martes, 20 de agosto de 2019

Triste lamento de mí o He vuelto de vacaciones y no he cambiado nada

Padezco un frustrante, irritante, inhabilitante y pertinaz sentimiento de inferioridad, o, por mejor delimitar, de desmerecimiento; una sensación constante de que no merezco lo bueno que me sucede, sea que me toca la lotería o que una chica me sonría por la calle, sea el envidiable oficio que tolero,  o sea que alguien solicite mi amistad por facebook.
Por esa, y no por otras razones, entre las que alguno puede sospechar soberbia, misantopía, o la misma timidez, que ha sido, a mis ojos, el fundamento de mi comportamiento, hasta ahora que he descubierto esta nueva explicación de mi falta de éxito en la vida, se debe que muchas veces no responda a tales solicitudes, que baje la cabeza ante mis compañeros de trabajo para no revelar mi fraude, que no sonría yo a la muchacha y aproveche ese franqueamiento para iniciar una amistad o  que no compre lotería por miedo a que me toque y no sepa luego qué hacer con los millones (siempre salta algún gilipollas a decir, “eso es fácil, dámelos a mí”). Una falta de éxito, figurativa, por supuesto, porque, siendo como soy y todo, creo haber logrado un nivel de confort (al fin consigo insertar esta palabra en un texto) bastante envidiable, aunque sin saber muy bién cómo me ha llegado, y temiendo siempre que desaparezca de la misma manera. Siempre he creído que gozo de una protección especial por parte de los que quiera que gobiernen los sucesos que se deselvuelven en aparente azar aquí debajo. Y se lo agradezco, pero no me lo merezco. No puedo ofrecerles nada a cambio, no aprovecho en toda sus dimensiones las oportunidades que me ofrecen, y esta falta de reciprocidad me deja a mí en una posición de desequilibrio.
Durante las vacaciones conocí a una persona que, inexplicablemente, se tomaba interés por mí, o por mi interés en las cosas que me explicaba. El hombre buscaba mi compañía y yo, en cierto modo, no la rechazaba, pero tampoco lo facilitaba.
El caso es que soy un tío simpático, buena gente, casi inocente, como diría machado: “un hombre bueno en el buen sentido de la palabra”. Y es normal que la gente trate de buscar mi amistad, contarme sus cuitas, presumir de sus manzanas, inquirir por mis pobres logros (esta aparentemente falsa humildad me recuerda a Borges, salvo en el hecho de la apariencia de falsedad, y en el otro hecho de que se trate de humildad, es simple constatación de la realidad) en el cultivo de las mías. Y a mí me interesa de verdad lo que me cuentan, ya he hasta podado uno de mis limoneros tal y como me explicó aquel amable amigo pirenaico que podaba sus manzanos. Pero me siento incómodo porque no sé cómo compensarles por  todo lo que me dan. Al final no supe explicarle con precisión a aquel hombre cómo elaboraba mi sidra, porque en realidad la hice al albur de cuatro explicaciones que leí en un libro (“El agricultor autosuficiente”, de John Seymour), después todo lo dejé en manos de mi amigo Eduardo que es un experto en cualquier actividad que emprenda, y yo me limité a hacer el trabajo bruto, el que hacen los burros. Y en cuanto a su mujer, que se interesó tanto por mi interés en la lectura y me facilitó un magnífico libro que explicaba todos los pormenores que cualquiera desearía conocer sobre Sant Llorenc de Morunys (ahora me doy cuenta de que no apunté el nombre del libro, que leí casi entero), ni siquiera me atreví a contarle que algunas veces escribía y que llevaba un par de libros míos en la maleta con la intención de regalarlos a quien pudiera interesarle. Uno lo dejé en un puesto de liberación de libros a ver si corría alguna suerte y no lo usaban en invierno para encender la chimenea. El otro me lo volví a traer.
Vaya este recuerdo a David e Inma, admirables seres humanos, que no leerán esto porque tampoco les dije que escribía en la red, aunque nadie –bueno, muy pocos, pero muy fieles– me leía.

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