidaridad, compañerismo, por las de tiranía y poder; amor por sadismo y fría crueldad, que es la precisa idea que tenemos, la humanidad, de lo que significa ser un ser superior.
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