viernes, 3 de julio de 2015

Cecilia

Pues, voy por Mesa y López hacia el Corte Inglés, con la intención de asistir a un recital de poesía y  observo a un chico pegado a una columna en actitud de espera, que adivino por una cierta incomodidad de estar allí detenido en medio del movimiento aceleradamente consumista que reina alrededor. A sus pies yace la funda de un violín (¿con un violín dentro?)
–No deberías esperar en una esquina, la gente podría pensar que eres una puta.
–¿Quieres que te toque algo? Si no es así, hazme el favor de apartarte, que me espantas a la clientela.
Es un amigo, que hace años que no veo.
–¡Cuánto tiempo hace que no te veo! Estás igual.
–Eso es porque tú ya me conociste viejo. Los viejos, para los jóvenes, siempre parecemos igual de viejos. Tú, en cambio, estás más gordo.
–Al parecer sigues siendo, también, igual de hijo de puta. Tengo una enfermedad terminal que está acabando conmigo.
–¿Tienes un cáncer?
–No, tengo ganas. Ganas insaciables de vivir, de comer, de follar, de viajar, de dormir, de leer, de soñar ¿Echamos un polvo?
–No sabía que fueras homosexual, ¿o te ha sobrevenido como un éxtasis paulino?
–Se me gastan las etiquetas, soy homosexual, y heterosexual, y hasta bisexual si tengo suerte.
–¿Y el violín?
–El violín es más tradicional, solo es violín.
Ahí lo dejé. Esperando quién sabe qué, una oportunidad, una revelación, una revolución de las anquilosadas costumbres sociales... Y yo seguí mi camino. Al recital de poseía que nos regalaba una chica uruguaya que se parecía a ti en los gestos y la expresión de la cara y hasta en el traje que vestía y el cuerpo que lo soportaba, pero tan blandita que todo lo sólido se iba derritiendo y ablandando, resbalando hacia el suelo como los relojes de esa pintura de Dalí que habla del tiempo. Mientras espero el inicio del show escribo en la libreta para eludir las ganas de entablar contacto que deja traslucir como una banderola de señales marítimas un tipo, también muy blandito, que está sentado delante de mí y que no hace más que girarse hacia atrás y que luce un pelucón a lo Robert Plant en sus tiempos juveniles.
Tengo ganas de salir y tirarme un bufo, dijo la mujer delicadamente con una vocecilla cálida y sensual al oído del hombre sentado a su lado. ¿Por qué tienes que salir?, preguntó él. Por educación, respondió ella. Por mí no lo hagas, replicó el hombre.  Por ti es por el único que no lo haría, dijo ella. ¡Vaya!, se quejó él, qué poco amable suena eso. Es que te conozco bien, contestó ella con una sonrisa pícara, y sé que eres un pervertido. ¡Ah!, suspiró él, si es por eso, de acuerdo–alguien huele a chorizo de Teror por aquí. – No me gusta que el Robert Plant se haya cambiado de asiento. Cierto que la buena señora ocupó el suyo cuando se levantó, pero ¿por qué a mi lado y no al lado de ella? Pero, ¡por Dios!, ¿qué demonios es lo que está sonando?
“Un dólar por leer lo que estás escribiendo, guapetón”, interrumpió el peludo mis pensamientos grafológicos. Así que le pasé el block y extendí la mano para que pusiera en ella el dólar, pero puso un euro, que, no sabiendo a cómo está el cambio, no pude valorar si ganaba o perdía con respecto a la oferta inicial. Sonrió mientras leía y me devolvió la libreta sin abandonar la sonrisa, y, haciendo un gesto presuntamente seductor de echarse el pelo para atrás, se presentó, casualmente me llamo Roberto y soy un fanático de Led Zeppelin, dijo, mientras clavaba en mis pupilas sus pupilas de color indefinible. Entonces comenzó el espectáculo y yo aproveché la oportunidad para mantenerme en el anonimato, lo cual lo dejó algo confuso. Me salvó de la tentación de una noche loca explorando  nuevos mundos, o que me los exploraran a mí, que «todo cabe», la llegada de unos amigos que me dieron la oportuna excusa para cambiarme de asiento.

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