viernes, 31 de octubre de 2014

Una conferencia de autor

El otro día fui a una conferencia de un escritor de cierta relevancia nacional. Resultó que la relevancia no fue la suficiente, pues al llegar al lugar donde se había de desarrollar me encontré con que no había más que tres personas, además del escritor. Uno de los concurrentes era el responsable del local, un museo, así que en puridad, los espectadores éramos tres. Otro de los asistentes era un conocido escritor, al que conocía de vernos en estos ambientes, y me presentó al autor invitado como “él también escribe”, lo que me resultó muy embarazoso. El anfitrión decidió que no valía la pena hacerle pasar un mal trago al escritor y nos invitó a todos a un recorrido guiado por el museo.
Al final del recorrido, y con la llegada de una señora, hubo un amago de culminar el acto como se debía, pero se decidió que, de hacer algo, se hiciera ante unas cervezas en alguna terraza para cumplimentar el calor de este que alguno ha llamado veroño. Se tomaron las fotografías de rigor, se firmó la asistencia debida en el álbum de invitados del museo y salimos rumbo a algún local, que por ser jueves tenía la zona cierta variedad donde elegir. Yo, que soy patéticamente tímido, y que me sentía incómodo porque estaba completamente sudado de la caminata que había hecho para llegar a la conferencia, me excusé y me retraje de la cervezada.
Lo lamenté a posteriori, claro, como siempre, y por compensación inventé el siguiente diálogo.


Ya sentados en la terraza, quedábamos el escritor, el autor invitado y yo. El escritor hacía exhibición de sus conocimientos sobre el ilustre personaje al cual estaba dedicado el museo, el autor invitado, tal vez algo acobardado por falta de equivalentes recursos, asentía interesado, y yo callaba sin poder insertar más que alguna interjección admirativa. Tras la segunda cerveza el autor invitado se fue animando y  su euforia conseguía enfrentar la discreta verborrea del escritor que era abstemio. En un momento angelical (pasa un ángel) se fijaron en mi reservada presencia. ¿Y tú qué escribes? Me preguntó el autor, supongo que tratando de desviar el peligro de que la espiral conversacional cayera en el vórtice el ego del escritor. Si te digo lo que creo, tonterías, le respondí. Eso hacemos todos, ¿no?, replicó él mirando directamente al escritor, que, con cierta confusión, titubeó una respuesta afirmativa. Tal vez, continué, mi pecado sea no creérmelas demasiado. Haces bien, respondió él, yo procuro mantenerme en el límite, sobre todo para que cosas como la de hoy no me afecten demasiado. Has tenido mala suerte, consoló el escritor, hoy precisamente es un día de muchos actos, y, casualmente hoy, de relevancia, pues un conjunto de los autores locales más conocidos se reunían en la Biblioteca. , reflexionó el autor, supongo que es así, lo que no hace sino confirmar que aún estoy en un infra-nivel  en el que dependo de la suerte. Pero la alternativa, si lo piensas, dije, es que no dependieses de ella debido a una luminosa fama que te destacase. Al final, continué, tu trabajo, la mejor o peor calidad que tuviera, nunca estaría entrando en cuestión más que en un segundo grado. Bueno, dijo el escritor, lo que sostiene la fama es la calidad del trabajo, si no hay una buena obra no habrá fama posible. No estoy tan convencido de eso, respondí, y desde luego, si echamos un vistazo a las listas de ventas tú tampoco podrías estar de acuerdo. No olvides que hay un género, que llamamos despreciativamente bestseller -¡hombre, despreciativamente, no!, intentó puntualizar el escritor- que todos despreciamos, incluyendo a los propios lectores, que saben que están leyendo basura, pero que se dejan enganchar por ellos, muchas veces, simplemente, para poder tener un tema de conversación, y sentir que forman parte de una comunidad. Aunque, y tal vez eso sea peor, muchos de esos lectores son completamente sinceros y leen con devoción. Y digo que es peor porque son lectores que nunca progresan o refinan sus elecciones cayendo presas de un tipo de literatura que explota la simplicidad enriquecida de sabores artificiales, que es lo que son los lugares comunes, el morbo, el sexo y la violencia, el equivalente de los potenciadores de sabores de la comida basura. El autor, mientras se volvía a llenar el vaso, casi murmuró para sí, ¡hombre, esas obras no dejan de tener una cierta calidad!, lo que le valió una saeta lanzada desde los ojos del escritor. Pero aún dando por sentado, seguí imparable, que tal vez al principio sean requeridos unos niveles de calidad para llegar a ser percibido, y cuando se habla de calidad, hay que hablar de objetivos, que en muchos casos están muy lejos de ser literarios, lo que en realidad consigue que un trabajo sea percibido es la fama, que en los comienzos sería el saber venderse o el que sepan venderte. El escritor insertó una cuña adoptando un tono doctoral: Hoy en día, qué duda cabe, sin una poderosa promoción publicitaria, ninguna obra tiene oportunidad de darse a conocer, y dentro de la campaña publicitaria, un escritor mediático no es el elemento menos importante, pero no veo en qué pueda significar eso un desdoro de la obra o una disminución de su calidad. Yo no podía soltar mi hilo discursivo que iba lanzado y rematé mi frase: Y cuando el escritor no ayuda se le crea una leyenda como a Pynchon o a Bukowski. El autor afirmaba enfáticamente a mi enfática parrafada, mientras que el escritor buscaba un resquicio para poder introducir sus matizaciones. Yo continué aún más acelerado para impedírselo. Para saber venderse hacen falta dos cosas, ninguna más prioritaria que la otra: la primera es que el trabajo tenga alguna calidad contrastada, es decir que sea comparable con otros trabajos que ya han tenido éxito, y la segunda que el autor esté completamente convencido de sus méritos. Y es mi convencimiento de lector que muchos han conseguido la fama debido a la segunda virtud más que a la primera. Y en muchas ocasiones, el mérito de la primera resulta ser el parecerse a los productos que ya circulan, lo cual redunda en reforzar la segunda virtud del autor. En muy pocas ocasiones un autor con un producto realmente novedoso y de calidad consigue la fama, al menos en vida; en primer lugar porque su producto no puede ser catalogado por las mentes simples de los que forman las masas que encumbran, y en segundo lugar porque al percibir la baja recepción de su obra el autor resta coraje para defenderla. Noté que el escritor empezaba a sentirse molesto, tal vez por mi acaparación del discurso, tal vez por mi énfasis en expresarlo que más parecía una acusación que una exposición, lo que siempre me ocurre a la cuarta cerveza, y que el autor, ya en la quinta, aceptaba con un aire decidido, aunque distante -sospecho que completamente ajeno-; entonces quiso desactivar mi teoría de la manera más burda pero más efectiva que se conoce: acusándome de estar barriendo para casa. ¿Tú no serás un representante, dijo, de esos que que defiendes? Nunca me atrevería, respondí desafiante, a afirmar tal cosa. Sin embargo sí que me considero con una absoluta falta de disposición vendedora, por lo que, aún teniendo una obra de calidad contrastada, es decir comparable a la de cualquiera, nunca alcanzaré la fama, lo cual, en cierto modo es una injusticia para la calidad de mi obra. Desde luego es cierto, terció el autor que al parecer no se encontraba tan ajeno, pues había conseguido llamar la atención del camarero que ya se retiraba con la orden de una nueva ronda, que muchas obras de calidad se quedan en el silencio o la oscuridad de los sótanos simplemente porque no se hizo un esfuerzo en su divulgación. Esa es la labor del escritor hoy, insistí yo, y no la de simplemente escribir y dar al mundo su obra. El escritor que aspire a tener un lugar en los altares de la actual literatura debe ser un probado ejecutivo con altas capacidades competitivas y mediáticas. ¿Me estás diciendo, intervino el escritor cada vez más molesto, que ya la obra no importa en sí, que la literatura es solo una estantería de mercado? Eso no puedo aceptarlo. Cuando una obra es buena brilla por sí misma, y sale a la luz tarde o temprano: mira Kafka, mira Poe, o Walser. Sus obras no fueron reconocidas en su tiempo, pero al final ascendieron a la superficie sin que sus autores fueran vendedores. Tal vez eso ocurra con las auténticas obras, tuve que admitir, pero hay que recordar que esas obras fueron encumbradas por autores que ya estaban en la fama. Sin la fama de ellos aquellas obras hubiera seguido en sus oscuras simas, pienso en Baudelaire traduciendo a Poe, pero seguro que tú tienes más ejemplos, yo con los datos soy una nulidad y empeoro con la ingesta de cerveza. El autor ya se había quedado dormido así que la conversación era un cara a cara entre el escritor y yo. Cuando él advirtió esta situación y que yo amenazaba con seguirle los pasos al autor dejó traslucir un viso de fastidio en su cara y dio por zanjada la sesión. Me parece que se me está haciendo tarde, dijo, voy a tener que retirarme, y levantó la mano para llamar la atención del camarero. Yo me quedé con el cuello alzado pero sin lanzar el cacareo y cuando conseguí asimilar la información manoteé torpemente el bolso buscando mi cartera.
Me hubiera tocado acompañar al autor a su hotel y quien sabe si ayudarlo a acostarse y arroparlo. Es muy probable que me hubiera quedado dormido junto a él y a la mañana siguiente nos despertásemos con fama de homosexuales trasnochadores. Lo mismo eso hubiera impulsado mi carrera literaria, una lástima ser tan corto.

2 comentarios:

  1. Yo por eso desconfío de los tímidos, porque siempre esconden inteligencias crudas como éstas. En fin, es preferible alguien que se guarde su genialidad a alguien que exponga sus idioteces.
    Cambiando de tema, ¿será verdad eso? ¿que la fama es más un regalo de la prensa que un mérito de la obra? Yo igual creo que sí. Otra de las penurias del mercado.

    ResponderEliminar
  2. Desde luego la fama es exactamente un regalo de la prensa más que un mérito de la obra, lo que no quita de algunas obras tengan sus méritos. Pero también, que otras muchas quedaron en la oscuridad porque sus desgraciados autores no tuvieron amigos suficientemente influyentes ya que ellos mismos no lo tuvieron el empuje necesario.

    ResponderEliminar