martes, 6 de enero de 2015

Libros muy vistos pero nada leídos

Yo tenía un amigo –esta es una constante en mi vida, amigos, novias, conocidos, siempre en pretérito imperfecto. No sé si se debe a que nunca tengo amigos (novias, conocidos) en presente o a que los amigos (novias, conocidos) actuales nunca les pasa nada digno de contar o que cuando de verdad empieza a pasarles cosas a mis actuales amigos (novias, conocidos) dejan de serlo, no lo sé, el caso es que siempre que recuerdo una anécdota digna de contar de un amigo (etc.), este amigo ya hace mucho que ha dejado de serlo –con el que salía a beber muy temprano. Ya desde las seis estábamos en la calle y a las ocho, hora en que los ciudadanos normales empiezan a plantearse si salir de viernes o quedarse en casa viendo la película, nosotros ya estábamos completamente borrachos. A las diez, como las más honestas doncellas, estábamos regresando a casa. No sé qué clase de familia tenía él, –sí, una hermana que me gustaba mucho pero que hacía ascos de mí precisamente porque yo era amigo de su hermano, de no haber sido por ese funesto detalle creo que hubiéramos hecho muy buenas migas ella y yo. Me gustaba aquella chica, con su carita achinada. Esa clase de chicas que te gustan de una manera tan natural que solo te das cuenta años después, como esos libros que llevas viendo toda la vida en las estanterías de tu casa y que a fuerza de conocidos nunca se te ocurrió abrirlos hasta que un día advertiste que se trataba de una de las obras extraordinarias de la literatura mundial y que perdiste todo ese tiempo de disfrutarla. Así era la hermana de mi amigo, una de esas obras de la literatura mundial que nunca abrí y de la que solo mucho tiempo después supe su importancia –pero a mí me resultaba muy incómodo volver a las diez borracho a casa y encontrarme con todos mis hermanos y mis padres sentados ante la televisión, que sustraían su atención de la película y me miraban asombrados de que estuviera de regreso tan pronto en casa un viernes, mientras yo trataba de disimular la ebriedad con un balbuceante qu…’están fiento tan in..in..teresados. Alguno de mis hermanillos respondía ¡uf, qué colocón! y mi padre, muy serio, me mandaba a acostar. Mi madre, estoy seguro, hacía amago de levantarse para atender al niño que estaba malo o algo le pasaba, y mi padre, con un gesto la detenía, al tiempo que otro de mis hermanillos comentaba, sí, malo, malo, está… y yo cerraba la puerta del retrete para que se oyera lo menos posible la desagradable sinfonía de mis arcadas.
En fin, fueron buenos tiempos aquellos, pero duraron poco. O tal vez demasiado. Desde entonces me acostumbré a salir los viernes, solo o acompañado. Costumbre que perpetué en la Universidad ya sin la compañía de aquel amigo, que repitió COU. Alguna vez quise enterarme de que después del instituto se había puesto a trabajar en el taxi del padre. Tal vez fue la hermana, a la que me encontré unos años después, que me lo contó, mientras yo, precisamente entonces, descubría aquello del libro; o que me sentía tan solo en los primeros años de la universidad –y los siguientes y también después, pero esto ya me parece que era porque se me había quedado el hábito –que cualquier cosa que me volviese al tiempo del instituto, que había empezado a considerar idílico, me resultaba muy sugestivo. Lo que sí procuré es regresar a casa lo suficientemente tarde como para que ya todos se hubieran acostado, que los viernes solía ser muy tarde porque ponían una película de madrugada, después de haber engañado a los niños cortando la emisión durante unos larguísimos minutos hasta que volvía a emitir con el aviso previo de que se trataba de una emisión para mayores de dieciocho años.

1 comentario:

  1. A mí me pasa algo parecido cuando acá se les ocurre derrumbar edificios viejos que han estado desde siempre. Desde ese momento en adelante le tomo el peso a su existencia. Una pena.
    Saludos!
    S.

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